Demos gracias a Dios
¡Cuánto mejor sería si todos pudiéramos ser más conscientes de la providencia y del amor de Dios y expresar esa gratitud hacia Él!
Estimados hermanos y hermanas, les agradecemos su apoyo y su devoción constantes. Expresamos nuestra gratitud y amor a cada uno de ustedes.
Hace poco, mi esposa y yo disfrutábamos de la belleza de los peces tropicales en un pequeño acuario privado. Los peces de vívidos colores y una variedad de formas y tamaños iban y venían. Le pregunté a la encargada, que estaba cerca: “¿Quién alimenta a estos hermosos peces?”.
Ella respondió: “Yo”.
Entonces, pregunté: “¿Le han dado las gracias alguna vez?”.
Ella contestó: “¡Todavía no!”.
Pensé en algunas personas que conozco que son igual de ajenas a Su Creador y a Su verdadero “pan de vida”1, que viven día a día sin ser conscientes de Dios y de Su bondad para con ellos.
¡Cuánto mejor sería si todos pudiéramos ser más conscientes de la providencia y del amor de Dios y expresáramos esa gratitud hacia Él! Ammón enseñó: “Demos gracias a [Dios], porque él obra rectitud para siempre”2. Nuestro nivel de gratitud es una medida de nuestro amor por Él.
Dios es el Padre de nuestros espíritus3. Él tiene un cuerpo glorificado y perfecto de carne y huesos4. Vivíamos con Él en los cielos antes de que naciéramos5; y cuando nos creó físicamente, fuimos creados a la imagen de Dios, cada uno con un cuerpo propio6.
Piensen en nuestro sustento físico. Es en verdad un regalo del cielo. Las necesidades de aire, comida y agua, todas ellas vienen a nosotros como regalos de un amoroso Padre Celestial. La tierra fue creada para apoyar nuestra breve jornada en la vida terrenal7. Nacimos con la capacidad de crecer, amar, casarnos y formar familias.
El matrimonio y la familia son ordenados por Dios. La familia es la unidad social más importante en esta vida y en la eternidad. Bajo el gran plan de felicidad de Dios, las familias pueden sellarse en los templos y prepararse para regresar a morar en Su santa presencia para siempre. ¡Eso es la vida eterna! Satisface los deseos más profundos del alma humana: el anhelo natural de una asociación sin fin con los queridos miembros de la familia de uno.
Somos parte de Su propósito divino: “Mi obra y mi gloria”, Él dijo, es “llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre”8. Para lograr esos objetivos, “…de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo Unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, mas tenga vida eterna”9. Ese acto fue una manifestación suprema del amor de Dios. “Porque no envió [Él] a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él”10.
El aspecto central del plan eterno de Dios es la misión de Su Hijo Jesucristo11. Él vino para redimir a los hijos de Dios12. Gracias a la expiación del Señor, la Resurección (o inmortalidad) pasó a ser una realidad13. Debido a la Expiación, la vida eterna pasó a ser una posibilidad para todo el que cumpla los requisitos. Jesús lo explicó así:
“Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá.
“Y todo aquel que vive y cree en mí no morirá jamás”14.
Por la expiación del Señor y Su dádiva de la Resurrección, por este sublime mensaje de Pascua, ¡demos gracias a Dios!
Dones físicos
Nuestro Padre Celestial ama a Sus Hijos15. Él ha bendecido a cada uno con dones físicos y espirituales. Permítanme hablar de cada uno de ellos. Cuando canten “Soy un hijo de Dios”, piensen en el don del cuerpo físico que Él les ha dado. Los muchos atributos admirables del cuerpo de ustedes atestiguan su propia “naturaleza divina”16.
Cada órgano de nuestro cuerpo es un don maravilloso de Dios. Cada ojo tiene un lente que puede auto enfocarse. Los nervios y músculos controlan a los dos ojos para crear una imagen tridimensional única. Los ojos están conectados al cerebro, que registra lo que se ve.
El corazón es una bomba increíble17. Tiene cuatro delicadas válvulas que controlan la dirección del flujo sanguíneo. Esas válvulas se abren y se cierran más de 100.000 veces al día, 36 millones de veces al año. Aún así, a menos que sufran daño por alguna enfermedad, son capaces de soportar esa tensión casi indefinidamente.
Piensen en el sistema de defensa del cuerpo. Para protegerlo de daños, percibe el dolor. En respuesta a la infección, genera anticuerpos. La piel brinda protección; advierte en contra del daño que podrían ocasionar el calor o el frío excesivos.
El cuerpo renueva sus propias células dañadas y regula los niveles de sus propios ingredientes vitales. El cuerpo cicatriza sus laceraciones, moretones y huesos fracturados. Su capacidad para la reproducción es otro don sagrado de Dios.
Debemos recordar que no se requiere un cuerpo perfecto para lograr nuestro destino divino. De hecho, algunos de los espíritus más dulces se hospedan en cuerpos débiles o imperfectos. A menudo, la gente que tiene dificultades físicas desarrolla una gran fortaleza espiritual, precisamente debido al desafío que afronta.
Cualquiera que estudie las funciones del cuerpo humano seguramente ha “…visto a Dios obrando en su majestad y poder”18. Puesto que el cuerpo es gobernado por la ley divina, cualquier curación viene por obediencia a la ley sobre la cual esa bendición se basa19.
