Cristo, el Redentor
[El sacrificio del Redentor] bendijo a todos, desde Adán, el primero, hasta el último de los seres humanos.
Jesucristo, el Hijo de Dios, nació y murió en circunstancias únicas; vivió y creció en humildad, despojado de las cosas materiales. Declaró acerca de sí mismo: “Las zorras tienen guaridas, y las aves de los cielos nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde recostar la cabeza” (Lucas 9:58).
Nunca recibió honores, favores, reconocimiento, ni trato preferencial de los gobernantes de la tierra ni de los religiosos de Su época, ni se sentó en los primeros lugares de las sinagogas.
Su predicación fue sencilla y, aunque multitudes lo seguían, Su ministerio siempre consistió en bendecir a las personas una por una. Realizó un sinnúmero de milagros entre aquellos que lo aceptaron como el enviado de Dios.
Dio a Sus apóstoles esa misma autoridad y poder para hacer milagros “aún mayores” de los que Él hizo (Juan 14:12), pero nunca les delegó el privilegio de perdonar pecados. Sus enemigos se indignaron cuando lo escucharon decir: “…vete, y no peques más” (Juan 8:11); o: “…tus pecados te son perdonados” (Lucas 7:48); ese derecho le pertenece sólo a Él por ser el Hijo de Dios y porque pagaría por ellos con Su Expiación.
Su poder sobre la muerte
Su poder sobre la muerte también fue otro atributo divino. Jairo, un principal de la sinagoga, le rogó que “entrase en su casa pues su hija única se estaba muriendo” (Lucas 8:41–42). El Maestro escuchó su ruego y, mientras caminaban, un siervo alcanzó a Jairo y le dijo: “No molestes al Maestro, tu hija ha muerto” (Lucas 8:49). Al entrar a la casa, Jesús pidió a todos que salieran y, seguidamente, tomándole de la mano le dijo: “¡…levántate!” (Lucas 8:54).
En otra ocasión, mientras viajaba a la Ciudad de Naín, se encontró con un cortejo fúnebre, donde una viuda lloraba por la muerte de su único hijo. Lleno de misericordia, tocó el féretro y dijo: “Joven, a ti te digo, ¡levántate!” (Lucas 7:14). La gente, al ver el milagro, exclamó: “Un gran profeta se ha levantado entre nosotros y: …Dios ha visitado a su pueblo” (Lucas 7:16). Este milagro fue más notorio porque ya lo habían declarado legalmente muerto, tanto así que ya se dirigían a sepultarlo. Con dos jóvenes “vueltos a la vida”, la evidencia de Su autoridad y poder sobre la muerte asombró a los creyentes y atemorizó a Sus difamadores.
La tercera ocasión fue la más impresionante. Marta, María y Lázaro eran hermanos a quienes Cristo solía visitar. Cuando la gente le informó que Lázaro estaba enfermo, permaneció dos días más antes de partir para ir a visitar a la familia. Al consolar a Marta, después de la muerte de su hermano, le testificó categóricamente “Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá” (Juan 11:25).
Cuando el Salvador pidió que removieran la piedra del sepulcro, Marta tímidamente le susurró: “Señor, hiede ya, pues lleva cuatro días” (Juan 11:39).
Entonces Jesús le recordó con amor: “¿No te he dicho que si crees, verás la gloria de Dios?” (Juan 11:40); y habiendo dicho esto clamó a gran voz:
“¡Lázaro, ven fuera!
“y el que había estado muerto, salió” (Juan 11:43–44).
Después de cuatro días en una tumba, la evidencia fue tan irrefutable, que ante la imposibilidad de ignorarla, disminuirla o distorsionarla, los enemigos del Hijo de Dios, insensata y maliciosamente, “…desde aquel día convinieron en matarle” (Juan 11:53).
El nuevo mandamiento
Más tarde, el Cristo viviente celebró con Sus apóstoles Su última fiesta de la Pascua en Jerusalén; estableció la ordenanza de la Santa Cena y les dio el mandamiento de amarse los unos a los otros a través del servicio sincero.
