Cómo encontrar tu vida
Tomado de un discurso de un devocional del Sistema Educativo de la Iglesia titulado: “Cómo salvar tu vida”, pronunciado en la Universidad Brigham Young, el 14 de septiembre de 2014. Para escuchar el discurso completo, vaya a devotionals.lds.org.
Al dar Su vida, Cristo no solo salvó la de Él; salvó la vida de todos nosotros. Él hizo posible que cambiáramos nuestra vida mortal, y en definitiva limitada y vana, por la vida eterna.
Cuando Jesús y Sus Apóstoles estaban juntos en Cesarea de Filipo, Él les hizo esta pregunta: “… ¿quién decís que soy yo?” (Mateo 16:15). Pedro, con elocuencia y fervor reverentes, respondió: “¡Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente!” (Mateo 16:16; véanse también Marcos 8:29; Lucas 9:20).
Me emociona leer esas palabras; me emociona pronunciarlas. Poco después de aquel momento sagrado, cuando Jesús habló a los apóstoles sobre Su inminente muerte y resurrección, Pedro lo contradijo. Ello le valió a Pedro la dolorosa reprimenda de que él no estaba a tono o no “entendía” lo que es de Dios, “sino lo que es de los hombres” (Mateo 16:21–23; véase también Marcos 8:33). Luego Jesús, “demostrando mayor amor hacia el que [había] reprendido” (D. y C. 121:43), instruyó con bondad a Pedro y a sus hermanos sobre tomar nuestra propia cruz y perder la propia vida como la manera de hallar la vida abundante y eterna, siendo Él mismo el ejemplo perfecto (véase Mateo 16:24–25).
Quiero hablarles sobre la afirmación aparentemente paradójica del Salvador: “El que halla su vida, la perderá; y el que pierde su vida por causa de mí, la hallará” (Mateo 10:39; véanse también Mateo 10:32–41; 16:24–28; Marcos 8:34–38; Lucas 9:23–26; 17:33). En ella se enseña una doctrina elocuente y trascendental que debemos entender y aplicar.
Un profesor ofrece esta reflexión: “Así como los cielos son más altos que la tierra, la obra de Dios en tu vida es mayor que la historia que a ti te gustaría que tu vida narrase. Su vida es mayor que tus planes, objetivos o temores. Para salvar la vida, tendrás que dejar de lado tu historia y, minuto a minuto, día a día, regresarle tu vida a Él”1.
Cuanto más pienso en ello, más me asombra con cuánta constancia entregó Jesús Su vida al Padre, con cuánta perfección perdió Su vida para hacer la voluntad del Padre, tanto en la vida como en la muerte. Es, precisamente, lo opuesto a la actitud y el método de Satanás, tan extendidamente adoptados en el mundo egoísta en el que vivimos.
En el concilio preterrenal, al ofrecerse para cumplir la función de Salvador en el plan divino del Padre, Jesús dijo: “Padre, hágase tu voluntad, y sea tuya la gloria para siempre” (Moisés 4:2; cursiva agregada). Lucifer, por el contrario, dijo: “Heme aquí, envíame a mí. Seré tu hijo y redimiré a todo el género humano, de modo que no se perderá ni una sola alma, y de seguro lo haré; dame, pues, tu honra” (Moisés 4:1; cursiva agregada).
El mandamiento de Cristo de seguirle es el mandamiento de rechazar otra vez el modelo satánico y perder nuestra vida a favor de la vida real, de la vida auténtica, de la vida que nos posibilita el reino celestial que Dios desea para cada uno de nosotros. Dicha vida bendecirá a todas las personas con las que entremos en contacto y nos hará santos. Según nuestra limitada visión, es una vida que excede la comprensión. Ciertamente, “cosas que ojo no vio, ni oído oyó, ni han subido al corazón del hombre, son las que Dios ha preparado para aquellos que le aman” (1 Corintios 2:9).
Me hubiera encantado tener más detalles de la conversación entre Cristo y Sus discípulos; nos hubiese ayudado a comprender mejor el significado, en la práctica, de perder la vida por Su causa y, por tanto, encontrarla. Al reflexionar al respecto, comprendí que las palabras del Salvador, antes y después de Su afirmación, brindan una valiosa guía. Consideremos tres de esos comentarios contextuales.
Tomar nuestra cruz cada día
En primer lugar están las palabras que el Señor pronunció justo antes de decir: “Porque todo el que quiera salvar su vida, la perderá” (Mateo 16:25). Tal como consta en todos los Evangelios sinópticos, Jesús dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz y sígame” (Mateo 16:24). Lucas añade la frase cada día: “tome su cruz cada día” (Lucas 9:23). En la Traducción de José Smith de Mateo se amplía esa declaración con la definición del Señor de lo que significa tomar la cruz de uno mismo: “Y ahora, para que el hombre tome su cruz, debe abstenerse de toda impiedad, y de todo deseo mundano y guardar mis mandamientos” (Mateo 16:24, nota b al pie de página).
