¡Recuerden quiénes son!
No hay nada más bello que una mujer joven que, como resultado de ser virtuosa, resplandece con la luz del Espíritu, se siente segura de sí misma y es valiente.
Somos hijas de nuestro Padre Celestial; Él nos ama y nosotras lo amamos a Él1. Me siento humilde y agradecida de estar en la presencia de ustedes. El Señor me ha bendecido con un claro entendimiento de quiénes son y la razón por la que están en la tierra en esta época. El Señor las ama y sé que ustedes lo aman a Él; lo veo en su rostro, en su modestia, en su deseo de escoger lo correcto y en su cometido de permanecer virtuosas y puras.
Juntas hemos compartido muchos momentos especiales y espirituales. Hemos expresado nuestro testimonio alrededor de hogueras de campamento, en capillas y en charlas fogoneras. Hemos sido reconfortadas por el fuego de nuestra fe. Hemos escalado montañas y desplegado estandartes dorados —desde Brasil hasta Bountiful— expresando el cometido en lo profundo de nuestro corazón de permanecer virtuosas y de ser siempre dignas de entrar en el templo. Hemos orado, leído el Libro de Mormón y sonreído cada día y, junto con nuestras madres, abuelas y líderes, estamos trabajando en nuestro Progreso Personal. ¡Y apenas comenzamos!
Ésta es una época maravillosa para estar en la tierra y ser una mujer joven. Nuestra visión sigue siendo la misma; es la de ser dignas de hacer y cumplir convenios sagrados y recibir las ordenanzas del templo. ¡Ésa es nuestra meta excepcional! Por lo tanto, seguiremos guiando al mundo en el regreso a la virtud: el regreso a la castidad y a la pureza moral. Seguiremos haciendo todo lo que esté a nuestro alcance por ayudarnos unas a otras a “[permanecer] en lugares santos”2 y a recibir el Espíritu Santo, reconocerlo y confiar en él.
Seguiremos hablando de Cristo y regocijándonos en Cristo, para que cada una de nosotras sepa a qué fuente hemos de acudir para la remisión de nuestros pecados3. Y sí, seguiremos firmes a pesar de las tormentas que rugirán a nuestro alrededor, porque sabemos y testificamos que “…es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, que [debemos] establecer [nuestro] fundamento… un fundamento sobre el cual, si [edificamos], no [caeremos]”4.
El consejo que el Señor le dio a Josué es el que hoy les da a ustedes, la “juventud bendita”5. “…te mando que te esfuerces y seas valiente; no temas ni desmayes, porque Jehová tu Dios estará contigo dondequiera que vayas”6. ¡No están solas! Aunque sean las únicas personas miembros de la Iglesia en su escuela o en su grupo de amistades, o incluso en su familia, no están solas. Pueden confiar en la fortaleza del Señor. Como Josué les dijo a los israelitas: “Santificaos, porque Jehová hará mañana maravillas entre vosotros”7. Ése fue el llamado de Josué de regresar a la virtud, y es el mismo que se nos hace hoy. Simplemente no podemos hacer la obra para la que se nos ha reservado y preparado, a menos que tengamos acceso a la fortaleza y la seguridad en nosotras mismas que provienen del vivir una vida virtuosa.
Ustedes son jovencitas de gran fe; trajeron esa fe consigo al venir a la tierra. Alma nos enseña que en los reinos preterrenales ustedes demostraron “fe excepcional y buenas obras”8, y lucharon con fe y testimonio para defender el plan que Dios presentó. Sabían que el plan era bueno y sabían que el Salvador haría lo que dijo que haría, ¡porque lo conocían! Ustedes se pusieron del lado de Él y esperaron ansiosas la oportunidad de venir a la tierra. Sabían lo que se esperaría de ustedes; sabían que sería difícil y, sin embargo, confiaban no sólo en que podrían lograr su misión divina, sino que podrían tener un impacto. Ustedes son “espíritus selectos que fueron reservados para nacer en el cumplimiento de los tiempos, a fin de participar en la colocación de los cimientos de la gran obra de los últimos días, incluso la construcción de templos y la efectuación en ellos de las ordenanzas”9.
