El equilibrio entre la verdad y la tolerancia
Tomado del discurso pronunciado en una charla fogonera del SEI el 11 de septiembre de 2011. Para leer el texto completo en inglés, vaya a: mormonnewsroom.org/article/-truth-and-tolerance-elder-dallin-h-oaks.
Una de las preguntas fundamentales de la vida terrenal es sobre la existencia y la naturaleza de la verdad. Jesús le dijo al gobernador romano Pilato que Él había venido al mundo “para dar testimonio de la verdad”, a lo cual el incrédulo respondió: “¿Qué es la verdad?” (Juan 18: 37–38). Anteriormente, el Salvador había dicho: “Yo soy el camino, y la verdad y la vida” (Juan 14:6). Y en la revelación moderna declaró: “…la verdad es el conocimiento de las cosas como son, como eran y como han de ser” (D. y C. 93:24).
Creemos en la verdad absoluta, lo que incluye la existencia de Dios y del bien y del mal, como se han establecido en Sus mandamientos. Sabemos que la existencia de Dios y la existencia de la verdad absoluta son fundamentales para la vida en esta tierra, ya sea que se crea o no en ellas. También sabemos que existe el mal y que algunas cosas son, sencillamente, grave y perpetuamente incorrectas.
Las impresionantes noticias de los últimos dos meses sobre robos y engaños a gran escala en las sociedades civilizadas son un indicio de que hay un vacío moral en el que muchas personas tienen muy poco sentido del bien y del mal. Los extensos tumultos, saqueos y estafas han hecho que muchas personas se pregunten si estaremos perdiendo el fundamento moral que los países occidentales han recibido de su patrimonio judeocristiano1.
Hacemos bien en preocuparnos por nuestro cimiento moral; vivimos en un mundo donde cada vez hay más personas de influencia que enseñan y demuestran con su comportamiento la creencia de que no hay bien ni mal absolutos, que toda autoridad y toda norma de comportamiento son decisiones que toma el hombre y que pueden anteponerse a los mandamientos de Dios. Muchas personas cuestionan incluso que haya un Dios.
La filosofía del relativismo moral, que sostiene que cada quien es libre de determinar lo que es bueno y lo que es malo, se está convirtiendo en el credo extraoficial de muchas personas de los Estados Unidos y de otras naciones occidentales. En su grado extremo, los actos pervertidos que antes se localizaban y ocultaban como una llaga, ahora se legalizan y se exhiben como un estandarte. Persuadidos por esa filosofía, muchos de los jóvenes de la nueva generación están enredados en placeres egoístas, pornografía, deshonestidad, lenguaje vulgar, vestimenta inmodesta, tatuajes paganos y perforaciones corporales, y degradante satisfacción sexual.
Muchos líderes religiosos enseñan la existencia de Dios como el Legislador Supremo, por cuyo mandato cierto comportamiento es absolutamente correcto y verdadero, mientras que otro comportamiento es absolutamente incorrecto y falso2. Los profetas de la Biblia y del Libro de Mormón predijeron esta época en la que los hombres serían “amadores de los deleites más que de Dios” (2 Timoteo 3:4) y, de hecho, en que negarían a Dios (véase Judas 1:4; 2 Nefi 28:5; Moroni 7:17; D. y C. 29:22).
En estas difíciles circunstancias, los que creemos en Dios y en la consecuente verdad del bien y del mal absolutos, tenemos el desafío de vivir en un mundo ateo y cada vez más amoral. En esta situación, todos nosotros, y en particular los de la nueva generación, tenemos el deber de salir en defensa y hablar claramente para afirmar que Dios existe y que hay verdades absolutas establecidas por Sus mandamientos.
Hay muchos maestros de las escuelas, los colegios y las universidades que enseñan y practican una moralidad relativa; eso moldea las actitudes de muchos jóvenes que van ocupando los puestos de maestros de nuestros hijos y formando la conducta pública a través de los medios de comunicación y del entretenimiento popular. Esta filosofía de relativismo moral niega lo que millones de creyentes cristianos, judíos y musulmanes sostienen como fundamental, y esa negación genera serios problemas para todos nosotros. Lo que los creyentes deben hacer al respecto da pie al segundo de mis temas gemelos: la tolerancia.
Se define la tolerancia como una actitud amistosa y justa hacia las opiniones y prácticas desconocidas o distintas, o hacia las personas que las adoptan o practican. En razón de que los medios de transporte y comunicación nos han acercado más a otros pueblos y a ideas diferentes, tenemos mayor necesidad de tolerancia.
