2012
La carrera de la vida
Mayo de 2012


La carrera de la vida

Presidente Thomas S. Monson

¿De dónde vinimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Adónde vamos después de esta vida? Estas preguntas universales ya no tienen necesidad de permanecer sin respuesta.

Mis queridos hermanos y hermanas, en esta mañana deseo hablarles de las verdades eternas, esas verdades que enriquecerán nuestra vida y nos llevarán a salvo a nuestro hogar.

En todas partes, la gente anda apresurada. Los rápidos aviones modernos llevan su preciosa carga humana a través de anchos continentes y vastos océanos para asistir a reuniones de negocios, cumplir con obligaciones, disfrutar de vacaciones y visitar parientes. Por los caminos de todas partes, las carreteras, las autopistas y rutas, pasan millones de automóviles, ocupados por aún más millones de personas en lo que parece una corriente interminable y por innumerables razones al ir de acá para allá en los asuntos de cada día.

En ese andar vertiginoso de la vida, ¿hacemos alguna pausa para un momento de meditación, aun para pensar en las verdades eternas?

Cuando las comparamos con las verdades eternas, la mayoría de las preguntas y preocupaciones de la vida cotidiana son más bien triviales. ¿Qué comeremos en la cena? ¿De qué color pintaremos la sala? ¿Lo inscribimos a Johnny para jugar al fútbol? Éstas y muchas otras preguntas pierden su significado en tiempos de crisis, cuando nuestros seres queridos se dañan o lastiman, cuando la enfermedad entra en el hogar que gozaba de buena salud, cuando se atenúa la luz de la vela de la vida y amenaza la oscuridad. Nuestros pensamientos se centran y podemos determinar fácilmente lo que es realmente importante y lo que es meramente trivial.

Hace poco visité a una mujer que ha estado luchando con una enfermedad que ha puesto su vida en peligro durante más de dos años. Ella indicó que, antes de su enfermedad, sus días estaban ocupados con actividades tales como limpiar su casa a la perfección y adornarla con hermosos muebles. Iba a la peluquería dos veces por semana y gastaba dinero y tiempo comprando ropa para su armario todos los meses. A sus nietos los invitaba ocasionalmente, puesto que siempre le preocupaba que lo que ella consideraba sus preciadas posesiones podrían romperse o arruinarse por pequeñas y descuidadas manitas.

Entonces, recibió la impactante noticia de que su vida terrenal estaba en peligro y que le quedaría un tiempo muy limitado aquí. Ella dijo que, en el momento que escuchó el diagnóstico del médico, inmediatamente supo que pasaría el tiempo que le quedaba con su familia y amigos, y con el Evangelio como la parte central de su vida, porque estos representaban lo que era más valioso para ella.

Esos momentos de claridad nos llegan tarde o temprano, aunque no siempre mediante tan dramáticas circunstancias. Vemos claramente lo que realmente importa en nuestra vida y cómo debemos vivir.

Dijo el Salvador:

“No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompen, y donde ladrones minan y hurtan;

“sino haceos tesoros en el cielo, donde ni la polilla ni el orín corrompen, y donde ladrones no minan ni hurtan:

“Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón”1.

En nuestros momentos de profunda reflexión o de gran necesidad, el alma del hombre se dirige hacia el cielo buscando una respuesta divina a las preguntas más importantes de la vida: ¿De dónde vinimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Adónde vamos después de dejar esta vida?.

Las respuestas a estas preguntas no se descubren entre las tapas de los libros de texto académicos o buscando en internet. Esas preguntas trascienden la vida mortal; abarcan la eternidad.

¿De dónde vinimos? Este interrogante es un pensamiento inevitable que tiene todo ser humano, aunque no lo diga.

El apóstol Pablo dijo a los atenienses, en el Areópago que somos “linaje de Dios”2. Puesto que sabemos que nuestro cuerpo físico es el linaje de nuestros padres terrenales, debemos averiguar el significado de la declaración de Pablo. El Señor ha declarado que “el espíritu y el cuerpo son el alma del hombre”3. Por tanto, el espíritu es linaje de Dios. El autor del libro de Hebreos se refiere a Él como el “Padre de los espíritus”4. Los espíritus de todos los hombres literalmente son “engendrados hijos e hijas” de Dios”5.

Vemos que poetas inspirados han escrito conmovedores mensajes y pensamientos trascendentales para que contemplemos este tema. William Wordsworth escribió la siguiente verdad:

Tan solo un sueño y un olvido es el nacimiento;

el alma nuestra, la estrella de la vida,

en otra esfera ha sido constituida

y procede de un lejano firmamento.