Y ahora están aquí para hacer lo que han sido reservadas y preparadas para hacer. Al mirarlas esta noche, ¡me pregunto si así se habrían visto las novias de los jóvenes guerreros de Helamán! Con razón Satanás ha intensificado sus ataques contra la identidad y la virtud de ustedes. Si logra abatirlas, desanimarlas, distraerlas, retrasarlas o incapacitarlas para que no sean dignas de recibir la guía del Espíritu Santo o de entrar en el santo templo del Señor, él gana.
Mujeres jóvenes de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, ¡recuerden quiénes son! Son elegidas; son hijas de Dios. No pueden ser una generación de mujeres jóvenes que sólo se contenten con “ser parte del grupo”; deben tener el valor de destacar, de levantarse y brillar, para que su luz sea un estandarte a las naciones10. El mundo quiere que ustedes crean que no tienen importancia, que están pasadas de moda y que no están al tanto de lo que ocurre a su alrededor. El mundo las llama con voces incesantes y estridentes a que “vivan la vida”, “prueben todo”, “experimenten y sean felices”. Por el contrario, el Espíritu Santo susurra y el Señor las invita a “andar por las sendas de la virtud”, [desechar] las cosas de este mundo” y “[adherirse] a [sus] convenios”11.
Siempre me ha gustado la historia del hijo del Rey Luis XVI de Francia porque él tenía un conocimiento inquebrantable de su identidad. Cuando era joven, fue secuestrado por hombres perversos que habían destronado a su padre, el rey. Esos hombres sabían que si lograban destruirlo moralmente, no heredaría el trono. Durante seis meses lo sometieron a todas las cosas ruines de la vida y, no obstante, él nunca cedió ante la presión. Eso dejó perplejos a los secuestradores quienes, después de hacer todo lo que pudieron, le preguntaron por qué tenía tal entereza moral. Su respuesta fue sencilla. Dijo: “No puedo hacer lo que me piden, ya que nací para ser rey”12.
Así como el hijo del rey, cada una de ustedes ha heredado una primogenitura real; cada una tiene un patrimonio divino. “Son literalmente hijas reales de nuestro Padre Celestial”13. Cada una de ustedes nació para ser una reina.
Cuando asistía a la Universidad Brigham Young, aprendí lo que realmente significa ser una reina. Se me brindó la singular oportunidad, junto con un pequeño grupo de estudiantes, de conocer al profeta, el presidente David O. McKay. Me dijeron que llevara ropa de domingo y que estuviera lista para viajar temprano a la mañana siguiente a Huntsville, Utah, donde vivía el profeta. Jamás olvidaré la experiencia que tuve. Tan pronto como entramos en la casa, sentí el espíritu que allí reinaba. Nos sentamos en la sala, alrededor del profeta. El presidente McKay llevaba un traje blanco y a su lado estaba sentada su esposa. Nos pidió a cada uno que nos acercáramos y le dijéramos algo de nosotros. Al acercarme, me tendió la mano y sostuvo la mía y, al contarle de mi vida y mi familia, me miró profundamente a los ojos.
Al terminar, se reclinó en la silla, tomó la mano de su esposa y dijo: “Ahora bien, jovencitas, quiero que conozcan a mi reina”. Allí a su lado estaba su esposa, Emma Ray McKay. Aunque no llevaba puesta una corona de diamantes centelleantes, ni estaba sentada en un trono, yo sabía que era en verdad una reina. Su cabello cano era su corona, y sus ojos puros brillaban como joyas. Mientras el presidente y la hermana McKay hablaban en cuanto a su familia y a su vida juntos, sus manos entrelazadas dejaban ver su gran amor. Sus rostros irradiaban alegría. La belleza de ella no se podía comprar, ya que provenía de años de procurar los mejores dones, de obtener una buena educación, de buscar conocimiento tanto por el estudio como por la fe; provenía de años de trabajo arduo, de soportar fielmente las pruebas con optimismo, confianza, fortaleza y valor; provenía de su inquebrantable devoción y fidelidad a su esposo, a su familia y al Señor.
