¿En el mundo acaso he hecho hoy a alguno favor o bien?
Experiencias de la vida del presidente Thomas S. Monson
Prestaba servicio con mi esposo, que en ese entonces era el presidente de la Misión Inglaterra Londres Sur, cuando el 18 de junio de 2008 sonó el teléfono. Era el presidente Thomas S. Monson. Empezó a hablar en su acostumbrada forma amigable, un sello característico de su ministerio: “¿Cómo está la misión? ¿Cómo está su familia? ¿Cómo anda la alegre Inglaterra?”, tras lo cual hizo una pausa y dijo: “He estado hablando con Frances, he orado al respecto, y me gustaría que usted escribiera mi biografía”.
De más está decir que me sentí honrada e inmediatamente abrumada. Entonces sugirió que si empezaba a la mañana siguiente, estaría por la mitad del proyecto cuando llegara el momento de regresar a casa. Nos quedaba un año para completar el llamamiento de tres años.
El presidente Monson enseña: “A quien el Señor llama, el Señor prepara y capacita”1; he llegado a apreciar esa promesa.
¿Cómo escribe uno sobre la vida de un profeta? No se comienza en el teclado, sino de rodillas.
Desde un principio reconocí que ésta no sería una biografía típica que detallaría fechas, momentos, lugares y viajes; era la historia de un hombre preparado desde antes de la creación del mundo y que había sido llamado por Dios para “[guiarnos] cómo vivir”2. Una tarea que hace a uno sentirse humilde, es la mejor descripción del proyecto; sobrecogedora, difícil y absorbente, serían las que le siguen.
El Señor ha dicho: “Sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo” (D. y C. 1:38). Comencé por escuchar al Señor hablar por medio de Su profeta desde que se llamó a Thomas S. Monson al santo apostolado en 1963. Me pasé meses leyendo los cientos de mensajes que el presidente Monson ha dado en miles de situaciones. Leí biografías de todos los Presidentes de la Iglesia y de muchos líderes religiosos destacados. Estudié la historia de los inicios de la Iglesia en Escocia, Suecia e Inglaterra, de donde proceden los antepasados del presidente Monson; sobre la época de la Depresión, que fue una influencia tan grande en su juventud; y sobre la Segunda Guerra Mundial y el período subsiguiente, con una Alemania dividida (el presidente Monson supervisó esa región de la Iglesia por veinte años). Leí la autobiografía que preparó en 1985 sólo para su familia, y más tarde leí el diario personal que llevó durante 47 años. Entrevisté a líderes de la Iglesia que trabajaron con él en muchas partes del mundo y a miembros que se vieron profundamente influenciados por su ministerio. Contraté a una querida amiga y erudita en historia, Tricia H. Stoker, para ayudarme con la investigación. Ella había servido en los comités de redacción de varios manuales de Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia, y sabía cómo investigar la vida de un profeta.
Entrevisté al presidente Monson mediante videoconferencias mensuales desde Inglaterra y, después, tras haber regresado a casa en Utah, en persona mientras trabajé en su oficina durante 14 meses. En todo momento sentí su calidez, como si estuviéramos sentados a la mesa de su cocina. Habló de su niñez y de su familia; del llamamiento que le extendió el presidente David O. McKay (1873–1970) y de la influencia de mentores tales como el presidente J. Reuben Clark Jr. (1871–1961), el presidente Harold B. Lee (1899–1973) y el élder Mark E. Petersen (1900–1984), por nombrar a algunos.
Aprendió a vivir una vida cristiana en su hogar, en donde la caridad —el amor puro de Cristo—, la compasión y un deseo de elevar y bendecir la vida de los demás eran la norma y donde, aun cuando sus padres no le leían las Escrituras, las vivían.
La importancia que da a prestar servicio a las personas de forma individual se remonta a cuando vivía del lado oeste de Salt Lake City, “entre las vías del tren”, como a él le gusta decir, a comienzos de la Depresión. Sus vecinos y amigos tenían poco en lo que a bienes materiales se refiere, pero se tenían unos a otros, y eso era suficiente. Muchas de las personas más allegadas a él, incluso algunos de sus tíos favoritos, no eran miembros de la Iglesia. La afiliación religiosa no presentaba ninguna barrera; llegó a amar a las personas por lo que eran. Sus padres abrían el corazón a todos, y el presidente Monson nunca ha olvidado esos principios.
Es un hombre poco común que tiene reverencia por toda persona a la que conoce y que se interesa por la vida, preocupaciones y desafíos de ellas. Trata a un dignatario de un país extranjero que está de visita con la misma atención con la que trata al hombre que limpia su escritorio por la noche. Sin duda, una de las medidas de su grandeza es que tiene una buena relación con todos y aprende algo de cada persona que conoce.
Si, como dice el presidente Monson, una organización es la sombra proyectada de su líder3, entonces el deseo de elevar, animar, participar y rescatar a otros, uno a la vez, es nuestro mandato. Esta forma de vida emula el ejemplo del Salvador, quien “anduvo haciendo bienes… porque Dios estaba con él” (Hechos 10:38).
