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Los profetas saben de milagros
En memoria de Gordon B. Hinckley


Los profetas saben de milagros

Buenos días, hermanos y hermanas. Hermana Pearce, mientras usted hablaba con tanta ternura de su padre, recordé las palabras que él pronunció en la conferencia general de octubre de 2004. Él dijo: “¿Amo yo, como padre, menos a mis hijas que a mis hijos? No. Si es que soy culpable de algún tipo de parcialidad, es a favor de mis niñas. Siempre he dicho que al llegar un hombre a la vejez, mejor que tenga hijas a su alrededor. Ellas son nobles, buenas y atentas. Creo que puedo decir que mis hijos varones son capaces y sensatos y que mis hijas son inteligentes y bondadosas, y ‘mi copa está rebosando’ (Salmos 23:5) a causa de ello” (“Las mujeres en nuestra vida”, Liahona, noviembre de 2004, pág. 85).

Virginia, usted y sus hermanos, junto con los nietos, están, en forma colectiva, en la cúspide de los muchos logros terrenales de su padre y su madre, que justificadamente los aman y están orgullosos de ustedes. Rogamos que las entrañables misericordias del Señor sean derramadas sobre cada uno de ustedes en estos momentos de separación.

Cuando se me informó de su fallecimiento, por no estar preparado emocionalmente, me encontré de pie en una habitación oscura con lágrimas de tristeza rodando por mi rostro, que pronto cambiarían a dulces lágrimas de gozo. Sospecho que muchos de ustedes experimentaron ese mismo vaivén emocional.

Los jóvenes de la Iglesia sienten gran afinidad por el presidente Hinckley. Él ha sido su profeta la mayor parte de sus vidas. Era su héroe. Como dicen ellos: ¡él era genial! Él llegaba a ellos. Por causa de él, saben lo que significa “esforzarse un poco más”, “poner su mejor esfuerzo”, “elevar el nivel”, y conocen sus seis consejos: “sean agradecidos, sean inteligentes, sean limpios, sean verídicos, sean humildes y sean dedicados a la oración”.

A los pocos minutos del fallecimiento del presidente Hinckley, cientos de miles de jóvenes enviaban mensajes de texto alrededor del planeta comunicando sentimientos de pesar y de vacío; y aún siguen las sugerencias de vestirse con ropa de domingo para ir a la escuela junto con las expresiones de respeto y amor. Gracias, queridos jóvenes; ustedes han dado el ejemplo de cómo honrar y elogiar a nuestro amado profeta.

El obispo Edgely, el obispo McMullin y yo hemos recibido instrucción semanalmente de nuestro amado profeta y sus fieles consejeros. Estábamos presentes cuando se le avisó al presidente Hinckley que el presidente Howard W. Hunter había fallecido. Advertimos la expresión en su rostro cuando recibió el aviso. Nos dimos cuenta y fuimos testigos del manto del Apóstol de más antigüedad que descansó firmemente sobre sus hombros. Hemos tenido el privilegio de “poner en marcha” muchos de sus proyectos inspirados. Gracias, presidente Hinckley, por su amor, su confianza, su dirección y su inspiración.

Los medios de difusión han descrito bien los logros del presidente Hinckley. Cada uno de los profetas de los últimos días nos ha dejado un legado singular. Cuando pienso en el presidente McKay, pienso en la familia y en su gran amor por su amada Emma Ray. En el caso del presidente Smith, su conocimiento de la doctrina y del Evangelio viene prestamente a la mente. Para mí, el presidente Lee representa la compasión y la correlación. El presidente Kimball connota el arrepentimiento y el conceder el sacerdocio a todo varón digno. El presidente Benson me hace pensar en su amonestación de cuidarnos del orgullo y su consejo de estudiar el Libro de Mormón. Para el presidente Hunter, era sumamente importante ser digno de ir al templo. Para el presidente Hinckley, hay tantos logros importantes; quizás, con el paso del tiempo, podremos enumerarlos todos.

Una de las últimas reuniones que dirigió el presidente Hinckley fue la de la Mesa Directiva del Fondo Perpetuo para la Educación. Cuando se repasó la situación del fondo, el presidente Hinckley exclamó: “Esto es asombroso”. Y tras una breve pausa, dijo: “Es un milagro”. El presidente Hinckley tenía experiencia en cuanto a milagros. Sabía que romper el ciclo de la pobreza en los países en desarrollo era de vital importancia para participar plenamente del evangelio de Jesucristo y de sus bendiciones. Generaciones futuras recibirán bendiciones gracias a este legado.

Una vez asistí a una reunión en la oficina del presidente Hinckley en la que, al terminar, el élder David B. Haight y el presidente Hinckley nos entretuvieron con sus recuerdos. Ambos tenían más de noventa años y comenzaron una sesión con la frase: “¿Recuerdas cuando…?”.

