La última Navidad de Linda
J. Audrey Hammer, Utah, EE. UU.
Cuando cursaba el segundo año de mis estudios en la Universidad Brigham Young, nuestro obispado inscribió al barrio en un programa llamado “Sub-for-Santa”, mediante el cual proporcionaríamos regalos de Navidad a una familia necesitada.
Sin embargo, el nombre de nuestro barrio desaparecía una y otra vez de la lista de voluntarios. Se aproximaba la Navidad y todavía no teníamos ninguna familia a la que ayudar. Fue entonces que uno de los consejeros del obispado nos comentó de una familia fuera del programa que podía beneficiarse de nuestra ayuda. Cuando supimos más acerca de esa familia, todos tuvimos la certeza de que debíamos concentrar nuestros esfuerzos en ella.
Linda (se ha cambiado el nombre), que tenía varios hijos varones entre nueve y quince años, había librado una batalla durísima contra el cáncer de mama. Durante el estrés de esa enfermedad, el marido la había dejado. Ella se acababa de mudar de otro estado a Provo, Utah, a fin de empezar a trabajar en un empleo nuevo, pero el trabajo no se concretó.
Cuando conocimos a Linda, de inmediato le dimos cabida en nuestro corazón. Tuvimos la bendición de verla como la veía el Salvador, como un espíritu noble y grande que había sobrellevado muchos retos difíciles. Nunca la consideramos un proyecto, más bien era una amiga eterna. Cada miembro del barrio aportó algo para ayudarla a ella y a sus hijos. Todos éramos jóvenes universitarios y bastante pobres también, pero con gusto aportamos, porque la queríamos.
Linda asistió a la fiesta de Navidad del barrio y, mientras ella estaba allí, varios integrantes del barrio fueron a su apartamento y le llenaron las alacenas y el refrigerador de alimentos. Le decoraron un árbol de Navidad y lo rodearon de regalos para toda la familia. Además, le dejaron cuatro neumáticos nuevos para el automóvil y le pagaron varios meses de alquiler. No estoy seguro de cómo nuestras escasas contribuciones alcanzaron para todo eso, pero supe que el Padre Celestial se había valido de nuestros sacrificios para bendecirla a ella.
Un año después, yo estaba en otro barrio de estudiantes, pero en la época de Navidad regresé a visitar a mi obispado anterior. Me enteré de que el marido de Linda había regresado con su familia y que la economía familiar se había normalizado; pero después, el cáncer reapareció y ella falleció. Me di cuenta de que habíamos ayudado a que Linda celebrase su última Navidad.
Sentí “el amor puro de Cristo” (Moroni 7:47) con tanta fuerza durante esa experiencia que aprendí que la verdadera caridad es un don espiritual inestimable que nos impulsa a actuar como lo haría el Salvador.