Desde hace mucho tiempo el presidente Monson nos ha instado a ser más como el Salvador. Cuando entrevisté al presidente Boyd K. Packer, Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles, él confirmó lo que yo había llegado a comprender. El presidente Monson, dijo él, “vive más como Cristo que cualquiera de nosotros”4.
Por más de medio siglo, el presidente Monson ha dado de sus bienes a los indigentes, se ha sentado junto a la cama de los enfermos y los ancianos, ha dado innumerables bendiciones a personas en hospitales y en sus hogares, se ha desviado de su camino para hacer una visita rápida a un amigo y ha salido apresurado de reuniones para discursar en el funeral de algún otro. (Si se le pregunta cuántas personas hay en esa lista de amigos, dirá: “Por lo menos 14 millones”.) Se acercará a una persona en silla de ruedas a quien le es difícil acercarse a él, “chocará los cinco” con un grupo de jovencitos y moverá las orejas frente a los diáconos sentados en la primera fila. Muestra gran reverencia por la vida de aquellas personas a quienes describe como “desapercibidas o no reconocidas”, a quienes muy pocos conocen, aparte de su Padre Celestial.
En pocas palabras, el presidente Monson hace lo que la mayoría de las personas sólo piensan hacer.
Sus mensajes están llenos de relatos verdaderos (él nunca los llama “historias”) que enseñan principios del Evangelio. Él explica: “Los actos mediante los cuales demostramos que verdaderamente amamos a Dios y a nuestro prójimo como a nosotros mismos, rara vez serán de los que atraigan la mirada y la admiración del mundo. Por lo general, nuestro amor se demostrará en la relación cotidiana que tengamos unos con otros”5.
De todo su ministerio alrededor del mundo, quizá algunas de las experiencias más fascinantes fueron durante los años que supervisó la Iglesia detrás de la Cortina de Hierro. Cuando mi esposo y yo terminamos la misión en 2009, fuimos a Alemania para caminar por donde caminó el presidente Monson, para hablar con los miembros a los que tanto amó y para sentir la influencia de sus años de servicio. Lo que encontramos fueron poseedores del sacerdocio sinceros que derramaron lágrimas al hablar de las visitas regulares que él hacía, de su amor por Jesucristo, del ánimo que les daba y de su preocupación. Estuvimos de pie en la ahora abandonada y ruinosa fábrica de Görlitz, donde en 1968 el presidente Monson se puso de pie tras el estrado y prometió a los demacrados Santos de los Últimos Días de Alemania Oriental todas las bendiciones que el Señor tenía para Sus hijos, si eran fieles. Ese día cantaron con mucho fervor: “Si la vía es penosa en la lid… no te canses de luchar… Cristo nunca nos desecha en la lid”6. Había ido, bajo la dirección de la Primera Presidencia, al rescate de los santos. Dos décadas más tarde, con el muro de Berlín todavía en pie, esos Santos de los Últimos Días de Alemania Oriental contaban con estacas, centros de reuniones, patriarcas, misioneros y un templo. Y entonces, el muro fue derrumbado y los santos se volvieron a reunir con sus familias y como país.
El presidente Monson con frecuencia dice: “Las coincidencias no existen”, al plantear que sus experiencias de la vida le han enseñado a siempre buscar la mano del Señor7.
Uno de los grandes líderes de Alemania Oriental fue Henry Burkhardt, que trabajó muy de cerca con el presidente Monson y que estuvo con él durante más de dos décadas en el escenario de todos los acontecimientos fundamentales de ese país. El hermano Burkhardt fue un hombre que prestó servicio muy fielmente y bajo mucho riesgo todos esos años detrás de la Cortina de Hierro como el representante de la Iglesia ante el gobierno. Prestó servicio, entre otros llamamientos, como líder de la Iglesia y como presidente del Templo de Freiberg.
Le pregunté qué era lo que se destacaba en su mente como el momento más singular del ministerio del presidente Monson. Yo esperaba que mencionara la reunión en Görlitz, la dedicación del país en 1975, la organización de la primera estaca, la dedicación del Templo de Freiberg o la reunión con Herr Honecker, el funcionario comunista más alto de Alemania Oriental, cuando el presidente Monson pidió permiso para que los misioneros entraran al país y para que los jóvenes del país salieran como misioneros a prestar servicio en otras tierras. Considerando los escuadrones de la muerte que patrullaban el muro, el pedido parecía ser casi absurdo, pero Herr Honecker respondió: “Los hemos observado todos estos años y confiamos en ustedes. Se otorga el permiso”. ¿Cuál de todos estos acontecimientos escogería el hermano Burkhardt?
Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas cuando respondió: “Fue el 2 de diciembre de 1979”. Yo no pude relacionar ningún acontecimiento importante con esa fecha. “Cuénteme al respecto”, le dije.
