Limpios mediante el arrepentimiento
Gracias al plan de Dios y la expiación de Jesucristo, podemos ser limpiados mediante el proceso de arrepentimiento.
En la vida terrenal estamos sujetos a las leyes del hombre y a las leyes de Dios. He tenido la experiencia poco común de juzgar comportamiento grave bajo ambas leyes: anteriormente como juez de la Corte Suprema de Utah y ahora como miembro de la Primera Presidencia. El contraste que he visto entre las leyes del hombre y las leyes de Dios ha aumentado mi aprecio por la realidad y el poder de la expiación de Jesucristo. Bajo las leyes del hombre, una persona que es culpable de los crímenes más graves puede ser condenada a cadena perpetua sin la posibilidad de libertad condicional. Pero es diferente bajo el misericordioso plan de un amoroso Padre Celestial. He sido testigo de que esos mismos pecados graves pueden ser perdonados en la vida terrenal gracias al sacrificio expiatorio de nuestro Salvador por los pecados de “todos los de corazón quebrantado y de espíritu contrito” (2 Nefi 2:7). Cristo redime y Su expiación es real.
La amorosa compasión de nuestro Salvador se expresa en el gran himno que acaba de entonar el coro:
Venid a Cristo, Él os atiende,
aun en sendas de la maldad.
Con infinito amor Él os busca
y os dará Su verdad1.
El sacrificio expiatorio de Jesucristo abre la puerta a fin de que “todo hombre [se] arrep[ienta] y ven[ga] a él” (Doctrina y Convenios 18:11; véanse también Marcos 3:28; 1 Nefi 10:18; Alma 34:8, 16). El libro de Alma menciona el arrepentimiento y el perdón, aun de quienes habían sido un pueblo inicuo y sanguinario (véanse Alma 25:16; 27:27, 30). Mi mensaje el día de hoy es uno de esperanza para todos nosotros, incluso para quienes han dejado de ser miembros de la Iglesia por excomunión o al quitar su nombre de los registros. Todos somos pecadores que podemos ser limpiados mediante el arrepentimiento. “El arrepentirse del pecado no es fácil”, enseñó el élder Russell M. Nelson en una conferencia general anterior, “pero el galardón vale el precio que se paga”2.
I. Arrepentimiento
El arrepentimiento comienza con nuestro Salvador; y es un gozo, no una carga. En el devocional de Navidad de diciembre pasado, el presidente Nelson enseñó: “El verdadero arrepentimiento no es un acontecimiento, es un privilegio interminable. Es fundamental para el progreso y para tener una conciencia tranquila, consuelo y alegría”3.
Algunas de las enseñanzas más grandes sobre el arrepentimiento se encuentran en el sermón de Alma en el Libro de Mormón a los miembros de la Iglesia a quienes más adelante describió como en un estado “de tanta incredulidad”, “envanecido[s] con el orgullo” y cuyos corazones estaban “puestos… en las riquezas y las vanidades del mundo” (Alma 7:6). Cada miembro de esta Iglesia restaurada tiene mucho que aprender de las enseñanzas inspiradas de Alma.
Comenzamos con la fe en Jesucristo, porque “él es el que viene a quitar los pecados del mundo” (Alma 5:48). Debemos arrepentirnos porque, como Alma enseñó, “a menos que os arrepintáis, de ningún modo podréis heredar el reino de los cielos” (Alma 5:51). El arrepentimiento es una parte esencial del plan de Dios. Debido a que todos pecaríamos en nuestra experiencia terrenal y quedaríamos separados de la presencia de Dios, el hombre no podría “ser salv[o]” sin el arrepentimiento (Alma 5:31; véase también Helamán 12:22).
Eso se ha enseñado desde el principio. El Señor le mandó a Adán: “Enséñalo, pues, a tus hijos, que es preciso que todos los hombres, en todas partes, se arrepientan, o de ninguna manera heredarán el reino de Dios, porque ninguna cosa inmunda puede morar allí, ni morar en su presencia” (Moisés 6:57). Debemos arrepentirnos de todos nuestros pecados: de todas nuestras acciones o falta de acciones contrarias a los mandamientos de Dios. Nadie está exento. Apenas anoche el presidente Nelson nos hizo un desafío: “Hermanos, todos necesitamos arrepentirnos”4.
Para ser limpios mediante el arrepentimiento, debemos abandonar nuestros pecados y confesarlos al Señor y a Su juez terrenal, cuando se requiera (véase Doctrina y Convenios 58:43). Alma enseñó que también debemos “hace[r] obras de rectitud” (Alma 5:35). Todo eso es parte de la frecuente invitación en las Escrituras de venir a Cristo.