No viene el alma en completo olvido,

ni de todas las cosas despojadas,

pues al salir de Dios,

que fue nuestra morada,

con destellos celestiales se ha vestido6.

Los padres reflexionan sobre la responsabilidad que tienen de enseñar, inspirar y proporcionar guía, dirección y ejemplo; y mientras los padres reflexionan, los hijos, y en particular los adolescentes, se hacen esta penetrante pregunta: “¿Por qué estamos aquí?” En general, la formulan en silencio a su propia alma y dicen: “¿Por qué estoy yo aquí?”.

Cuán agradecidos debemos estar que un sabio Creador formó una tierra y nos colocó aquí con un velo de olvido sobre nuestra existencia anterior, para que experimentemos una época de prueba, una oportunidad de demostrarnos a nosotros mismos que podemos ser merecedores de todo lo que Dios ha preparado para darnos.

Es evidente que uno de los propósitos principales de nuestra existencia en la tierra es el de obtener un cuerpo de carne y huesos. También se nos ha dado el don del albedrío. Tenemos el privilegio de tomar nuestras propias decisiones de muchas maneras diferentes. Aquí aprendemos del estricto capataz de la experiencia. Discernimos entre el bien y el mal. Distinguimos lo amargo de lo dulce. Descubrimos que hay consecuencias vinculadas a nuestras acciones.

Al obedecer los mandamientos de Dios, podremos ser merecedores de aquella “casa” a la que se refirió Jesús, cuando declaró: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay… voy, pues, a preparar lugar para vosotros… para que donde yo esté, vosotros también estéis”7.

Aunque venimos a la vida terrenal con “destellos celestiales”, la vida continúa implacablemente hacia adelante. La juventud sigue a la infancia y la vejez viene de modo muy imperceptible. Por experiencia, aprendemos la necesidad de mirar al cielo en busca de ayuda al forjar nuestro camino por el sendero de la vida.

Dios, nuestro Padre, y Jesucristo, nuestro Señor, han marcado el camino hacia la perfección. Ellos nos dan señales para que sigamos las verdades eternas y para que lleguemos a ser perfectos, así como Ellos son perfectos8.

El apóstol Pablo comparó la vida con una carrera. A los hebreos instó: “Dejemos a un lado todo… pecado que nos rodea, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante”9.

En nuestro celo, no pasemos por alto el sabio consejo de Eclesiastés: “…no es de los ligeros la carrera, ni la batalla de los fuertes”10. En realidad, el premio es de aquel que persevera hasta el fin.

Al reflexionar en la carrera de la vida, recuerdo otra clase de carrera, sí, de mis días de infancia. Mis amigos y yo, con navajas en mano, tallábamos pequeños barquitos de la blanda madera de un sauce. Con una vela de algodón en forma triangular, cada uno lanzábamos nuestros rudimentarios barquitos a la carrera, por las relativamente turbulentas aguas del río Provo, en Utah. Entonces, corríamos por la orilla del río y veíamos los barquitos que en ocasiones se balanceaban impetuosamente en la rápida corriente y otras veces navegaban serenamente al llegar a aguas más profundas.

Durante una carrera en particular, notamos que uno de los barquitos llevaba la delantera y se dirigía hacia el final de la meta fijada. De repente, la corriente lo llevó demasiado cerca de un gran remolino; el barquito se inclinó hacia un lado y zozobró. Dio vueltas y vueltas, incapaz de regresar al curso principal. Al final, se detuvo en medio de los restos y desechos que lo rodeaban sostenido por los tentáculos de los verdes y codiciosos musgos.

Los barquitos de juguete de nuestra infancia no tenían quilla que les diera estabilidad, ni timón que los guiara ni fuente de energía. Inevitablemente su destino era corriente abajo, el camino de menor resistencia.

A diferencia de los barquitos de juguete, a nosotros se nos han dado atributos divinos para guiarnos en nuestra jornada. No venimos a la vida terrenal para flotar en las turbulentas corrientes de la vida, sino con el poder para pensar, para razonar y para tener éxito.

Nuestro Padre Celestial no nos embarcó en nuestro viaje eterno sin proporcionarnos los medios mediante los cuales podríamos recibir la guía de Él para asegurarnos el regreso a salvo. Hablo de la oración. También hablo de los susurros de esa voz quieta y apacible; y no paso por alto las Santas Escrituras, que contienen la palabra del Señor y las palabras de los profetas, proporcionadas para ayudarnos a cruzar con éxito la línea de llegada.

En algún momento de nuestra misión terrenal, aparecen el paso titubeante, la sonrisa lánguida, el dolor de la enfermedad, incluso la culminación del verano, la llegada del otoño, el frío del invierno y la experiencia a la que llamamos muerte.

