José Smith, el Profeta
Joven, indocto, pero humilde, José Smith fue el instrumento empleado por el Todopoderoso para establecer de nuevo Su obra en éstos, los últimos días.
Los principios, las doctrinas y las ordenanzas del Evangelio de nuestro Señor Jesucristo se han vuelto a revelar, entre éstos el conocimiento de la verdadera naturaleza de Dios —un Padre individual, amoroso y eterno— y de Jesucristo, el Hijo literal de Dios, de cuya divinidad hemos recibido otro testamento en forma del Libro de Mormón. Las palabras de Ezequiel respecto a que el palo de Judá (la Biblia) se unirá al palo de José (el Libro de Mormón) como testimonio de dos naciones, se han cumplido por completo (véase Ezequiel 37:15–22), lo cual declaro solemnemente.
La autoridad para actuar en el nombre de Dios, el santo sacerdocio, ha sido conferida en nuestra época a los hombres por aquellos mismos que la tuvieron en la antigüedad: Pedro, Santiago y Juan, apóstoles de nuestro Señor que fueron ordenados por el Salvador mismo cuando estuvo en la tierra.
Se ha restablecido la Iglesia de Jesucristo, el sacerdocio de Dios está nuevamente entre los hombres y Dios se ha revelado de nuevo a Sí mismo para la bendición de Sus hijos.
Esos acontecimientos divinos, con todas las características de la Iglesia de los antiguos apóstoles —entre las que se incluyen la dirección personal del propio Jesucristo, la doctrina revelada de forma divina, los líderes divinamente escogidos, la revelación continua y el testimonio del Espíritu Santo a todos aquellos que son obedientes— son algo maravilloso y dichoso de contemplar. Testifico que el instrumento mediante el cual se recibió esta revelación divina fue preordenado: el joven José Smith, cuya fe y deseo obró “uno de los acontecimientos religiosos más significativos de la historia de la humanidad” (Milton V. Backman Jr., “Joseph Smith’s Recitals of the First Vision”, Ensign, enero de 1985, pág. 8).
Desde los primeros años de mi juventud he creído y llevado en mi mente una vívida imagen del joven José en busca de un lugar aislado, arrodillándose en una apacible arboleda y, con la fe de un niño, pedir el deseo de su corazón. Debe de haber tenido la certeza de que el Señor le oiría y, de alguna forma, le respondería. Aparecieron ante él dos gloriosos personajes, cuya descripción, dijo él, escapaba a su capacidad de expresión.
A medida que han transcurrido los años, he sido bendecido con experiencias poco usuales con personas, lugares y acontecimientos personales y de naturaleza íntima y espiritual; y por medio del poder del Espíritu Santo, he recibido un testimonio y un conocimiento cada vez mayores de esta restauración del plan de salvación del Señor, restauración que fue dirigida desde los cielos. Los acontecimientos que José Smith relató respecto a la Restauración son verdaderos.
La Visión
Cada uno de nosotros puede desarrollar en su interior el sentimiento edificante, santificador y glorificante de la verdad de la Restauración. El Espíritu Santo revelará y sellará ese conocimiento sobre nuestro corazón si verdaderamente así lo deseamos. Nuestra comprensión, creencia y fe en “la Visión” (como la denominamos) en la que Dios el Padre y Su Hijo Unigénito aparecen a José, dando así comienzo a esta dispensación final con sus grandes y preciadas verdades, son esenciales para nuestra salvación eterna. La salvación se obtiene únicamente por medio de Cristo, y José Smith es el instrumento o revelador de ese conocimiento, llamado divinamente por Dios para enseñar los términos y las condiciones del plan del Padre y a quien se le concedieron las llaves de la salvación de toda la humanidad.
Sé que Dios se reveló a Sí mismo a José, Su testigo de esta dispensación final. Conocemos algo de la forma, los rasgos e incluso el carácter de esa inteligencia poderosa cuya sabiduría, creación y poder controlan los asuntos del universo. Dios dio a conocer que Jesucristo es la imagen misma del Padre.