Aún así, algunas personas piensan erróneamente que esos maravillosos atributos físicos ocurrieron por casualidad o fueron el resultado de una gran explosión en algún lugar. Pregúntense: “¿Podría una explosión en una imprenta producir un diccionario?”. La probabilidad es de lo más remota; pero si así fuera, ¡nunca podría curar sus páginas rotas o imprimir sus propias ediciones nuevas!
Si la capacidad del cuerpo para su función normal, defensa, reparación, regulación y regeneración prevalecieran sin límites, la vida aquí continuaría perpetuamente. Sí, ¡estaríamos estancados aquí en la tierra! De modo misericordioso para nosotros, nuestro Creador proporcionó el envejecimiento y otros procesos que a final de cuentas resultarán en nuestra muerte física. La muerte, como el nacimiento, es parte de la vida. En las Escrituras se enseña que “…no era prudente que el hombre fuera rescatado de esta muerte temporal, porque esto habría destruido el gran plan de felicidad”20. Regresar a Dios mediante el portal que llamamos muerte es un gozo para aquellos que lo amamos y estamos preparados para reunirnos con Él21. Al fin y al cabo, el tiempo vendrá cuando cada “espíritu y… cuerpo serán reunidos otra vez en… perfecta forma; los miembros así como las coyunturas serán restaurados a su perfecta forma”22, para nunca más estar separados. Por esos dones físicos, ¡demos gracias a Dios!
Dones espirituales
A pesar de lo importante que es, el cuerpo sirve de tabernáculo para nuestro espíritu eterno. Nuestros espíritus existían en el mundo premortal23 y continuarán viviendo después de que muera el cuerpo24. El espíritu proporciona animación y personalidad al cuerpo25. En esta vida y en la venidera, cuando el espíritu y el cuerpo se juntan, llegan a ser un alma viviente de valor supremo.
Puesto que el espíritu de uno es tan importante, su desarrollo es de consecuencias eternas. Éste se fortalece al comunicarnos en humilde oración con nuestro amado Padre Celestial26.
Los atributos por los cuales seremos juzgados un día son todos espirituales27. Estos incluyen el amor, la virtud, la integridad, la compasión y el servicio a los demás28. Su espíritu unido a su cuerpo y alojado en él, puede desarrollar y manifestar esos atributos de maneras que son vitales para su progreso eterno29. El progreso espiritual se obtiene mediante los pasos de la fe, el arrepentimiento, el bautismo, el don del Espíritu Santo y el perseverar hasta el fin, y comprende las ordenanzas de la investidura y del sellamiento en el santo templo30.
Tal como el cuerpo requiere alimento diario para sobrevivir, el espíritu también necesita nutrición. El espíritu se nutre de la verdad eterna. El año pasado celebramos el aniversario número cuatrocientos de la traducción al inglés de la versión del Rey Santiago de la Santa Biblia, y hemos tenido el Libro de Mormón casi 200 años, libro que se ha traducido, en su totalidad o en parte, a 107 idiomas. Debido a éstas y otras preciadas Escrituras, sabemos que Dios es nuestro Padre Eterno y que Su Hijo Jesucristo es nuestro Salvador y Redentor. Por estos dones espirituales, ¡demos gracias a Dios!
Dones del Evangelio
Sabemos que los profetas de muchas dispensaciones, tales como Adán, Noé, Moisés y Abraham, enseñaron todos sobre la divinidad de nuestro Padre Celestial y de Jesucristo. El Padre Celestial y Jesucristo dieron inicio a nuestra dispensación actual cuando se le aparecieron al profeta José Smith en 1820. La Iglesia fue organizada en 1830. Ahora, 182 después, seguimos bajo convenio de llevar el Evangelio a “toda nación, tribu, lengua y pueblo”31. Si así lo hacemos, tanto los que lo lleven como los que lo reciban serán bendecidos.
Nuestra es la responsabilidad de enseñar a los hijos de Él y de despertarlos al conocimiento de Dios. Hace mucho tiempo, el rey Benjamín dijo:
“Creed en Dios; creed que él existe, y que creó todas las cosas, tanto en el cielo como en la tierra; creed que él tiene toda sabiduría y todo poder, tanto en el cielo como en la tierra…
“… creed que debéis arrepentiros de vuestros pecados, y abandonarlos, y humillaros ante Dios, y pedid con sinceridad de corazón que él os perdone; y ahora bien, si creéis todas estas cosas, mirad que las hagáis”32.
Dios es el mismo ayer, hoy y para siempre, pero nosotros no. Cada día, nuestro reto es acceder al poder de la Expiación, de manera que podamos cambiar verdaderamente, ser más como Cristo y ser merecedores del don de la exaltación y vivir eternamente con Dios, con Jesucristo y con nuestras familias33. Por esos poderes, privilegios y dones del Evangelio, ¡demos gracias a Dios!
Testifico que Él vive, que Jesús es el Cristo y que ésta es Su Iglesia, restaurada en estos últimos días para lograr su destino eterno. Hoy somos guiados por el presidente Thomas S. Monson, a quien amamos y sostenemos con todo nuestro corazón, así como sostenemos a sus consejeros y a los Doce Apóstoles como profetas, videntes y reveladores. De ello testifico en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.