El hecho de estar más expuestos a la diversidad nos enriquece la vida y a la vez nos la complica. El contacto con pueblos diferentes, que nos recuerda la maravillosa variedad de los hijos de Dios, nos enriquece; pero las diferencias en culturas y valores plantean la dificultad de reconocer lo que podemos adoptar que esté de acuerdo con la cultura y los valores del Evangelio, y lo que no podemos aceptar. De esta forma, la diversidad incrementa las probabilidades de conflictos y exige que seamos más conscientes de la naturaleza de la tolerancia. ¿Qué es la tolerancia, cuándo se aplica y cuándo no?
Éste es un interrogante más difícil para los que afirman la existencia de Dios y de la verdad absoluta que para los que creen en el relativismo moral. Cuanto más débil sea la creencia en Dios y menos los valores morales absolutos que se tengan, menos serán las ocasiones en que las ideas o prácticas de los demás nos presenten el desafío de ser tolerantes; por ejemplo, un ateo no tiene que decidir cuándo ni qué tipos de obscenidades o blasfemias pueden tolerarse y cuáles deben confrontarse. Las personas que no creen en Dios ni en la verdad absoluta en asuntos morales tal vez se consideren las más tolerantes; para ellas, casi cualquier cosa está bien. Ese sistema de creencia puede tolerar casi toda conducta y a casi toda clase de persona pero, lamentablemente, algunos de los que creen en el relativismo moral parecen tener dificultades para tolerar a quienes insisten en que hay un Dios que debe respetarse y ciertas verdades morales absolutas que deben observarse.
Tres verdades absolutas
Por lo tanto, ¿qué significa la tolerancia para nosotros y para otros creyentes?, y ¿qué dificultades particulares tenemos para aplicarla? Comenzaré con tres verdades absolutas; las expreso en mi condición de Apóstol del Señor Jesucristo, pero creo que, en general, los creyentes comparten la mayoría de estas ideas.
Primero: todas las personas son hermanos y hermanas ante Dios, y sus diversas religiones les han enseñado a amarse y hacerse bien los unos a los otros. El presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008) expresó este concepto a los Santos de los Últimos Días: “Cada uno de nosotros (de diversas denominaciones religiosas) cree en la paternidad de Dios, aunque podamos diferir en nuestras interpretaciones de Él. Cada uno de nosotros forma parte de una gran familia, la familia humana, hijos e hijas de Dios y, por lo tanto, somos hermanos y hermanas. Debemos esforzarnos más por desarrollar el respeto mutuo, una actitud de paciencia con tolerancia el uno por el otro, sean cuales sean las doctrinas y filosofías que podamos profesar”3.
Observen que el presidente Hinckley se refirió al respeto mutuo, así como a la tolerancia. El convivir con respeto mutuo hacia las diferencias del uno y del otro es un desafío en el mundo actual. Sin embargo, y aquí expreso una segunda verdad absoluta, ese vivir con diferencias es lo que el evangelio de Jesucristo nos enseña que debemos hacer.
Jesús enseñó que el reino de los cielos es semejante a la levadura (véase Mateo 13:33); se esconde en la masa más grande hasta que ésta queda toda leudada, es decir, se levanta por la influencia de la levadura. Nuestro Salvador también enseñó que Sus seguidores tendrían aflicción en el mundo (véase Juan 16:33), que sus números y dominios serían pequeños (véase 1 Nefi 14:12) y que se les aborrecería porque no son del mundo (véase Juan 17:14). Pero ésa es nuestra función. Somos llamados a vivir con otros hijos de Dios que no comparten nuestra fe ni nuestros valores, y que no tienen las obligaciones que nosotros hemos asumido por convenio. Debemos estar en el mundo, pero no ser del mundo.
Ya que a los seguidores de Jesucristo se les manda ser levadura, debemos procurar la tolerancia de los que nos aborrecen por no ser del mundo. Como parte de ello, a veces tendremos que desafiar leyes que afectarían la libertad de practicar nuestra fe, apoyándonos en los derechos constitucionales del libre ejercicio de la religión. La gran preocupación es que “la gente de todas religiones tenga la capacidad de desarrollar su relación con Dios y los unos con los otros sin que el gobierno se interponga”4. Ése es el motivo por el que nos hacen falta la comprensión y el apoyo cuando tenemos que luchar por la libertad religiosa.