Su agonía en Getsemaní
Después, en la más sublime muestra de Su amor por la humanidad y en completo ejercicio de Su voluntad, caminó con valor y determinación a enfrentar Su más exigente prueba. En el Jardín de Getsemaní sufrió en completa soledad la más intensa agonía, al grado de sudar sangre por cada poro. En total sumisión ante Su Padre, expió nuestros pecados y también tomó sobre sí nuestras enfermedades y aflicciones para saber cómo socorrernos (Alma 7:11–14).
Estamos en deuda con Él y con nuestro Padre Celestial, porque Su sacrificio bendijo a todos, desde Adán, el primero, hasta el último de los seres humanos.
Juicio y crucifixión del Salvador
Una vez concluida Su agonía en Getsemaní, también voluntariamente se entregó a sus detractores. Traicionado por uno de los Suyos, fue juzgado precipitadamente, en forma injusta e ilegal, en un juicio manipulado y parcial. Esa misma noche fue acusado del delito de blasfemia y condenado a muerte. En su odio y deseos de venganza por testificarles que era el Hijo de Dios, Sus enemigos se confabularon para que lo juzgara Pilato. A fin de lograrlo, cambiaron la acusación de blasfemia por sedición para que Su muerte fuera por crucifixión.
Su juicio entre los romanos fue todavía más cruel: sus burlas y desprecio sobre su reinado espiritual, la humillante coronación con espinas, su dolorosa flagelación y la prolongada agonía de su crucifixión en público, era una clara advertencia para todo aquel que osara declararse Su discípulo.
En todo momento de Su sufrimiento, el Redentor del mundo demostró un dominio excepcional de Sí mismo. Siempre pensaba en bendecir a otros; con bondad y ternura rogó a Juan que cuidara de Su madre María. A Su Padre en los cielos pidió que perdonara a los verdugos que lo crucificaron. Cumplida Su obra terrenal, encomendó Su espíritu a Dios y expiró. El cuerpo físico de Cristo fue llevado a la tumba y permaneció allí tres días.
La obra del Redentor entre los muertos
Mientras que Sus discípulos sufrían de tristeza, desaliento e incertidumbre, nuestro Salvador, en otra fase de Su glorioso Plan, extendió Su ministerio a un nivel inimaginable. En el corto lapso de tres días, trabajó incansablemente para organizar la gigantesca obra de salvación entre los muertos. Esos días se convirtieron en los más esperanzadores para la familia de Dios. Durante esa visita organizó a Sus fieles para que llevaran “gozosas nuevas” de redención a aquellos que en vida no supieron de Su glorioso plan, o lo rechazaron. Ahora tendrían la oportunidad de ser liberados de su cautividad, y ser redimidos por el Dios de los vivos y los muertos (D. y C. 138:19, 30–31).
Las Primicias de la Resurrección
Completada Su obra en el mundo de los espíritus, volvió a la tierra para unirse a Su cuerpo físico por siempre jamás. Aunque demostró con autoridad Su poder sobre la muerte, los casos de las personas que se mencionan en las Escrituras antes de Su resurrección sólo fueron “vueltas a la vida”, la cual se les prolongó; pero volverían a morir.
Cristo fue el primero en resucitar para nunca más morir, poseyendo para siempre un cuerpo perfecto y eterno. En esas condiciones se apareció a María quien, tan pronto lo reconoció, lo adoró. Nuestro Redentor, con gran ternura le advirtió de Su nueva y gloriosa condición: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre” (Juan 20:17), testimonio adicional de que Su ministerio en el mundo de los espíritus fue real y completo. Luego, usando un lenguaje que confirmaba la realidad de Su resurrección dijo: “Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios” (Juan 20:17). Después de ir a Su Padre, volvió de nuevo y se apareció a Sus apóstoles, “les mostró las manos y el costado. Y los discípulos se regocijaron al ver al Señor” (Juan 20:20).
El Redentor volverá
Testifico que Cristo volverá en forma muy diferente a la primera vez. Vendrá con poder y gloria, con todos los justos y fieles. Vendrá como Rey de reyes y Señor de señores, como el Príncipe de paz, el Mesías prometido, el Salvador y Redentor, para juzgar a los vivos y a los muertos. Ruego que seamos dignos de vivir con Él, que sirvamos con gozo y dedicación y que permanezcamos fieles a Él hasta el fin. En el nombre de Jesucristo. Amén.