No les hice caso
Shelli Proffitt Howells, California, EE. UU.
Hace poco, mientras leía el Libro de Mormón, encontré la siguiente amonestación: “¿Por qué… permitís que el hambriento, y el necesitado, y el desnudo, y el enfermo, y el afligido pasen a vuestro lado, sin hacerles caso?” (Mormón 8:39).
En lugar de sentir la paz y el consuelo que normalmente encuentro en las Escrituras, me sobrevino un prolongado sentimiento de tristeza. Hacía mucho tiempo que había reconocido que no era una persona muy observadora; me había abstraído tanto en mi vida, mis llamamientos y mi familia que no me di cuenta de los desafíos que tenían los demás.
Sabía que no estaba haciendo todo lo que podía por “llevar las cargas los unos de los otros para que sean ligeras… llorar con los que lloran; sí, y a consolar a los que necesitan de consuelo” (Mosíah 18:8–9). Deseaba cambiar; deseaba ser mejor. Simplemente no sabía cómo hacerlo. Oré para que el Señor me ayudara.
Mi respuesta llegó de una forma que no esperaba ni deseaba cuando contraje una enfermedad crónica que lentamente quitó todas mis pesadas ocupaciones. A medida que progresó la enfermedad, tuve que dejar mis actividades fuera de casa, mis llamamientos en la Iglesia y mi asistencia a la misma. Estoy confinada a mi casa, me siento sola y siento como si pasara desapercibida.
Ruego que algún día el Señor me sane. Cuando lo haga, me prometo a mí misma que nunca volveré a ser tan ciega. Cuando llegue a la capilla, me fijaré en quién está sentado solo y en quién no asiste ese día. Cada semana tomaré un tiempo para superar mi timidez y visitaré a alguien que esté enfermo o afligido, o simplemente en necesidad de un amigo. Amaré a mis hermanos y hermanas todos los días, no sólo los domingos o en las actividades de la Iglesia.
Recordaré y, espero, seré digna de oír la aprobación del Señor: “…en cuanto lo hicisteis a uno de éstos, mis hermanos más pequeños, a mí lo hicisteis” (Mateo 25:40).