Según las propias palabras de José, aquel fulgor era superior a cualquier cosa que jamás había visto. Miró hacia arriba; ante él estaban dos personajes gloriosos. Uno de Ellos, señalando al otro, dijo: “… Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!” (José Smith—Historia 1:17; cursiva en el original).
Al joven José podría haberle parecido inconcebible estar contemplando a Dios, nuestro Padre Celestial, y a Su Hijo, y que el Señor hubiera venido a visitarlo e instruirlo.
El Hijo, a petición del Padre, habló al muchacho arrodillado. Se dijo a José que todas las iglesias estaban en error; que habían corrompido la doctrina; que habían quebrantado las ordenanzas y que habían perdido la autoridad del sacerdocio de Dios. Se le dijo que los líderes de las iglesias hechas por el hombre no complacían al Señor y que había llegado la hora de la restauración de toda verdad y autoridad, incluso la organización de la Iglesia. Entonces, para su asombro infinito, se le dijo que él, José Smith, joven, indocto, pero humilde, iba a ser el instrumento mediante el cual el Todopoderoso establecería de nuevo Su obra en éstos, los últimos días, y que el Evangelio jamás volvería a ser quitado. Tal fue el glorioso comienzo de la restauración de la Iglesia de Jesucristo.
Unos tres años más tarde, según él comenzaba a madurar, José Smith recibió otra visita celestial. En esa ocasión, un ángel enviado de la presencia de Dios informó a José que se llamaba Moroni y reveló al joven el lugar donde descansaba un juego de planchas de oro sobre el cual ciertos antiguos habitantes de América habían grabado la historia de sus pueblos. Con el tiempo, estos registros fueron traducidos por el don y el poder de Dios y se publicaron a comienzos de 1830.
Un Propósito Definido
El Libro de Mormón es el libro más notable del mundo desde el punto de vista doctrinal, histórico y filosófico. Su integridad se ha visto atacada con una furia insensata durante más de 170 años; no obstante, su posición e influencia actuales son más fuertes que nunca.
El Libro de Mormón no salió a luz como una rareza. Se escribió con un propósito definido, un propósito que todo lector debiera conocer. En la portada leemos que se escribió “para convencer al judío y al gentil de que JESÚS es el CRISTO, el ETERNO DIOS, que se manifiesta a sí mismo a todas las naciones”. El mensaje que contiene es un testimonio de Cristo y enseña sobre el amor de Dios por toda la humanidad. Su objetivo es llevar a la gente a aceptar a Jesús como el Cristo. El libro relata la visita real de Cristo a la antigua América y registra las enseñanzas e instrucciones que Él dio con claridad y gran poder al pueblo. El Libro de Mormón corrobora lo dicho en la Biblia respecto a las enseñanzas del Salvador, habla de Cristo más que de ningún otro asunto y enseña que nuestro Salvador es el Redentor de la humanidad y el que efectuó la Expiación; hace un constante hincapié en que Él es la figura central del plan de salvación de Dios. Este registro divino convierte a las personas a su mensaje y a Su Iglesia, institución que lo enseña.
Me ha maravillado la sabiduría de Dios en sacar a luz ese antiguo registro de la forma en que lo hizo, ya que se ha convertido también en el poderoso testimonio de la misión divina de José Smith. El domingo 28 de noviembre de 1841, el profeta José Smith escribió: “Pasé el día [en concilio] en casa del presidente [Brigham] Young, hablando con los Doce Apóstoles y tratando con ellos varios temas. Estuvo presente el hermano [Joseph] Fielding, después de estar ausente cuatro años por motivo de su misión en Inglaterra. Declaré a los hermanos que el Libro de Mormón era el más correcto de todos los libros sobre la tierra, y la clave de nuestra religión; y que un hombre se acercaría más a Dios por seguir sus preceptos que los de cualquier otro libro” ( Enseñanzas del Profeta José Smith, págs. 233–234).
