¿Por qué se preservó mi vida?
Al remontarme a las experiencias de mi infancia en Cuba, había un recuerdo que siempre sobresalía. Podía recordar de forma vívida a mi amado hermano menor, Raúl, cuando estuvo enfermo. Podía ver a mi madre cuidándole, llorando a menudo desconsolada, y a mi abuela que con desesperación buscaba ayuda. Podía ver a toda la familia alrededor de su cama, llorando. Siempre me parecía contemplar el dolor de mi hermano y las lágrimas de mi familia como si me encontrara en algún punto elevado. Por alguna razón, esa escena permanecía en mi recuerdo, pero jamás hablé de ella.
Cuando tenía diez años, mi madre falleció, dejando cinco hijos. Lamenté su muerte, pero fue todavía más doloroso el contemplar cómo nos separaron, a mí y a mis hermanos y hermanas. Nadie quería hacerse cargo de todos nosotros, por lo que cada pareja de abuelos se llevó a dos de los hijos, y la hermana de mi padre se hizo cargo de nuestro hermano menor, Orlando. Debido a mi actitud rebelde, terminaron por enviarme a una escuela para huérfanos, donde crecí triste, sola y amargada.
Cuando cumplí dieciséis años, comencé a buscar a mis hermanos y hermanas, pero sólo encontré a tres de ellos, pues Orlando se había mudado con mi tía a los Estados Unidos. Posteriormente, al poco tiempo de haberle localizado, Raúl se electrocutó mientras aprendía el oficio de electricista.
Abatida por la pérdida, confié a mi abuela el recuerdo que tenía de la enfermedad de Raúl. Mi abuela me preguntó: “¿De qué estás hablando? Raúl no estuvo enfermo; fuiste tú. Una noche te pusiste tan enferma que el médico te dio por muerta. Estábamos muy desesperados y lloramos sobre tu lecho. Jamás supimos por qué tú corazón empezó a latir de nuevo”.
Estaba tan sorprendida que no le pude preguntar más datos a mi abuela, pero las preguntas sobre el significado de la vida comenzaron a atormentarme: ¿Por qué se había preservado mi vida? ¿Qué se esperaba que hiciera? ¿Qué significaba todo eso?
Diez años más tarde me mudé a los Estados Unidos, donde hallé a mi hermano, Orlando. Pero aún tenía que encontrar respuestas a mis preguntas. Empecé a buscar respuestas en diversas iglesias, y aunque cada una contribuyó con una cosa u otra, ninguna tenía todas las respuestas que necesitaba. Oré para que Dios me ayudara a descubrir la verdad.
Entonces un día, en la primavera de 1986, los misioneros Santos de los Últimos Días llegaron a mi casa y respondieron a cada una de mis preguntas. Al estudiar el Libro de Mormón, se me llenaban los ojos de lágrimas por el testimonio que tenía de su veracidad. Me bauticé en julio y poco más de un año después, hice los preparativos para que se realizara el bautismo vicario de Raúl en el templo. Entonces, tanto él como yo, fuimos sellados a nuestros padres para siempre.
El encontrar el Evangelio ha cambiado mi vida. Rodeada de mis hermanos y hermanas en el Evangelio, no he vuelto a sentirme sola. Entiendo que mi vida tiene un propósito y que, si confiamos en el Señor, el dolor puede servir para enseñarnos y fortalecernos.
Hallo gozo en la idea de que hay miembros de mi familia que me esperan al otro lado del velo. Sé que algún día mi espíritu dejará este cuerpo una vez más, pero también sé que gracias a Jesucristo, mi cuerpo y mi espíritu volverán a reunirse para siempre y podré vivir con Él y con mi familia por la eternidad.
María MacPherson es miembro del Barrio Elkhorn, Estaca Milwaukee, Wisconsin.