Nuestro hogar, nuestra familia
El corazón de Lizochka
La autora actualmente vive en Bélgica.
Mi esposo y yo nos unimos a la Iglesia en Rusia en 1995, y nos sellamos al año siguiente en el Templo de Estocolmo, Suecia. Nuestras dos hijas menores también se sellaron a nosotros. Dos años después, tuvimos la bendición de tener otra hija: Lizochka. Todo iba bien en nuestra vida, éramos felices; pero dos días después del nacimiento de nuestra pequeña, comenzó a tener problemas para comer. En un mes aumentó sólo trescientos gramos.
El personal del centro médico para niños nos dijo que le diéramos de comer más seguido; sin embargo, yo veía que ella quería comer, pero no podía. Al final, mi esposo la llevó al hospital de la ciudad. El doctor nos dio el diagnóstico de inmediato: un defecto congénito en el corazón. Una de las válvulas del corazón no le funcionaba y el poco flujo de sangre a sus pulmones hacía que le fuera difícil respirar y comer.
Necesitaba una cirugía; pero en Rusia, esa operación se hacía a niños a partir de los dos años; nuestra hijita sólo tenía un mes. El doctor le dio un tratamiento y dijo que la operarían cuando fuera un poco mayor.
Un mes después, la salud de Lizochka empeoró drásticamente y la llevamos de urgencia al hospital. En el camino, yo la llevaba en los brazos y ella me miraba como si suplicara ayuda. Si no hubiese sido miembro de la Iglesia, no sé qué hubiera hecho; pero mi esposo y yo confiábamos en el Señor y creíamos firmemente que todo saldría bien. Traté de calmarla, diciéndole: “No tengas miedo mi pequeña, Dios nos ama; Él nos ayudará, todo saldrá bien”.
Finalmente llegamos. Abrazándola fuerte, corrí a la recepción; Lizochka comenzó a cerrar los ojos y apenas respiraba. Casi sin poder hablar, le expliqué al doctor la condición de mi hija y el personal médico la llevó a la unidad de cuidado intensivo. El doctor dijo que se le habían comenzado a inflamar los pulmones y la conectaron a un respirador artificial.
Al día siguiente hablamos con el director de la unidad de cardiocirugía. Él dijo: “He hecho este tipo de operaciones sólo en niños más grandes; ¿cuántos meses tiene?”.
“Dos meses”, contestamos.
“Ya está con mucho dolor; es tan pequeña, y la inflamación de los pulmones complica las cosas, pero no debemos dejar pasar más tiempo. Nunca he hecho una operación en un bebé tan pequeño; haré todo lo posible. Tendrán que comprar una válvula artificial que es muy cara, como unos 2.000 dólares; y llevaremos a cabo la cirugía dentro de cuatro días”.
¿Qué íbamos a hacer? Ni nosotros ni nadie que conocíamos tenía esa cantidad de dinero. Sin embargo, otras personas se enteraron de nuestra situación y, por medio de su generosidad y de la misericordia del Señor, pudimos juntar los fondos necesarios. Mi esposo compró la válvula que necesitábamos para salvar la vida de nuestra hijita.
No sólo los miembros de nuestro barrio oraron y ayunaron por nuestra hija, sino que también lo hicieron los misioneros y muchos Santos de los Últimos Días de toda la ciudad. Sentimos su apoyo; mientras estábamos sentados en la sala de espera el día de la operación, sentimos la presencia del Espíritu Santo y la influencia de las oraciones de nuestros hermanos y hermanas. ¡Sabíamos que estaban cerca de nosotros! Dios también estaba con nosotros, guiando a los cirujanos. Él no nos iba a abandonar, y todo saldría bien.
Cuando el cirujano salió de la operación, un poco perplejo, nos dijo: “Todo salió bien. Coloqué la válvula y, no sé cómo, pero la operación fue un éxito”. Sin embargo, nosotros sí sabíamos cómo; el Padre Celestial lo había bendecido.
Lizochka estuvo en el hospital otros tres días mientras se le desinflamaban los pulmones. La habían abierto por completo y habían sellado la abertura sólo con una membrana delgada. Unos días después, la volvieron a operar para cerrarle el pecho y sellar los órganos. Casi ninguno de los doctores esperaba que sobreviviera; pero nosotros creíamos en nuestro Padre Celestial y en Su poder, y sabíamos que si era Su voluntad, ella se recuperaría.
Sólo Dios podía devolvernos a nuestra Lizochka. Cada día que pasaba, ella mejoraba. Se quedó en el hospital un mes más y ahora está en casa con nosotros.
Dios es un Dios de milagros. Él escucha nuestras oraciones y, durante los momentos difíciles, Él nos lleva en Sus brazos. Las pruebas fortalecen nuestra fe y nos enseñan a creer, a tener esperanza y amor.