Esto concuerda con la afirmación de Santiago: “La religión pura y sin mácula delante de Dios el Padre es ésta… guardarse sin mancha del mundo” (Santiago 1:27). Se trata de una vida diaria de abstención de todo lo que sea impuro, mientras se guardan firmemente los dos grandes mandamientos —amar a Dios y al prójimo— de los que dependen todos los demás mandamientos (véase Mateo 22:37–40). Por consiguiente, uno de los elementos del perder la vida a favor de la mejor vida que el Señor desea para nosotros consiste en tomar Su cruz día a día.
Confesar a Cristo delante de los demás
La segunda declaración adicional sugiere que hallar la vida al perderla por causa de Él y del Evangelio conlleva la disposición de hacer que nuestro discipulado sea manifiesto y público: “Porque el que se avergonzare de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en la gloria de su Padre con los santos ángeles” (Marcos 8:38; véase también Lucas 9:26).
En otra parte de Mateo hallamos una afirmación semejante:
“A cualquiera, pues, que me confiese delante de los hombres, yo también le confesaré delante de mi Padre que está en los cielos.
“Y a cualquiera que me niegue delante de los hombres, yo también le negaré delante de mi Padre que está en los cielos” (Mateo 10:32–33).
Un significado obvio y más bien solemne de perder la vida al confesar a Cristo es literalmente perderla al sostener y defender su creencia en Él. Nos hemos acostumbrado a considerar que ese requisito extremo se aplica a la historia al leer sobre mártires de épocas pasadas, entre ellos, la mayoría de los apóstoles de antaño. Pero ahora vemos que lo que era algo histórico está llegando al presente2.
No sabemos lo que el futuro podría depararnos, pero si alguno de nosotros debe afrontar la agonía de perder la vida literalmente en la causa del Maestro, confío en que mostremos el mismo valor y la misma lealtad.
No obstante, la aplicación más común (y a veces más difícil) de la enseñanza del Salvador, se relaciona con la manera en que vivimos día a día; tiene que ver con las palabras que decimos, con el ejemplo que damos. Nuestra vida debe confesar a Cristo y, junto con nuestras palabras, testificar de nuestra fe en Él y nuestra devoción a Él; y ese testimonio se debe defender con resolución ante la burla, la discriminación o la difamación por parte de quienes se oponen a Él “en esta generación adúltera y pecadora” (Marcos 8:38).
En una ocasión diferente, el Señor añadió esta notable declaración sobre nuestra lealtad a Él:
“No penséis que he venido para traer paz a la tierra; no he venido para traer paz, sino espada.
“Porque he venido para poner en disensión al hombre contra su padre, y a la hija contra su madre y a la nuera contra su suegra.
“Y los enemigos del hombre serán los de su casa.
“El que ama al padre o a la madre más que a mí, no es digno de mí; y el que ama al hijo o a la hija más que a mí, no es digno de mí.
“Y el que no toma su cruz y sigue en pos de mí no es digno de mí” (Mateo 10:34–38).
Decir que no ha venido para traer paz, sino más bien espada, parece en principio una contradicción a los pasajes que se refieren a Cristo como el “Príncipe de paz” (Isaías 9:6), y a lo que se proclamó en Su nacimiento: “¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz, buena voluntad para con los hombres!” (Lucas 2:14) y a otras referencias bien conocidas, como: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Juan 14:27).
“Cierto es que Cristo vino a traer paz; la paz entre el creyente y Dios, y la paz entre los hombres. Sin embargo, el resultado inevitable de la venida de Cristo es el conflicto; el conflicto entre Cristo y el anticristo, entre la luz y las tinieblas, entre los hijos de Cristo y los del diablo. Dicho conflicto puede ocurrir incluso entre los miembros de una misma familia”3.
Estoy seguro de que algunos de ustedes han sido rechazados por su padre y su madre, sus hermanos y hermanas, y aislados al haber aceptado el evangelio de Jesucristo y haber hecho convenio con Él. De una u otra manera, la prioridad de su amor hacia Cristo ha requerido el sacrificio de relaciones que les eran preciadas, y han derramado muchas lágrimas. Sin embargo, aunque no merma el amor que sienten, se mantienen firmes bajo esa cruz, demostrando que no se avergüenzan del Hijo de Dios.