Aquel día otoñal en Huntsville, Utah, se me recordó mi identidad divina y aprendí acerca de lo que ahora llamo la “belleza profunda”, la clase de belleza que brilla de adentro para afuera. Es la clase de belleza que uno no se puede pintar, ni se puede crear quirúrgicamente ni comprar; es la clase de belleza que no se quita al lavarse con agua: es el atractivo espiritual. La belleza profunda emana de la virtud; es la belleza de ser castas y moralmente limpias; es la clase de belleza que se aprecia en los ojos de mujeres virtuosas como sus madres y abuelas; es la belleza que se gana mediante la fe, el arrepentimiento y el honrar los convenios.
El mundo pone mucho énfasis en el atractivo físico y quiere que ustedes crean que deben parecerse a la fugaz modelo de la portada de una revista. El Señor les diría que cada una es singularmente bella. Cuando son virtuosas, castas y moralmente limpias, su belleza interior brilla en sus ojos y en su rostro. Mi abuelo solía decir: “Si vives cerca de Dios y de Su gracia infinita, no tienes que mencionarlo, ya que se refleja en tu rostro”14. Cuando son dignas de la compañía del Espíritu Santo, tienen confianza en sí mismas y su belleza interior resplandece. Así que “…deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios… [y el] Espíritu Santo será tu compañero constante”15.
Se nos ha enseñado que “el don del Espíritu Santo… despierta todas las facultades intelectuales, aumenta, ensancha, expande y purifica todas las pasiones y afectos naturales… Inspira virtud, amabilidad, bondad, ternura, gentileza y caridad; desarrolla la belleza de la persona, de la figura y de los rasgos” 16. ¡Ése es un gran secreto de belleza! Es la clase de belleza que observé en la casa de un profeta. Ese día aprendí que la belleza que vi en la hermana McKay era la única belleza que de verdad importa y la única que perdura.
Alma hace una pregunta penetrante que debemos considerar: “¿Habéis recibido su imagen en vuestros rostros?”17.
Recientemente un grupo de mujeres jóvenes visitó mi oficina; al final de la visita, una de ellas confesó, con lágrimas en los ojos: “Nunca había pensado que era bella; siempre me consideré una persona común, pero hoy, al pasar frente al espejo de su oficina, me miré en él ¡y me vi hermosa!” Ella era hermosa porque su rostro brillaba con el Espíritu. Se vio a sí misma como nuestro Padre Celestial la ve; había recibido la imagen de Él en su rostro. Ésa es la “belleza profunda”.
Mujeres jóvenes, mírense en el espejo de la eternidad. ¡Recuerden quiénes son! Véanse a sí mismas como nuestro Padre Celestial las ve. Ustedes son electas; son de noble linaje. No comprometan su patrimonio divino; ustedes nacieron para ser reinas. Vivan de tal manera que sean dignas de entrar en el templo y allí recibir “todo lo que [el] padre tiene”18. Desarrollen la belleza profunda. No hay nada más bello que una mujer joven que, como resultado de ser virtuosa, resplandece con la luz del Espíritu, se siente segura de sí misma y es valiente.
Recuerden que son hijas de nuestro Padre Celestial; Él las ama tanto que envió a Su Hijo para mostrarles la manera de vivir, a fin de que pudieran volver a Él algún día. Les testifico que al acercarse al Salvador, la infinita expiación de Él hace posible que se arrepientan, cambien, sean puras y reciban Su imagen en el rostro. Su Expiación les permitirá ser fuertes y valientes a medida que sigan elevando su estandarte de virtud. Ustedes son de oro; ¡son el estandarte!
Y ahora concluyo con las palabras del Señor a cada una de nosotras, Sus preciadas hijas: “He aquí… eres una dama elegida a quien he llamado”19. “Anda por las sendas de la virtud… [desecha] las cosas [del] mundo… adhiérete a los convenios que has hecho… Guarda mis mandamientos continuamente, y recibirás una corona de justicia”20. De esto doy mi testimonio, en el santo nombre de nuestro Salvador Jesucristo. Amén.