Ellos debían cambiar
Cuando me bauticé, mi familia rechazó la Iglesia; en ese momento tenía que decidir cómo reaccionaría cuando el estilo de vida de ellos entrara en conflicto con los principios del Evangelio.
Cuando me bauticé, fui el único miembro de mi familia que aceptó el Evangelio. Tenía 19 años y estaba contento de haberme bautizado, y los hermanos y las hermanas de la Rama I de Pánuco, Veracruz, México, me dieron la bienvenida. También empecé a prepararme para servir en una misión de tiempo completo en cuanto cumpliera el año de ser miembro de la Iglesia. Era maravilloso conocer la Iglesia verdadera, y yo quería compartir el Evangelio con los demás.
Mi padre, mi madrastra (mi madre había fallecido cuando yo tenía 12 años) y mis tres hermanos rechazaron la Iglesia y, desafortunadamente, yo no reaccioné muy bien. Les falté al respeto y no tuve en consideración ni a mi padre ni sus opiniones. Cuando le dije que pronto iba a servir en una misión, él no estuvo muy contento ya que yo dejaría de trabajar, y especialmente porque quizás me iría lejos. A mí me molestaba cada vez que el estilo de vida de mi familia estaba en conflicto con mis principios, como cuando miraban televisión o escuchaban programas de música que yo consideraba que no eran propios para los domingos, o cuando mi padre me llamaba a almorzar en un domingo de ayuno.
Justificaba mi actitud negativa hacia mi familia diciéndome a mí mismo que no estaba haciendo nada malo y que como miembro de la Iglesia debía vivir los principios del Evangelio, aun cuando los miembros de mi familia me molestaran. Me dije a mí mismo que ellos eran los que debían cambiar. Debido a esa forma de razonar, la relación con mi padre no era buena, y empeoró debido a mi actitud y orgullo. Y así continúe, sin preocuparme por el bienestar espiritual de él.
Un día, mientras estudiaba para mi clase de instituto, leí en 1 Nefi 16 acerca de la ocasión en que a Nefi se le rompió el arco de acero y tuvo dificultades para conseguir alimentos. Todos empezaron a murmurar: Lamán y Lemuel, como era costumbre, e incluso su padre, el profeta Lehi. Ante la situación, Nefi hizo un arco y una flecha de madera y le preguntó a su padre a dónde debía ir para conseguir alimento. Su padre oró para recibir guía y el Señor lo reprendió por haber murmurado. Lehi reaccionó favorablemente y retomó su función como líder de la familia y como profeta del Señor. Nefi no juzgó a su padre por ese momento de debilidad, ni tampoco pensó que ya no debía ser profeta, aun cuando Nefi había hablado con el Señor y había recibido visiones.
Al leer y comprender ese relato, inmediatamente pensé en lo mal que me había comportado con mi familia. Me sentí avergonzado por mi actitud —la de creer que yo era mejor que ellos— y me sentí especialmente mal por no tratar a mi padre con respeto. Me sentí triste por no haber considerado el compartir el Evangelio con ellos una prioridad.
No había visto a mi familia como ellos podían llegar a ser; me había centrado sólo en sus debilidades. Desde ese día, mi actitud y comportamiento cambiaron gradualmente. Me esforcé por siempre respetar las opiniones de mi padre a pesar de las muchas veces que no estaba de acuerdo con él. Si me invitaba a almorzar cuando yo estaba ayunando, le decía que lamentaba no poder compartir la comida con él. Ya no me molestaban los programas ni la música que veían o escuchaban los domingos, recordando que ellos aún no habían hecho convenios con nuestro Padre Celestial como yo.
Una mañana, mientras ayudaba a mi padre a preparar la comida, le dije lo mucho que lo quería y cuánto lamentaba mi comportamiento irrespetuoso. Le dije que estaba orgulloso de que él fuera mi padre y que quería tener una relación pacífica con él.
Todo empezó a cambiar; las discusiones comenzaron a disminuir hasta que se acabaron. Aunque pensaba que pasaría mucho tiempo antes de que mi familia se bautizara, su actitud hacia la Iglesia mejoró. Ninguno de esos cambios habría ocurrido si yo no hubiera cambiado primero.
Después de cumplir un año de miembro, serví como misionero en la Misión México Tijuana. Tres meses antes de regresar a casa, recibí una carta en la que decía que mi familia había aceptado el Evangelio y que se iban a bautizar. Cuando regresé, ya pertenecían a la Iglesia.
Durante los 15 años que he sido miembro de la Iglesia, una de las lecciones más grandes que aprendí fue por medio de mi estudio del Libro de Mormón y mediante los hijos de Dios a quienes tenía más cerca: mi familia.