No quería servir
Neville Smeda, California, EE. UU.
Cuando tenía once años, en una conferencia regional en Johannesburgo, Sudáfrica, el presidente Howard W. Hunter (1907–1995) me dio la mano y me dijo: “Un día vas a ir a la misión y serás un buen misionero”.
La mayoría de los jóvenes habrían atesorado esas palabras para siempre; yo no. Durante los siguientes diez años no tuve ningún deseo de servir en una misión. Me preocupaba más tener éxito en los deportes y en mi vida social. Creía que dar dos años de mi vida arruinaría todo eso. En mis entrevistas con mi presidente de estaca y de rama, inventaba excusas de por qué no quería servir.
A los 21 años, aún sin deseos de servir en una misión, visité a mi familia en Iowa, Estados Unidos. Ellos se habían mudado allá el año anterior. Mientras estaba en Iowa, tuve la oportunidad de ir al Templo de Winter Quarters, Nebraska, con la rama de adultos solteros. No había recibido la investidura, por lo que me imaginé que efectuaría bautismos por los muertos.
Al llegar al templo, me enteré de que no había una sesión de bautismos programada para la tarde. Pensé: “¡Fantástico!, ¿y ahora qué voy a hacer las siguientes dos horas y media?”.
Decidí ir al Centro de Visitantes de la Ruta Mormona que está al otro lado de la calle. Después de ver una película de 15 minutos sobre los pioneros, me saludaron dos hermanas misioneras que me iban a dar una gira personal. Después de saber un poco de mí, la hermana Cusick preguntó por qué no había servido en una misión. Empezaron a salir las típicas excusas. Entonces la hermana Cusick me testificó no sólo de los pioneros, sino también de la obra misional.
Después de la gira, me senté en la sala de espera del templo, pensando. De repente, mis excusas para no servir en una misión se convirtieron en un estupor de pensamiento. El Espíritu me testificó con mucha fuerza que debía servir en una misión. Desde el momento en que empecé a hablar con las misioneras, todo cambió en mi interior. El Espíritu le testificó a mi corazón lo que yo tenía que hacer.
Unos meses después, me enteré de que la voz quieta y apacible le había dicho a la hermana Cusick que yo necesitaba tener mi propia gira individual. Ella no sabía por qué, pero el Señor tenía planes para mí.
Serví en la Misión California Ventura —la mejor misión del mundo— e hice maravillosas amistades que espero duren por toda la eternidad. No le creí al presidente Hunter durante diez años, pero él sabía exactamente lo que decía.
Mi vida cambió por completo, todo porque una misionera hizo caso a los susurros del Espíritu Santo.