Nosotros también debemos poner en práctica la tolerancia y el respeto hacia los demás. Como enseñó el apóstol Pablo, los cristianos deben seguir “lo que conduce a la paz” (Romanos 14:19) y, en lo posible, “[tener] paz con todos los hombres” (Romanos 12:18 ). Por consiguiente, debemos estar alerta para reconocer lo bueno que veamos en todas las personas y en muchas opiniones y prácticas que difieren de las nuestras. Como enseña el Libro de Mormón:
“…todo lo que es bueno viene de Dios…
“…de manera que todo aquello que invita e induce a hacer lo bueno, y a amar a Dios y a servirle, es inspirado por Dios.
“Tened cuidado… de que no juzguéis… que lo que es bueno y de Dios sea del diablo” (Moroni 7:12–14).
Ese concepto hacia las diferencias dará como resultado la tolerancia y también el respeto hacia nosotros.
La tolerancia y el respeto que demostremos a los demás y a sus creencias no nos harán abandonar nuestro compromiso con las verdades que comprendemos y los convenios que hemos hecho. Ésta es la tercera verdad absoluta: Se nos ha enviado para ser combatientes en la guerra entre la verdad y el error. En eso no hay terreno neutral; debemos defender la verdad, aun cuando practiquemos la tolerancia y el respeto hacia las creencias e ideas diferentes de las nuestras y hacia las personas que las profesen.
Tolerancia hacia la conducta
Si bien debemos ejercer tolerancia y respeto hacia otras personas y sus creencias, incluso hacia el derecho que tienen de exponer y defender su posición, no se nos requiere respetar ni tolerar la conducta incorrecta. Nuestro deber para con la verdad exige que procuremos evitar el contacto con algunos comportamientos erróneos, lo cual es fácil en casos de las conductas extremas que la mayoría de los creyentes y los incrédulos consideran erróneas o inaceptables.
En el caso de conductas no tan graves, en las que incluso los creyentes no concuerdan en su opinión de si son malas o no, resulta mucho más difícil definir la naturaleza y la extensión de lo que debemos tolerar. Por ello, una reflexiva hermana Santo de los Últimos Días me escribió sobre su preocupación de que “la definición que da el mundo de ‘tolerancia’ tiende a usarse cada vez más para justificar estilos de vida inicuos”; y me preguntó cómo definiría el Señor la tolerancia5.
El presidente Boyd K. Packer, Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles, ha dicho: “La palabra tolerancia no viene sola sino que precisa de un objeto y una respuesta para que pueda considerársele una virtud… La tolerancia con frecuencia se exige, pero rara vez es correspondida. Tengan cuidado con la palabra tolerancia; es una virtud muy inestable”6.
Esa inspirada advertencia nos recuerda que para las personas que creen en la verdad absoluta, la tolerancia a la conducta es como una moneda de dos caras; la tolerancia o el respeto está en un lado de la moneda, pero la verdad siempre está en el otro lado; no pueden poseer ni utilizar esa moneda sin ser conscientes de las dos caras.
Nuestro Salvador aplicaba ese principio. Al dirigirse a la mujer sorprendida en adulterio, Jesús le habló palabras consoladoras de tolerancia: “Ni yo te condeno”. Luego, al despedirla, le dijo las imperativas palabras de verdad: “Vete, y no peques más” (Juan 8:11). Todos debemos ser edificados y fortalecidos por medio de este ejemplo de expresar tanto la tolerancia como la verdad: amabilidad en la comunicación, pero firmeza en la verdad.
Otra fiel Santo de los Últimos Días escribió: “A menudo oigo tomar el nombre de Dios en vano, y también tengo conocidas que me cuentan que conviven con su novio. También he notado que la observancia del día de reposo es casi obsoleta. ¿Cómo puedo cumplir mi convenio de ser un testigo sin ofender a esas personas?”7.
Empiezo por referirme a nuestra propia conducta. Al aplicar las exigencias a veces competitivas de la verdad y la tolerancia a esos tres comportamientos: la blasfemia, la convivencia ilegal y el quebrantar el día de reposo —así como a muchos otros— no debemos ser tolerantes con nosotros mismos; debemos regirnos por las demandas de la verdad. Tenemos que ser fuertes en guardar los mandamientos y nuestros convenios, y debemos arrepentirnos y mejorar cuando fallemos.