José Smith fue preordenado para ser el líder debidamente señalado de ésta, la más grande y última de todas las dispensaciones. Tras la visita del ángel Moroni, otros mensajeros celestiales confirieron sobre José la autoridad del santo sacerdocio, llaves divinas, poder y revelaciones de Dios.
No sólo se organizó la Iglesia bajo inspiración y dirección divina, sino que se reveló toda la doctrina necesaria para guiarla. Una vez más la fe y la luz estaban al alcance del hombre para disipar las tinieblas que cubrían la tierra. José Smith, tras buscar al Autor de la Verdad y recibir instrucción de Él, aprendió que:
-
Dios tiene la forma de un hombre cuya gloria no admite descripción.
-
Tiene voz; habla.
-
Es considerado y amable.
-
Contesta las oraciones.
-
El Hijo obedece al Padre y es el Mediador entre Dios y los hombres.
-
“El Padre tiene un cuerpo de carne y huesos, tangible como el del hombre; así también el Hijo; pero el Espíritu Santo no tiene un cuerpo de carne y huesos, sino que es un personaje de Espíritu” (D. y C. 130:22).
Aunque las Escrituras antiguas hacen alusión a los templos y al bautismo por los muertos, José Smith fue el primero al que se le reveló el propósito de los templos y la salvación universal —incluso la de aquellos que han fallecido sin haber recibido un conocimiento del Evangelio—, así como el convenio del matrimonio eterno y el sellamiento del hombre y la mujer como los cimientos de la exaltación.
Al escribir sobre la primera conferencia de la Iglesia celebrada en junio de 1830, José Smith habló de la gran felicidad de “hallarnos embarcados en el mismo orden de cosas que observaron los santos apóstoles de la antigüedad” ( History of the Church, tomo I, pág. 85).
Un Profeta del Señor
La Iglesia comenzó a florecer bajo la inspiración del Dios Todopoderoso. La promesa del Señor respecto a que “una obra maravillosa está a punto de aparecer” se estaba cumpliendo de forma milagrosa (véase D. y C. 4:1). El mensaje del Evangelio se extendió con rapidez; el espíritu misional conmovía los corazones; se leía el Libro de Mormón y decenas, después centenas y millares de personas se unieron a la Iglesia. El Señor, hablando por boca de José, proclamó:
“Porque, en verdad, la voz del Señor se dirige a todo hombre, y no hay quien escape; ni habrá ojo que no vea, ni oído que no oiga, ni corazón que no sea penetrado…
“Lo débil del mundo vendrá y abatirá lo fuerte y poderoso, para que el hombre no aconseje a su prójimo, ni ponga su confianza en el brazo de la carne;
“sino que todo hombre hable en el nombre de Dios el Señor, el Salvador del mundo…
“para que la plenitud de mi evangelio sea proclamada por los débiles y sencillos hasta los cabos de la tierra, y ante reyes y gobernantes” (D. y C. 1: 2, 19–20, 23).
Los políticos comenzaron a preocuparse por este fenómeno nuevo. Surgieron enemigos y la vida del Profeta empezó a correr peligro. Tras meses de escarcelamiento en la oscura y húmeda mazmorra conocida como la cárcel de Liberty, un desanimado José clamó al Señor:
“Oh Dios, ¿en dónde estás? ¿y dónde está el pabellón que cubre tu morada oculta?
“¿Hasta cuándo se detendrá tu mano, y tu ojo… contemplará desde los cielos eternos los agravios de tu pueblo y de tus siervos…?
“Sí, oh Señor, ¿hasta cuándo sufrirán estas injurias y opresiones ilícitas, antes que tu corazón se ablande y tus entrañas se llenen de compasión por ellos?” (D. y C. 121:1–3).