El precio del discipulado
Hace unos años, un miembro de la Iglesia entregó un ejemplar del Libro de Mormón a un amigo amish de Ohio, EE. UU. El amigo empezó a leer el libro ávidamente. Él y su esposa se bautizaron y en el término de siete meses tres matrimonios amish se convirtieron y se bautizaron en la Iglesia. Sus hijos se bautizaron algunos meses después.
Esas tres familias decidieron permanecer en su comunidad y mantener su forma de vida amish, aunque habían dejado dicha religión. Sin embargo, se vieron sujetos al “aislamiento” por parte de sus vecinos amish que son muy unidos. El aislamiento implica que nadie de la comunidad amish les hable, ni trabaje ni comercie ni se relacione con ellos de manera alguna. Eso incluye no solo a los amigos, sino también a los miembros de la familia.
Al principio, aquellos santos amish se sintieron muy solos y aislados cuando incluso sus hijos se vieron sujetos al aislamiento y la expulsión de las escuelas amish. Los hijos han soportado el aislamiento por parte de los abuelos, primos y vecinos cercanos. Tampoco algunos de los hijos más grandes de esas familias amish, quienes no aceptaron el Evangelio, les hablan, ni se relacionan con sus padres, ni los aceptan como tales. Las familias han tenido dificultad para recuperarse de los efectos sociales y económicos del aislamiento, pero están saliendo adelante.
Su fe se mantiene firme. La adversidad y la oposición del aislamiento han causado que sean firmes e inmutables. Un año después de bautizarse, las familias se sellaron en el templo y siguen asistiendo fielmente al templo cada semana. Han hallado fortaleza en recibir las ordenanzas y en concertar y honrar sus convenios. Todos ellos están activos en su congregación de la Iglesia y siguen buscando maneras de compartir la luz y el conocimiento del Evangelio con su familia extendida y su comunidad mediante actos de bondad y servicio.
Sí, el costo de unirse a la Iglesia de Jesucristo puede ser muy alto, pero la admonición de preferir a Cristo por encima de todos los demás, aun de nuestros familiares más cercanos, también se aplica a quienes quizás hayan nacido en el convenio. Muchos de nosotros nos hemos convertido en miembros de la Iglesia sin tener oposición, tal vez en la infancia. El reto que podríamos afrontar es mantenernos fieles al Salvador y a Su Iglesia frente a padres, parientes políticos, hermanos o incluso hijos cuyas conductas, creencias o decisiones hagan imposible que los apoyemos a ellos y a Él simultáneamente.
No es una cuestión de amor; podemos y debemos amarnos los unos a los otros como Jesús nos ama. Como Él dijo: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros” (Juan 13:35). Así que, aunque el amor familiar continúa, la relación podría interrumpirse y, según las circunstancias, a veces podría suspenderse aun el apoyo o la tolerancia, por causa de nuestro amor primordial (véase Mateo 10:37).
En realidad, la mejor forma de ayudar a nuestros seres queridos —la mejor forma de amarlos— es continuar poniendo al Salvador primero. Si soltamos la mano del Señor y nos alejamos debido a la compasión que sentimos por los seres queridos que sufren, perderemos el medio por el cual podríamos haberlos ayudado. Si por el contrario, nos mantenemos firmemente arraigados en la fe, estamos en posición de recibir y ofrecer ayuda divina.
Cuando llega el momento en que un amado familiar quiere desesperadamente volverse a la única fuente de ayuda verdadera y perdurable, sabrá en quién confiar como guía y compañero. Mientras tanto, con el don del Espíritu Santo como guía, podremos ministrar de modo constante para reducir el dolor de las malas decisiones y vendar las heridas al grado que se nos permita. De otro modo, no servimos ni a quienes amamos ni a nosotros mismos.
Dejar de lado el mundo
El tercer elemento de perder nuestra vida por causa del Señor se halla en Sus palabras: “Porque, ¿qué aprovechará al hombre si ganare todo el mundo y perdiere su alma? O, ¿qué recompensa dará el hombre por su alma?” (Mateo 16:26). Como aparece en la Traducción de José Smith: “Pues, ¿qué aprovecha al hombre si gana todo el mundo, y no recibe a aquel a quien Dios ha ordenado, y pierde su propia alma, y él mismo viene a ser desechado?” (Lucas 9:25 [en el apéndice de la Biblia]).
Decir que dejar de lado el mundo para recibir “a aquel a quien Dios ha ordenado” va contra la cultura del mundo actual es, sin duda, insuficiente. Las prioridades y los intereses que más a menudo vemos generalmente a nuestro alrededor (y a veces en nosotros) son intensamente egoístas: el anhelo de recibir reconocimiento; la insistente exigencia de que se respeten los derechos de uno; el ferviente deseo de dinero, objetos y poder; el sentimiento de creerse con derecho a una vida de comodidad y placer; el objetivo de reducir las responsabilidades y evitar por completo todo sacrificio personal para el bien de otros; por mencionar solo algunos.