Después de compartir algunos recuerdos, el élder Haight preguntó: “Presidente Hinckley, ¿cuántos templos ha dedicado, o cuántas veces ha participado en la dedicación o en la rededicación de un templo?”. El presidente Hinckley comenzó a nombrar cada uno de los 47 templos en funcionamiento. Recuerdo que había participado en la dedicación de 30 de los 47. Entonces dijo: “Cómo me encantaría estar vivo cuando se dedique el templo número 100”. Más tarde repitió esa declaración a las Autoridades Generales en el templo. No tardó en desear que hubiera 100 templos en funcionamiento antes de comenzar el nuevo siglo, en enero de 2001. Para el año 1998, había cincuenta y un templos en funcionamiento. En 1999, se dedicaron quince más; y en 2000, treinta y cuatro, siendo el Templo de Boston el número 100. Este mes, se dedicará el templo número 125 en Rexburg, Idaho. ¿Un milagro? ¡Ya lo creo! Los profetas saben de milagros.

El 24 de julio de 1997, el presidente Hinckley dio la palada inicial de este Centro de Conferencias. Al describir este edificio en la conferencia general de octubre de 1998, dijo lo siguiente: “Será principalmente una casa de adoración; pero también será un lugar para el arte: habrá conciertos y otros acontecimientos públicos edificantes, valiosos y espirituales… Constituirá un obsequio para el Maestro, cuyo nacimiento conmemoraremos en esa temporada” (“Bienvenidos a la conferencia”, Liahona, enero de 1999, págs. 4–5).

Al ir progresando la construcción, el Obispado Presidente preguntó los deseos del presidente Hinckley en cuanto a las especificaciones. Él quería que el material del exterior fuese de granito del Cañón Little Cottonwood. Muchos años antes, Brigham Young lo había descrito como el material más fino de las Montañas Rocosas. Al encontrar obstáculos con la excavación del granito, preguntamos a la Primera Presidencia si consentiría en que se utilizara otro material. Se nos dijo de manera cortés pero firme, que si nos dedicáramos a la oración y fuésemos persistentes, se abriría el camino. En resumen, ¡eso hicimos! y ¡lo logramos! Ruego que este legado perdure como monumento a su visión.

El presidente Hinckley estrechó relaciones con la comunidad. El señor Keith Rattie, Oficial Ejecutivo de la compañía Questar, dijo esta semana: “Hace algunos años, la comunidad empresarial honró al presidente Hinckley como un ‘Gigante de nuestra ciudad’. En verdad fue mucho más que eso; fue un gigante de todo el mundo”. Lane Beattie, presidente de la Cámara de Salt Lake, dijo: “En parte, la energía que demostró en su servicio, su amor a la vida y su dedicación a la bondad nos transformó y contribuyó al mejoramiento de este mundo” (“Standing Tall for Our Community: Statement on President Hinckley’s Passing”, www.saltlakechamber .org/newsroom/position-statements). ¿Un gigante? Sí, ¡un gigante profético!

¿Qué recordaremos acerca de este amado profeta, y cuál será su legado perdurable? Hay mucho que recordar y muchos logros que enumerar, pero yo recordaré sus casi 50 años de servicio devoto y fiel como apóstol, profeta, vidente y revelador. Él testificó de Cristo en todos los continentes poblados, en pequeños pueblos y en grandes ciudades, de pie sobre cajas en Hyde Park y a través de grandes redes electrónicas. Él ofreció esperanza a los pobres y cansados, y consejo a los que debían esforzarse un poco más por servir a su prójimo.

El primer himno fue una composición de dos jóvenes que sirvieron como compañeros de misión. Más adelante, ambos sirvieron como Autoridades Generales. La música fue compuesta por el élder G. Homer Durham, y la letra por el presidente Gordon B. Hinckley. El texto expresa el testimonio firme y vibrante del presidente Hinckley:

Yo sé que vive mi Señor,

el Hijo del eterno Dios;

venció la muerte y el dolor,

mi Rey, mi Luz, mi Salvador.

Él vive, roca de mi fe,

la luz de la humanidad.

El faro del camino es,

destello de la eternidad.

Oh, dame siempre esa luz,

la paz que sólo tú darás,

la fe de andar en soledad,

camino a la eternidad.

(“Vive mi Señor”, Himnos, 74).

Hermanos y hermanas, que todos sigamos el consejo que solía expresar, de “dar nuestro máximo esfuerzo” y de “esforzarnos un poco más”. Ustedes, familiares, con dignidad y discreción han tolerado bien el sacrificio de compartir a su padre con todos nosotros. Acepten nuestro agradecimiento. Ruego que Dios consuele, bendiga y guarde a cada uno de ustedes hasta que vuelvan a encontrarse con él. En el sagrado nombre de nuestro Salvador y Redentor, sí, Jesucristo. Amén.