Entonces, un Salvador amoroso contestó y prometió a José:
“Los extremos de la tierra indagarán tu nombre, los necios se burlarán de ti y el infierno se encolerizará en tu contra;
“en tanto que los puros de corazón, los sabios, los nobles y los virtuosos buscarán consejo, autoridad y bendiciones de tu mano constantemente.
“El testimonio de traidores nunca volverá a tu pueblo en contra de ti.
“…se te estimará con honor… tu voz será más terrible entre tus enemigos que el león feroz, a causa de tu rectitud, y tu Dios te amparará para siempre jamás” (D. y C. 122:1–4).
Durante su última alocución pública a una gran congregación en Nauvoo, José dijo:
“No doy importancia a mi propia vida. Estoy listo para ser ofrecido en sacrificio por este pueblo, porque ¿qué pueden hacer nuestros enemigos? Sólo pueden matar el cuerpo, y ahí se termina su poder. Manteneos firmes, amigos míos; no retrocedáis. No procuréis salvar la vida, porque aquel que tema morir por la verdad perderá la vida eterna…”
“Dios os ha probado; sois un pueblo bueno, de ahí que os amo con todo mi corazón. Nadie tiene mayor amor que éste, que uno ponga su vida por sus amigos. Habéis estado a mi lado en los momentos de dificultad y yo estoy dispuesto a sacrificar mi vida para salvar la vuestra” ( History of the Church, tomo VI, pág. 500).
Esta declaración resulta aún más notable si se tiene en cuenta que el Profeta se encontraba todavía en los albores de la vida, pues sólo tenía 38 años; y a pesar de la grandeza que había adquirido, aún no se lograba el pleno potencial de sus poderes mentales y espirituales. La vida le era preciosa con todas las posibilidades de logros futuros, pero aún así estaba dispuesto a entregarla.
“Un profeta”, escribió Truman Madsen, “es alguien que, al cumplir con su misión, padece gran sufrimiento, pero pese a todo ello, se muestra radiante; en pocas palabras, un profeta es un santo” ( Joseph Smith Among the Prophets, 1965, pág. 21).
“Si se hubiera preservado a [José Smith] del destino de un mártir hasta estar bien entrado en años”, dijo el élder Parley P. Pratt, del Quórum de los Doce Apóstoles, “ciertamente habría desarrollado los poderes y la habilidad para influir aún más en el mundo en muchos aspectos” ( Autobiography of Parley P. Pratt, 1985, pág. 32).
Podemos examinar cualquier momento de la vida de José Smith y hallar sufrimiento, tanto en la de él como en la de los discípulos que le rodeaban.
“Sé Paciente En las Aflicciones”
La Iglesia se estaba convirtiendo, tal y como dicen las Escrituras, en una piedra cortada del monte no con mano, que rueda hasta llenar toda la tierra (véase Daniel 2:44–45; D. y C. 65:2). A los dirigentes políticos les preocupaba su avance y su extensión, como podemos observar en los cargos ilegales que se dictaron, en los documentos y las citaciones judiciales que se publicaron y en los vigilantes que se congregaron en Carthage, donde se encontraban las oficinas administrativas del condado. Allí debían presentarse José y Hyrum para responder ante las acusaciones hechas contra ellos.
Cuando el día 24 de junio José Smith partió de Nauvoo en dirección a Carthage, contempló por última vez la ciudad y el magnífico templo que casi estaba terminado; sabía que jamás volvería a verlo.
“Sé paciente en las aflicciones”, se le había dicho, “porque tendrás muchas” (D. y C. 24:8). Posteriormente dijo que la adversidad se había convertido en “lo más natural para mí” (véase D. y C. 127:2) y “que no ha hecho sino acercarme más a la Deidad” (citado por B. H. Roberts en The Gospel and Man’s Relationship to Deity, 1965, pág. 279). El presidente Brigham Young (1801–1877) dijo que si José hubiera vivido 1.000 años sin sufrir persecuciones, no habría sido tan perfecto como lo era a los 38 años (véase Deseret News, 3 de agosto de 1854, pág. 72).