Es necesario que participemos de la Santa Cena cada día de reposo. En esa ordenanza concertamos convenios y recibimos bendiciones que nos ayudan a vencer todos los hechos y deseos que nos impiden lograr la perfección que nuestro Salvador nos invita a lograr (véanse Mateo 5:48; 3 Nefi 12:48). Conforme nos “absten[gamos] de toda impiedad, y am[emos] a Dios con todo [n]uestro poder, mente y fuerza”, entonces podremos ser “perfectos en Cristo” y ser “santificados” mediante el derramamiento de Su sangre para “lleg[ar] a ser santos, sin mancha” (Moroni 10:32–33). ¡Qué promesa! ¡Qué milagro! ¡Qué bendición!
II. Responsabilidad y juicios terrenales
Un propósito del plan de Dios para esta experiencia terrenal es “probar[nos], para ver si har[emos] todas las cosas que el Señor [nuestro] Dios [no]s mandare” (Abraham 3:25). Como parte de ese plan, somos responsables ante Dios y ante Sus siervos escogidos, y esa responsabilidad abarca juicios tanto terrenales como divinos.
En la Iglesia del Señor, los juicios terrenales de los miembros o futuros miembros los realizan líderes que buscan guía divina. Es su responsabilidad juzgar a las personas que procuran venir a Cristo para recibir el poder de Su expiación en la senda de los convenios hacia la vida eterna. Los juicios mortales determinan si una persona está lista para el bautismo. ¿Es digna una persona de una recomendación para asistir al templo? ¿Se ha arrepentido lo suficiente por medio de la expiación de Jesucristo una persona cuyo nombre se quitó de los registros de la Iglesia para que sea readmitida mediante el bautismo?
Cuando un juez terrenal llamado por Dios aprueba que una persona siga progresando, tal como recibir los privilegios del templo, no está indicando que la persona es perfecta ni le está perdonando sus pecados. El élder Spencer W. Kimball enseñó que, después de lo que él llamó que se “levanten los castigos” en esta esfera terrenal, una persona “debe también procurar y asegurar del Dios del cielo un arrepentimiento final, y solo Él puede absolver”5. Si no se ha arrepentido de sus hechos y deseos pecaminosos al llegar el Juicio Final, una persona impenitente permanecerá impura. La responsabilidad máxima, incluso el efecto limpiador final del arrepentimiento, es un asunto entre cada uno de nosotros y Dios.
III. La resurrección y el Juicio Final
El juicio que se describe más comúnmente en las Escrituras es el Juicio Final que sigue a la resurrección (véase 2 Nefi 9:15). Muchos pasajes de las Escrituras indican que “todos compareceremos ante el tribunal de Cristo” (Romanos 14:10; véanse también 2 Nefi 9:15; Mosíah 27:31) “para “ser juzgados de acuerdo con las obras que se han hecho en el cuerpo mortal” (Alma 5:15; véanse también Apocalipsis 20:12; Alma 41:3; 3 Nefi 26:4). Todos serán juzgados “según sus obras” (3 Nefi 27:15) y “según [los] deseo[s] de sus corazones” (Doctrina y Convenios 137:9; véase también Alma 41:6).
El objetivo de ese Juicio Final es determinar si hemos logrado lo que Alma describe como un “potente cambio en [n]uestros corazones” (véase Alma 5:14, 26), habiéndonos convertido en nuevas criaturas, “no ten[iendo] más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). El juez de eso es nuestro Salvador Jesucristo (véanse Juan 5:22; 2 Nefi 9:41). Después de Su juicio, todos confesaremos “que sus juicios son justos” (Mosíah 16:1; véase también Mosíah 27:31; Alma 12:15), pues Su omnisciencia (véase 2 Nefi 9:15, 20) le ha dado un conocimiento perfecto de todos nuestros hechos y deseos, tanto de los justos o de los que nos hemos arrepentido como de los injustos o de los que no nos hemos arrepentido o no hemos cambiado.
En las Escrituras se describe el proceso de ese Juicio Final. Alma enseña que la justicia de nuestro Dios requiere que en la resurrección “todas las cosas sean restablecidas a su propio orden” (Alma 41:2). Eso significa que “si sus hechos fueron buenos en esta vida, y buenos los deseos de sus corazones… se[rá]n ellos restituidos a lo que es bueno en el postrer día” (Alma 41:3). De manera similar, “si sus obras [o deseos] son mal[o]s, les serán restituid[o]s para mal” (Alma 41:4–5; véase también Helamán 14:31). También el profeta Jacob enseñó que en el Juicio Final “aquellos que son justos serán justos todavía, y los que son inmundos serán inmundos todavía” (2 Nefi 9:16; véanse también Mormón 9:14; 1 Nefi 15:33). Ese es el proceso que precede a comparecer ante lo que Moroni llama “el agradable tribunal del gran Jehová, el Juez Eterno de vivos y muertos” (Moroni 10:34; véase también 3 Nefi 27:16).