“Fue el día en que el presidente Monson vino a Alemania Oriental para darle una bendición a mi esposa, Inge”. El presidente Monson tenía un fin de semana libre de asignaciones, y voló de los Estados Unidos a Alemania sólo para eso. La hermana Burkhardt había estado en el hospital durante nueve semanas por complicaciones resultantes de una cirugía y su condición estaba deteriorando. El presidente Monson había escrito en su diario: “Unimos nuestra fe y nuestras oraciones para darle una bendición”8. Había viajado miles de kilómetros en el único tiempo libre que había tenido en meses, para ir al rescate.
Él ha dicho: “Hagámonos la pregunta: ‘¿En el mundo he hecho hoy bien? ¿Acaso he hecho hoy algún favor o bien?’. ¡Qué gran fórmula para la felicidad! ¡Qué receta para obtener satisfacción y paz interior…! Hay corazones que alegrar, palabras bondadosas que decir; regalos que dar; obras que hacer; almas que salvar”9.
Tal es el ministerio del presidente Monson. Siempre está tendiendo la mano al cansado, al solitario y al de corazón débil. Como el élder Richard G. Scott, del Quórum de los Doce Apóstoles, dice: “El Señor tuvo que hacer a Thomas Monson grande debido al tamaño de su corazón”10.
Cuando el profeta dedicó el Templo de Curitiba, Brasil, el 1º de junio de 2008, llamó a un niño para que fuera a ayudarle en la ceremonia de la piedra angular. Un fotógrafo sugirió que alguien le quitara el sombrero al niño para una foto. El niño no tenía cabello y era obvio que estaba pasando por tratamientos para el cáncer. Con mucho amor el presidente Monson le puso el brazo alrededor de los hombros y le ayudó a poner la mezcla en la pared. Uno de los acompañantes del presidente Monson indicó que era hora de regresar al templo para finalizar la dedicación a tiempo. El presidente Monson sacudió la cabeza. “No”, dijo. “Quiero llamar a alguien más”. Mirando a la multitud, observó a una mujer en la parte de atrás y, cuando sus ojos se encontraron, le hizo una seña para que se acercara. Le puso el brazo alrededor de los hombros y con gran amor y cuidado la acompañó a la pared para terminar el sellado de la piedra angular.
El día después de la dedicación, el élder Russell M. Nelson, del Quórum de los Doce Apóstoles, que también había estado presente en la dedicación, le preguntó al presidente Monson cómo sabía que la mujer era la madre del niño.
“Yo no sabía”, respondió, “pero el Señor sí lo sabía”.
No muchos meses después el niño murió. El élder Nelson dice: “Podrán imaginarse lo que [la experiencia en la dedicación] significó para la madre de esa familia. Ésa fue la forma en que el Señor le dijo: ‘Te conozco, me preocupo por ti, y quiero ayudarte’. Ése es el tipo de hombre que tenemos en este profeta de Dios”11.
En una época en que los mensajes de texto y los correos electrónicos han reemplazado el sentarse juntos, el presidente Monson constantemente nos recuerda que nos tendamos una mano de ayuda unos a otros. Compartió este mensaje por medio de las palabras de un miembro que le escribió una carta: “Las oraciones de la gente casi siempre se contestan por medio de otras personas”12. Con frecuencia hace notar el consejo del Señor: “Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi Espíritu estará en vuestro corazón, y mis ángeles alrededor de vosotros, para sosteneros” (D. y C. 84:88). El presidente Monson aprecia el hecho de que muchas veces nosotros somos esos ángeles. Alma comprometió a los santos en las aguas de Mormón a “llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras” (Mosíah 18:8); el presidente Monson nos llama a vivir ese convenio.
Yo misma he experimentado la manera en que él lleva las cargas de los otros. Llegó un momento en el que él se dio cuenta de que el peso de la responsabilidad de su biografía me estaba abrumando. Me invitó a su oficina y con la voz más dulce y amable me dijo: “¿Cómo la puedo ayudar?”.
Mi corazón no pudo resistir su propuesta y le revelé mis sentimientos de ineptitud, le hablé sobre la naturaleza intimidante de la tarea y la cantidad de material que había que recopilar, organizar y sintetizar. Yo quería desesperadamente hacerlo bien, para él. Nuestro intercambio fue una de mis experiencias terrenales más preciosas. Sentí como si estuviera junto al estanque de Betesda y el Salvador hubiera levantado la cortina y se hubiera inclinado para sostenerme. El presidente Monson comprende el poder salvador de la Expiación y considera que es un privilegio ser enviado por el Señor para sostener a otra persona.
“Tiendan la mano para rescatar a los ancianos, las viudas, los enfermos, los minusválidos, los menos activos”, ha dicho, y luego ha encabezado la tarea. “Extiéndanles la mano que ayuda y el corazón que conoce la compasión”13.
La gran estima y el interés que tiene por los demás son una medida del testimonio que tiene del Salvador Jesucristo: “Al aprender de Él, al creer en Él y al seguirle, existe la capacidad de llegar a ser como Él. El rostro puede cambiar, el corazón se puede ablandar, el paso se puede acelerar, la actitud ante la vida se puede mejorar. La vida se convierte en lo que debiera llegar a ser”14.