Toda persona meditabunda se ha hecho la pregunta que muy bien formuló Job de antaño: “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir ?”11. Por mucho que tratemos de borrarla de nuestra mente, siempre regresa. La muerte le llega a todo ser humano. Le llega al anciano que camina con pasos vacilantes; también le llega a los que apenas han llegado a la flor de la vida y, a menudo, silencia la risa de los niños.

Pero, ¿qué hay de la existencia más allá de la muerte? ¿Es la muerte el fin de todo? En su libro God and My Neighbor (Dios y mi prójimo), Robert Blatchford atacó con vigor las creencias cristianas que gozan de aceptación, tales como Dios, Cristo, la oración y particularmente la inmortalidad. Aseguró osadamente que la muerte era el fin de nuestra existencia y que nadie podría demostrar lo contrario. Entonces, ocurrió algo sorprendente, su muro de escepticismo pronto se desmoronó, dejándolo desprotegido e indefenso. Lentamente empezó a volver a la fe que había ridiculizado y abandonado. ¿Qué fue lo que produjo ese profundo cambio en su actitud? La muerte de su esposa. Con un corazón quebrantado, entró en el cuarto donde reposaban los restos mortales de su esposa, y volvió a contemplar aquel rostro que tanto había amado. Salió y le dijo a un amigo: “Es ella, y al mismo tiempo no lo es; todo ha cambiado. Algo que antes estaba allí se ha quitado; no es la misma. ¿Qué puede faltar si no es el alma?”.

Más tarde, escribió: “La muerte no es lo que algunos imaginan. Es sólo como irse a otra habitación. En esa otra habitación, hallaremos… a los preciados hombres y mujeres, y a los dulces pequeños que hemos amado y perdido”12.

Mis queridos hermanos y hermanas, sabemos que la muerte no es el fin. Esta verdad la han enseñado los profetas vivientes a través del tiempo. Esto también se encuentra en nuestras Santas Escrituras. En el Libro de Mormón, leemos palabras específicas y de consuelo:

“Ahora bien, respecto al estado del alma entre la muerte y la resurrección, he aquí, un ángel me ha hecho saber que los espíritus de todos los hombres, en cuanto se separan de este cuerpo mortal, sí, los espíritus de todos los hombres, sean buenos o malos, son llevados de regreso a ese Dios que les dio la vida.

“Y sucederá que los espíritus de los que son justos serán recibidos en un estado de felicidad que se llama paraíso: un estado de descanso, un estado de paz, donde descansarán de todas sus aflicciones, y de todo cuidado y pena”13.

Después de que el Salvador fue crucificado y se colocó Su cuerpo en el sepulcro durante tres días, el espíritu entró al cuerpo otra vez. La piedra se corrió, y el Redentor resucitado salió, revestido con un cuerpo inmortal de carne y huesos.

La respuesta a la pregunta de Job, “Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?” surgió cuando María y otras mujeres se acercaron al sepulcro y vieron a dos varones con vestiduras resplandecientes, lo cuales les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado”14.

Como resultado de la victoria de Cristo sobre la tumba, todos resucitaremos. Esta es la redención del alma. Pablo escribió: “Y hay cuerpos celestiales, y cuerpos terrestres; mas ciertamente una es la gloria de los celestiales, y otra la de los terrestres”15.

Lo que procuramos es la gloria celestial. Es en la presencia de Dios donde deseamos morar. Es una familia eterna a la cual deseamos pertenecer. Tales bendiciones se deben obtener mediante toda una vida de esfuerzo, de búsqueda, de arrepentimiento y, finalmente, de éxito.

¿De dónde vinimos? ¿Por qué estamos aquí? ¿Adónde vamos después de esta vida? Estas preguntas universales ya no tienen necesidad de permanecer sin respuesta. Desde lo más profundo de mi alma y con toda humildad, testifico que esas cosas de las que he hablado son verdaderas.

Nuestro Padre Celestial se regocija por quienes obedecen Sus mandamientos. Él se preocupa también por el niño perdido, el adolescente al que le cuesta obedecer, el joven descarriado, el padre negligente. Con ternura, el Maestro les habla a ellos y, ciertamente a todos, diciendo: “Regresen. Suban. Entren. Vuelvan a casa. Vengan a mí”.

La semana que viene celebraremos la Pascua. Nuestros pensamientos se dirigirán a la vida del Salvador, a Su muerte y a Su resurrección. Como Su testigo especial, les testifico que Él vive y que espera nuestro regreso triunfante. Que ese regreso sea nuestro, ruego humildemente en Su santo nombre, a saber Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor. Amén.