Esto no quiere decir que no debamos procurar alcanzar el éxito y aun sobresalir en empresas loables, incluso en la formación y el trabajo honrado. Sin duda, tales logros son loables; pero si hemos de proteger nuestra alma, debemos recordar siempre que estos no son fines en sí mismos, sino medios para otro fin más excelso. Con nuestra fe en Cristo, no hemos de ver los éxitos políticos, comerciales, académicos y otros similares como lo que nos define, sino como lo que posibilita el servicio a Dios y al prójimo, comenzando en el hogar y extendiéndonos hasta donde sea posible en el mundo.
El progreso personal tiene valor al grado en que contribuya a que desarrollemos los atributos cristianos. Al evaluar el éxito, reconocemos la profunda verdad detrás de todo lo demás: que nuestra vida pertenece a Dios, nuestro Padre Celestial, y a Jesucristo, nuestro Redentor. El éxito significa vivir en armonía con Su voluntad.
El presidente Spencer W. Kimball (1895–1985) ofreció una expresión sencilla del camino más excelente, que contrasta con la vida narcisista:
“Cuando nos encontramos embarcados en el servicio a nuestro prójimo, no solamente lo ayudamos con nuestras acciones sino que también ponemos nuestros problemas en la debida perspectiva. Si nos preocupamos más por otras personas, tendremos menos tiempo para preocuparnos de nosotros mismos. En medio del milagro de prestar servicio, está la promesa de Jesús de que si nos perdemos [en servir], nos hallaremos a nosotros mismos [véase Mateo 10:39].
“No solo ‘nos hallamos’ en el sentido de que reconocemos la guía divina en nuestra vida, sino que cuanto más sirvamos a nuestros semejantes en la forma adecuada, más se ennoblecerá nuestra alma… [Y] nos convertimos en mejores personas. Ciertamente, es mucho más fácil ‘hallarnos’ ¡porque hay mucho más de nosotros para hallar!”4.
Perder la vida en el servicio de Él
Hace poco me enteré del caso particular de una joven hermana adulta que decidió servir en una misión de tiempo completo. Ella había cultivado la capacidad de conectarse con las personas y entender a la gente de casi todos los credos, ideas políticas y nacionalidades, y le preocupaba que llevar la placa misional todo el día, todos los días, interfiriera con su habilidad excepcional para entablar vínculos. Tras solo unas semanas en la misión, escribió a casa y relató una experiencia sencilla pero significativa:
“La hermana Lee y yo —una de cada lado— pusimos ungüento en las manos de una anciana que tiene artritis mientras estábamos sentadas en su sala. No quería escuchar ningún mensaje, pero sí nos permitió que cantáramos; le encantó. Gracias, placa misional, por concederme licencia para tener experiencias tan cercanas con completos desconocidos”.
Mediante lo que sufrió, el Profeta José Smith aprendió a perder su vida al servicio de su Maestro y Amigo. Una vez dijo: “Me impuse esta regla: Cuando el Señor te lo mande, hazlo”5.
Pienso que todos estaríamos satisfechos de alcanzar ese nivel de fidelidad del hermano José. Aun así, una vez se le forzó a languidecer durante meses en la cárcel de Liberty, Misuri, sufriendo físicamente, pero probablemente más emocional y espiritualmente, al no poder ayudar a su amada esposa, a sus hijos ni a los santos mientras padecían atropellos y persecución. Sus revelaciones y liderazgo los habían llevado a Misuri para establecer Sion, y ahora se los expulsaba de sus casas en invierno y tenían que atravesar el estado entero.
A pesar de todo, en las condiciones de aquella cárcel, redactó una inspirada carta dirigida a la Iglesia con una prosa de lo más elegante y edificante, partes de la cual comprenden ahora las secciones 121, 122 y 123 de Doctrina y Convenios, y concluyen con estas palabras: “… hagamos con buen ánimo cuanta cosa esté a nuestro alcance; y entonces podremos permanecer tranquilos, con la más completa seguridad, para ver la salvación de Dios y que se revele su brazo” (D. y C. 123:17).
Por supuesto, el mayor ejemplo de salvar la propia vida al perderla es este: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad” (Mateo 26:42). Al dar Su vida, Cristo no solo salvó la de Él; salvó la vida de todos nosotros. Él hizo posible que cambiáramos nuestra vida mortal, y en definitiva limitada y vana, por la vida eterna.
El lema de la vida del Salvador es: “… yo hago siempre lo que [al padre] le agrada” (Juan 8:29). Espero que lo conviertan en el lema de su vida. Si lo hacen, salvarán su vida.