El presidente Thomas S. Monson ha enseñado: “Hoy día, la cara del pecado usa muchas veces la máscara de la tolerancia. No sean engañados; detrás de esa fachada están la congoja, la desdicha y el dolor… Si los que supuestamente son sus amigos los instan a hacer algo que ustedes saben que es malo, sean ustedes los que defiendan lo correcto, aunque tengan que estar solos”8.
De la misma forma, con nuestros hijos y otras personas a quienes tenemos la responsabilidad de enseñar, nuestro deber hacia la verdad es fundamental. Desde luego, los esfuerzos en la enseñanza sólo dan fruto por medio del albedrío de los demás, por lo que nuestra enseñanza siempre se debe realizar con amor, paciencia y persuasión.
Hablaré ahora de las obligaciones hacia la verdad y la tolerancia en nuestras relaciones personales con conocidos que dicen obscenidades en nuestra presencia, que conviven con una pareja sin casarse o que no observan el día de reposo debidamente.
Nuestra obligación de ser tolerantes implica que ninguna de esas conductas, ni ninguna otra que consideremos que se aparta de la verdad, deben causar jamás que reaccionemos comunicándonos con odio ni acciones groseras. Pero nuestra obligación hacia la verdad tiene su propia lista de requisitos y su propia lista de bendiciones. Cuando hablamos “verdad cada uno con su prójimo” y hablamos “la verdad en amor” (Efesios 4:15, 25), estamos actuando como siervos del Señor Jesucristo y hacemos Su obra. Los ángeles estarán con nosotros y Él enviará Su Santo Espíritu para guiarnos.
En este tema delicado, tenemos primero que determinar si deberíamos conversar con nuestros conocidos sobre lo que sabemos que es verdad en cuanto a su comportamiento, y hasta qué punto hacerlo. En la mayoría de los casos, esa decisión dependerá de cuán directamente eso nos afecte de forma personal.
Las blasfemias que se digan constantemente en nuestra presencia son una causa apropiada para manifestar el hecho de que eso nos resulta ofensivo; las que expresen los incrédulos en nuestra ausencia probablemente no sean motivo para confrontar a los ofensores.
Sabemos que la cohabitación [concubinato] es un pecado grave, en el que los Santos de los Últimos Días no deben participar. Cuando los que nos rodean lo practican, puede tratarse de una conducta privada o de algo que se nos pida tolerar, auspiciar o facilitar. En el equilibrio que existe entre la verdad y la tolerancia, ésta puede predominar si esa conducta no nos involucra personalmente. Pero si el concubinato nos afecta de forma personal, debemos regirnos por nuestro deber hacia la verdad. Por ejemplo, una cosa es pasar por alto pecados graves que se cometan en privado, y otra muy distinta es que se nos pida que los auspiciemos o los aprobemos implícitamente, como es el hecho de aceptarlos en nuestro propio hogar.
Sobre la observancia del día de reposo quizás debamos explicar nuestra creencia de que el guardarlo, lo que incluye tomar la Santa Cena, nos restaura espiritualmente y nos hace mejores para el resto de la semana. A otros creyentes, podemos manifestarles aprecio por el hecho de tener en común lo más esencial: cada uno de nosotros cree en Dios y en la existencia de la verdad absoluta, aun cuando discrepemos en nuestras definiciones de esos fundamentos. Por lo demás, debemos recordar la enseñanza del Salvador de que es preciso evitar la contención (véase 3 Nefi 11:29–30 ) y que nuestro ejemplo y predicación sean “la voz de amonestación, cada hombre a su vecino, con mansedumbre y humildad” (D. y C. 38:41).
En todo esto no debemos emitir juicios sobre nuestros semejantes o compañeros en cuanto al resultado final de sus comportamientos. Ese juicio es del Señor, no nuestro.
Los principios en el debate público
Cuando los creyentes entran en el debate público, motivados por sus creencias, para tratar de influir en la promulgación y administración de leyes, deben aplicar algunos principios diferentes.
Primero, deben procurar la inspiración del Señor para seleccionar y ser sabios en elegir los verdaderos principios que intenten promover mediante una ley o acción ejecutiva. Generalmente, deben abstenerse de procurar leyes o acciones administrativas que promuevan creencias que son particulares de los creyentes, tales como imponer actos de adoración, aun en forma indirecta. Los creyentes pueden emplear menos cautela en procurar una acción gubernamental que sirva principios más amplios que el simplemente facilitar la práctica de sus creencias, tales como leyes relacionadas con la salud pública, la seguridad y la moral.