El profeta José Smith declaró las siguientes palabras proféticas a las personas que le acompañaban a Carthage: “…Voy como cordero al matadero; pero me siento tan sereno como una mañana veraniega; mi conciencia se halla libre de ofensas contra Dios y contra todos los hombres… Y AÚN SE DIRÁ DE MÍ: FUE ASESINADO A SANGRE FRÍA” (D. y C. 135:4).
¿Por qué no regresó? Tenía tiempo para huir; aún no había caído en manos de sus enemigos. Había amigos a su alrededor que morirían por él si fuera necesario. Algunos le sugirieron que cruzara al otro lado del río Misisipí, donde estaría a salvo, pero él prosiguió hacia Carthage.
José debió haber recordado algunos de los peligros por los que había pasado, como aquella noche de invierno en la que una chusma irrumpió en su casa y, profiriendo maldiciones y palabras soeces, lo arrancaron de la cabecera de su esposa e hijos enfermos y lo llevaron afuera, estrangulándole hasta que perdió el conocimiento. Cuando volvió en sí, le arrancaron las ropas y cubrieron su cuerpo desnudo de la cabeza a los pies con una capa de brea y plumas, y le obligaron a abrir la boca para llenarla con la misma sustancia, para luego abandonarle sobre el terreno helado para que muriera a causa del frío y la intemperie.
Cabalgando hacia Carthage, tal vez haya recordado la ocasión en Misuri en la que él y algunos de los hermanos fueron traicionados para caer en manos de sus enemigos. El líder del populacho convocó un juicio; José y sus compañeros fueron juzgados, hallados culpables y sentenciados a ser fusilados a la mañana siguiente, a las ocho en punto, en la plaza pública de Far West. Una disputa que surgió entre los integrantes del populacho fue lo que les salvó.
Se les llevó de un lugar a otro y se les expuso ante la muchedumbre que se burlaba de ellos y decía a los santos que jamás volverían a ver a sus líderes. Mas José animó a sus compañeros de prisión anunciándoles que ninguno de ellos padecería la muerte.
“Sed de buen ánimo, hermanos”, dijo, “pues la palabra del Señor llegó hasta mí anoche diciendo que nuestras vidas nos serían preservadas… que a ninguno se le quitaría la vida” (citado en Autobiography of Parley P. Pratt, pág. 164; cursiva en el original).
Mientras José meditaba en aquellos angustiosos meses de encarcelamiento en Misuri, debe haber recordado la noche en la que, confinado en el calabozo, amonestó a los guardias. Él y sus compañeros intentaban conciliar el sueño, pero los mantenían despiertos las terribles blasfemias y las obscenas burlas de sus carceleros, quienes relataban los terribles hechos de robos y asesinatos que habían cometido entre los mormones. No se trataba de alardes falsos, pues aquellas terribles atrocidades habían ocurrido en realidad. De repente, José se puso de pie y con una voz que pareció estremecer el edificio mismo, gritó: “¡SILENCIO!, demonios del abismo infernal! En el nombre de Jesucristo os increpo y os mando callar. ¡No viviré ni un minuto más escuchando semejante lenguaje! ¡Cesad de hablar de esa manera, o vosotros o yo moriremos EN ESTE MISMO INSTANTE!” (citado en Autobiography of Parley P. Pratt, pág. 180; cursiva en el original; véase también La historia de la Iglesia en la dispensación del cumplimiento de los tiempos: Religión 341–343, pág. 235).
El efecto debió haber sido repentino y estremecedor, ya que algunos le pidieron perdón mientras que otros se escabulleron a los oscuros rincones de la cárcel para ocultar su vergüenza.
El poder de Jesucristo, cuyo nombre había invocado en su amonestación, estaba sobre él. Tenía las manos y los pies encadenados, pero los guardas no se fijaron en eso; vieron sólo la justa ira en su rostro resplandeciente y percibieron el poder divino en su voz mientras los amonestaba.