Para asegurarnos de que estemos limpios ante Dios, debemos arrepentirnos antes del Juicio Final (véase Mormón 3:22). Tal como Alma dijo a su hijo pecador, no podemos ocultar nuestros pecados de Dios y, “a menos que te arrepientas, se levantarán como testimonio contra ti en el postrer día” (Alma 39:8; cursiva agregada). La expiación de Jesucristo nos proporciona la única manera de lograr la limpieza necesaria mediante el arrepentimiento, y esta vida terrenal es el tiempo que tenemos para hacerlo. Aun cuando se nos enseña que hay cierto arrepentimiento que puede ocurrir en el mundo de los espíritus (véase Doctrina y Convenios 138:31, 33, 58), eso no es tan seguro. El élder Melvin J. Ballard enseñó: “Es mucho más fácil vencer y servir al Señor cuando tanto la carne como el espíritu están combinados en uno. Este es el tiempo en que el hombre es más maleable y receptivo… Esta vida es el tiempo para arrepentirse”6.
Cuando nos arrepentimos, el Señor nos asegura que nuestros pecados, incluso nuestros hechos y deseos, serán limpiados, y que nuestro misericordioso juez final “no los rec[ordará] más” (Doctrina y Convenios 58:42; véanse también Isaías 1:18; Jeremías 31:34; Hebreos 8:12; Alma 41:6; Helamán 14:18–19). Limpios mediante el arrepentimiento, podemos cualificar para la vida eterna, que el rey Benjamín describió como “mor[ar] con Dios en un estado de interminable felicidad” (Mosíah 2:41; véase también Doctrina y Convenios 14:7).
Como otra parte del “plan de la restauración” de Dios (Alma 41:2), la resurrección restaurará “todo… a su propia y perfecta forma” (Alma 40:23). Eso incluye la perfección de todas las deficiencias y deformidades físicas que hemos adquirido en la vida terrenal, incluso las de nacimiento o las causadas por trauma o enfermedad.
¿Nos perfecciona esa restauración [eliminando] todos nuestros deseos o adicciones impíos o no dominados? Eso no puede ser. Sabemos, mediante la revelación moderna, que seremos juzgados por nuestros deseos y también por nuestros hechos (véanse Alma 41:5; Doctrina y Convenios 137:9), y que incluso nuestros pensamientos nos condenarán (véase Alma 12:4). No debemos “demor[ar] el día de [n]uestro arrepentimiento” hasta la muerte, enseña Amulek (Alma 34:33), porque ese mismo espíritu que ha poseído nuestro cuerpo en esta vida —ya sea del Señor o del diablo— “tendrá poder para poseer [n]uestro cuerpo en aquel mundo eterno” (Alma 34:34). Nuestro Salvador tiene el poder y está a la espera para limpiarnos de la maldad. Ahora es el momento de procurar Su ayuda para arrepentirnos de nuestros deseos y pensamientos malos o impropios a fin de estar limpios y preparados para presentarnos antes Dios en el Juicio Final.
IV. Los brazos de la misericordia
El elemento dominante en el plan de Dios y en todos Sus mandamientos es el amor que Él tiene por cada uno de nosotros, que es “más deseable que todas las cosas… y el de mayor gozo para el alma” (1 Nefi 11:22–23). El profeta Isaías aseguró, incluso a los inicuos, que cuando se “vu[elvan] a Jehová… tendrá de [ellos] misericordia… [y] será amplio en perdonar” (Isaías 55:7). Alma enseñó: “He aquí, él invita a todos los hombres, pues a todos ellos se extienden los brazos de misericordia” (Alma 5:33; véase también 2 Nefi 26:25–33). El Señor resucitado dijo a los nefitas: “He aquí, mi brazo de misericordia se extiende hacia vosotros; y a cualquiera que venga, yo lo recibiré” (3 Nefi 9:14). De estas y muchas otras enseñanzas en las Escrituras, sabemos que nuestro amoroso Salvador abre los brazos para recibir a todo hombre y mujer bajo las amorosas condiciones que Él ha prescrito a fin de disfrutar de las mayores bendiciones que Dios tiene para Sus hijos7.
Gracias al plan de Dios y a la expiación de Jesucristo, testifico con un “fulgor perfecto de esperanza” que Dios nos ama y que efectivamente podemos ser limpios mediante el proceso del arrepentimiento. Se nos promete que “si march[amos] adelante, deleitándo[n]os en la palabra de Cristo, y persever[amos] hasta el fin, he aquí, así dice el Padre: Tendréis la vida eterna” (2 Nefi 31:20). Que así sea para todos, es mi súplica y mi oración; en el nombre de Jesucristo. Amén.