Los creyentes pueden y deben procurar leyes que preserven la libertad religiosa. Junto con el aumento del relativismo moral, en los Estados Unidos y en otras naciones se experimenta una preocupante disminución de aprecio público por la religión. Aunque antes formaba parte de la vida de los estadounidenses, ahora muchas personas desconfían de la religión. Algunas voces influyentes incluso cuestionan la magnitud de protección que deben brindar nuestras constituciones al libre ejercicio de la religión, incluso el derecho de practicar y predicar principios religiosos.
Éste es un asunto vital en el que debemos unirnos los que creemos en un Ser Supremo que ha establecido en forma absoluta el bien y el mal en el comportamiento humano, a fin de insistir en nuestros derechos adquiridos y largo tiempo honrados de ejercer nuestra religión, de votar de acuerdo con nuestra consciencia en asuntos públicos y de participar en elecciones y debates en el entorno público y en las cortes de justicia. Debemos unir nuestro esfuerzo al de otros creyentes para preservar y fortalecer la libertad de defender y practicar nuestras creencias religiosas, sean cuales sean; por ese motivo, tenemos que andar juntos en la misma senda con el fin de asegurarnos la libertad de seguir caminos diferentes, cuando sea preciso, de acuerdo con nuestras distintas creencias.
Segundo: cuando los creyentes promueven sus ideas en público, deben ser siempre tolerantes a las opiniones y la ideología de los que no concuerden con sus creencias. Los creyentes deben expresarse siempre con amor, demostrando paciencia, comprensión y compasión hacia sus adversarios. Los cristianos creyentes tienen el mandamiento de amar a su prójimo (véase Lucas 10:27) y de perdonar (véase Mateo 18:21–35). Además, deben recordar la enseñanza del Salvador: “…bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen” (Mateo 5:44).
Tercero: los creyentes no deben desalentarse ante la conocida acusación de que están tratando de legislar la moral. Muchos aspectos de la ley se basan en la moral judeocristiana, y esto ha sido así durante siglos. La civilización occidental se basa en la moral y no puede existir sin ella. John Adams, segundo presidente de Estados Unidos, declaró: “Nuestra constitución fue creada solamente para un pueblo moral y religioso, y es totalmente inadecuada para gobernar a otro tipo de pueblo”9.
Cuarto: los creyentes no deben eludir procurar leyes que preserven condiciones o normas públicas que los ayuden a practicar los requisitos de su fe, cuando esas condiciones o normas sean igualmente favorables para la salud, la seguridad o la moral públicas. Por ejemplo, si bien hay creencias religiosas en las que se apoyan muchas leyes penales y algunas relacionadas con la familia, tales leyes tienen una larga historia de ser apropiadas en las sociedades democráticas; pero, donde los creyentes son mayoría, siempre deben ser sensibles a los puntos de vista de las minorías.
Por último: el espíritu del equilibrio que debemos establecer entre la verdad y la tolerancia se aplica en estas palabras del presidente Hinckley: “Acerquémonos a los de nuestras comunidades que no sean de nuestra fe; seamos buenos vecinos, amables, generosos y cordiales. Participemos en las buenas causas de la comunidad. Puede haber situaciones en las que estén en juego serios asuntos morales y donde no podamos ser flexibles en materia de principios; pero en tales casos, podemos discrepar cortésmente sin ser desagradables; podemos reconocer la sinceridad de aquellos cuyas posiciones no nos es posible aceptar. Podemos hablar de principios en vez de personalidades”10.
El atalaya de la torre
La Biblia enseña que una de las funciones de un profeta es ser un “atalaya” para advertir a Israel (véase Ezequiel 3:17; 33:7). En una revelación, el Señor agregó este consejo para la Sión actual: “…edificad una torre para que uno… sea el atalaya” que vea “al enemigo cuando todavía [esté] lejos” y dé la advertencia para salvar la “viña de la mano del destructor” (D. y C. 101:45, 54).
Les hablo como uno de esos atalayas o centinelas, y les aseguro que mi mensaje es verdadero. ¡Proclamo mi conocimiento de que Dios vive! Testifico que Jesucristo es el Hijo de Dios, crucificado por los pecados del mundo, y que Él extiende a cada uno de nosotros la incesante invitación de que recibamos Su paz aprendiendo de Él y andando por Su senda (véase D. y C. 19:23).