Pero si la voz de José fue terrible como el rugido del león al amonestar a los inicuos, fue suave como la voz de una madre al consolar a los justos. En ese mismo nombre y por la misma autoridad con la que silenció las blasfemias de los guardas, había bendecido a niños pequeños, bautizado a pecadores arrepentidos, conferido el Espíritu Santo, sanado a los enfermos y dado palabras de aliento y consuelo a miles de personas.
“¿Tiene Miedo de Morir?”
El trayecto desde Nauvoo terminó a medianoche. José y sus compañeros entraron en Carthage y su destino quedó sellado. Sus enemigos habían aguardado la llegada con gran ansiedad, pero el gobernador, que estaba presente, persuadió al populacho para que se dispersara aquella noche, prometiéndoles que quedarían plenamente satisfechos.
Al día siguiente, tras una primera audiencia, José quedó libre bajo fianza, mas volvió a ser arrestado con un falso cargo de traición. Se denegó la fianza y tanto José como Hyrum fueron llevados a la cárcel de Carthage.
La última noche de la vida de José en la tierra, él expresó un poderoso testimonio de la divinidad del Libro de Mormón a los guardas y a otras personas que se habían congregado en la puerta de la cárcel; también les declaró que se había restaurado el Evangelio y que el reino de Dios se había establecido en la tierra. Fue por ese motivo que lo metieron en la cárcel, y no por violar ley alguna de Dios ni de los hombres.
Bien entrada la noche, los prisioneros intentaron descansar. Al principio José y Hyrum ocuparon la única cama que había en la celda, pero un disparo durante la noche y cierto tumulto llevaron a los amigos de José a insistir en que él se colocara entre ellos, sobre el suelo. Ellos le protegerían con sus propios cuerpos. José pidió a John S. Fullmer que utilizara su brazo a modo de almohada mientras conversaban; luego se volvió hacia Dan Jones, que estaba al otro lado, y le susurró: “¿Tiene miedo de morir?”, a lo que este gran amigo respondió: “¿Cree que ya ha llegado la hora? Embarcado en semejante causa, no creo que la muerte se vea muy horrorosa”.
José contestó: “Usted aún verá Gales y antes de morir cumplirá la misión que le ha sido señalada” ( History of the Church, tomo VI, pág. 601).
Al día siguiente, el fatídico 27 de junio de 1844, todos, con excepción de dos de los amigos de José, se vieron obligados a abandonar la prisión, de tal modo que sólo quedaron cuatro miembros de la Iglesia: José, Hyrum y dos de los apóstoles, quienes durante el día se ofrecieron a morir por él. Pasaron el día escribiendo cartas a sus esposas, conversando sobre los principios del Evangelio y cantando. Entre las tres y las cuatro de la tarde, el Profeta pidió al élder John Taylor que cantara el himno “Un pobre forastero”.
Esa consoladora melodía contiene en cada una de sus estrofas el espíritu del mensaje de Cristo. Sólo una persona que amara a su Salvador y a su prójimo habría pedido escuchar tales palabras en semejante ocasión.
Cuando el élder Taylor hubo concluido de cantar, los ojos del Profeta estaban llenos de lágrimas, y dijo: “John, ¿quisiera cantar esa canción otra vez?” (citado por Claire Noall en Intimate Disciple: A Portrait of Willard Richards, Apostle to Joseph Smith—Cousin of Brigham Young, 1957, pág. 440).
John “contestó que no tenía ánimos para cantar, que le oprimía el presentimiento de que el desastre se avecinaba” (George Q. Cannon, Life of Joseph Smith the Prophet, 1986, pág. 524).
“Se sentirá mejor una vez que comience a cantar, y también yo”, contestó José (citado por Noall, en Intimate Disciple, pág. 440).
Hyrum también le suplicó que repitiera la canción, y el élder Taylor accedió.
Esta ocasión su voz sonaba aún más triste y tierna que la primera vez, y cuando terminó, todos permanecían en silencio, mas cuatro corazones latían con más rapidez, ya que habían oído claramente las fatídicas palabras:
En prueba de mi amistad
me suplicó por él morir;
la carne quiso rehusar,
más mi alma libre dijo “¡Sí!”.
(Himnos, Nº 16)
Los otros tres oyeron a José murmurar a modo de eco de la canción: “¡Sí! Lo haré”.
El amor de Cristo estaba en la canción; el amor del hombre se hallaba en aquel cuarto de la cárcel de Carthage.
Mientras el espíritu de amor y servicio a los hombres expresado en aquella canción y oración embargaba el corazón de todos los presentes en la cárcel, el populacho se estaba congregando. Ustedes ya conocen los detalles finales.
Sólo el Amor Engendra Amor
Cuando las noticias del terrible crimen llegaron a Nauvoo, sus ciudadanos se vieron abrumados por el dolor y el horror. La ciudad no había conocido un pesar semejante. El cálido sol de verano los dejó fríos y helados. Su profeta y su patriarca estaban muertos. ¿Qué más importaba ya?
Cuando los carromatos que transportaban los cuerpos estaban todavía a gran distancia, toda la población de Nauvoo salió a su encuentro. No se podía rendir un tributo mayor que el que se rindió en aquella ocasión a José y a Hyrum Smith. Ese amor universal que emanaba de aquellos que mejor les conocieron jamás se lo habrían podido ganar hombres egoístas y conspiradores. Sólo el amor engendra amor. Cuando en una ocasión se le preguntó a José cómo había conseguido tener y retener a tantos seguidores, contestó: “Se debe a que poseo el principio del amor. Todo lo que puedo ofrecer al mundo es un buen corazón y una buena mano” ( History of the Church, tomo V, pág. 498).
Sariah Workman, una de las primeras emigrantes, escribió: “Siempre que estaba en su presencia percibía una influencia divina” (en “Joseph Smith, the Prophet”, Young Woman’s Journal, diciembre de 1906, pág. 542).
John Taylor, que resultó herido en Carthage y más tarde llegó a ser profeta, dijo de él: “José Smith, el Profeta y Vidente del Señor, ha hecho más por la salvación del hombre en este mundo, que cualquier otro que ha vivido en él, exceptuando sólo a Jesús. En el breve espacio de veinte años ha sacado a luz el Libro de Mormón, que tradujo por el don y el poder de Dios, y lo ha hecho publicar en dos continentes; ha enviado la plenitud del evangelio sempiterno, que el libro contiene, a los cuatro ángulos de la tierra; ha publicado las revelaciones y los mandamientos que integran este libro de Doctrina y Convenios, así como muchos otros sabios documentos e instrucciones para el beneficio de los hijos de los hombres; ha congregado a muchos miles de los Santos de los Últimos Días; ha fundado una gran ciudad y ha dejado un nombre y una fama que no pueden fenecer. Vivió grande y murió grande a los ojos de Dios y de su pueblo; y como la mayoría de los ungidos del Señor en tiempos antiguos, ha sellado su misión y obras con su propia sangre” (D. y C. 135:3).
Expreso mi amor y testimonio de que Dios, nuestro Padre, vive, que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente, que fue crucificado por los pecados del mundo para “limpiarlo de toda iniquidad; para que por medio de él fuesen salvos todos” (D. y C. 76:41–42). Él es nuestro Redentor, nuestro Señor, nuestro Rey. Su reino se ha establecido nuevamente en la tierra. En el año 1820, Dios, nuestro Padre Eterno, y Su Hijo, Jesucristo, se aparecieron a José Smith, quien fue preordenado para ser el instrumento de la Restauración, la cual es La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Esta Iglesia, mediante la dirección divina, está preparando al mundo para Su segunda venida, pues Él volverá otra vez. Esto lo declaro humildemente en Su santo nombre.