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Apéndice: “Transformarse por medio de la renovación de su entendimiento”


Apéndice: “Transformarse por medio de la renovación de su entendimiento”

Devocional de la Universidad Brigham Young–Idaho

13 de mayo de 2003

Cuando tenía dieciséis años, recuerdo que una noche regresé a casa temprano de una actividad social, muy despierto y sin ganas de irme a la cama. Pensé en salir a hacer rebotar la pelota de básquetbol, pero sabía que a los vecinos no les gustaría esa actividad, ya que probablemente estaban acostados. También pensé en poner un poco de música en mi tocadiscos, pero sabía que mis padres se opondrían, ¡ya que su habitación estaba debajo de la mía!

En la mesita de noche había un ejemplar del Libro de Mormón que mi madre siempre colocaba allí con la esperanza de que yo lo leyera. En ese entonces, yo había leído cosas en el Libro de Mormón, pero en realidad no había leído el Libro de Mormón. De hecho, la única frase que recordaba con certeza del libro era: “Yo, Nefi, nací de buenos padres”. Esa noche, sin ningún motivo más que el de no tener nada mejor que hacer, comencé a leer el Libro de Mormón.

A la mañana siguiente, a las 11:00 de la mañana del sábado, mis padres pensaron que me había quedado dormido hasta tarde porque no tenía que ir a trabajar sino hasta en la tarde. Sin embargo, estaba muy despierto. Estaba leyendo las palabras finales de Moroni: “Sí, venid a Cristo, y perfeccionaos en él, y absteneos de toda impiedad, y si os abstenéis de toda impiedad, y amáis a Dios con todo vuestro poder, mente y fuerza, entonces su gracia os es suficiente” (Moroni 10:32). Después de haber leído la invitación final y la despedida de Moroni, me arrodillé junto a mi cama y puse a prueba la promesa que él había hecho un poco antes: “Y cuando recibáis estas cosas, quisiera exhortaros a que preguntéis a Dios el Eterno Padre, en el nombre de Cristo, si no son verdaderas estas cosas; y si pedís con un corazón sincero, con verdadera intención, teniendo fe en Cristo, él os manifestará la verdad de ellas por el poder del Espíritu Santo” (Moroni 10:4).

Aquel sábado por la mañana pedí el testimonio del Espíritu Santo y lo recibí de la manera más clara y poderosa que cualquier conclusión experimental o deducción racional que yo jamás haya hecho. Llegó a ser el fundamento del cual surgieron las convicciones más importantes.

El siguiente lunes por la mañana, en la escuela, me encontré con un buen amigo, que no era miembro de la Iglesia, con quien tenía muchas conversaciones sobre el Evangelio. Me dijo que tenía una lista de cincuenta anacronismos del Libro de Mormón que demostraban que el Libro de Mormón no se basaba en un texto antiguo, sino que era una invención del siglo diecinueve. (Un anacronismo se refiere a una persona, acontecimiento o cosa que está fuera de lugar cronológicamente, como decir que Julio César condujo su vehículo todoterreno hasta Roma).

Bueno, le dije a mi amigo que había llegado demasiado tarde, ¡porque tenía un testimonio certero del Libro de Mormón! Pero le dije: “Dame tu lista y la guardaré”. Guardé esa lista y con el paso de los años, a medida que analistas y académicos hacían más investigaciones y estudios, un punto tras otro fue saliendo de la lista. Finalmente, hace unos años, hablando a un grupo de la Universidad Cornell, les mencioné mi lista y señalé que después de tantos años solo quedaba un punto, pero que yo podía esperar. Después de mi presentación, un distinguido profesor se me acercó y me dijo: “Bueno, puedes quitar tu último punto, porque nuestros estudios indican que no es un anacronismo”.

Piensen por un momento cómo habría sido mi vida si mi convicción del Libro de Mormón hubiera esperado hasta que hubiera resuelto todas las preguntas que mi amigo me había planteado. A menudo he dicho que, cuando se trata de las verdades más fundamentales, no tengo dudas, ¡aunque quizás tenga algunas preguntas! Hay algunas cosas para las cuales debemos tener una certeza que trascienda nuestro entendimiento incompleto y nuestras preguntas inmediatas. Moroni señaló el camino para recibir conocimiento real tanto de las preguntas más fundamentales como de las verdades más sublimes.

El 11 de enero de 2003, en la Primera Reunión Mundial de Capacitación de Líderes, el presidente Boyd K. Packer, del Cuórum de los Doce Apóstoles, declaró a nuestros líderes que “todo lo que aprendan en cuanto a su ordenación y llamamiento lo deben evaluar basándose en verdades fundamentales” y resumió esas verdades. Entre ellas se encuentran la misión divina de Jesucristo y de la Iglesia que Él estableció; la pérdida de las verdades preciosas del Evangelio, el cambio de las ordenanzas y la pérdida de las llaves apostólicas durante la Apostasía; la Restauración bajo la dirección del Padre y del Hijo y por medio del profeta José Smith de lo que se había perdido; y la continuación de las llaves apostólicas y del sacerdocio en la Iglesia en la actualidad.

El presidente Packer señaló al Espíritu Santo como el sextante que cada persona recibe en el bautismo con el fin de discernir esas verdades y establecerlas en nuestra vida. El élder Neal A. Maxwell, también del Cuórum de los Doce Apóstoles, se refirió de manera similar a nuestra responsabilidad de recibir revelación personal para que cada uno de nosotros pueda tener un testimonio seguro de esas verdades más fundamentales.

¿Cuál es exactamente la naturaleza de la verdad de la revelación y del testimonio del Espíritu?

De información a conocimiento

Se dice que estamos en medio de una revolución de la información: las computadoras, los sistemas de almacenamiento, de análisis y de recuperación de información; las redes; la inteligencia artificial, los satélites de comunicación, los sistemas de televisión y teléfono. Aunque estamos inundados de información, muchos se ahogan en la ignorancia. De hecho, incluso dentro del contexto de esta gran revolución secular, un tema clave es la forma en la que traducimos la información en conocimiento: cómo encajamos los fragmentos y las piezas, los datos, en modelos tales que realmente podamos decir que sabemos algo. Una vez que hemos integrado la información en conocimiento, ¿cómo sabemos que lo que sabemos es exacto o completo? Tanto los científicos como los filósofos coinciden en que, en un sentido fundamental, no lo sabemos. Todo conocimiento empírico es provisional, sujeto a más información y a diferentes modelos de interpretación.

Sin embargo, a veces confundimos nuestro conocimiento provisional con lo que sabemos. En un titular del periódico New York Times se leía: “Mass Found in Elusive Particle; Universe May Never Be the Same” [Se descubre masa en una partícula esquiva; el universo podría no volver a ser el mismo] (5 de junio de 1998). El artículo sugería que ahora que los científicos saben que los neutrinos tienen masa, eso retrasará la expansión del universo. De alguna manera, ¡creo que el universo es el mismo hoy que el día antes de que la comunidad científica revisara sus teorías!

Por lo tanto, es posible saber sin saber. De hecho, está escrito que, en el concilio de los cielos, Satanás, que ciertamente tenía mucha información, “no conocía la mente de Dios, de manera que procuraba destruir el mundo” (Moisés 4:6). Pablo habló de aquellos “que siempre están aprendiendo, pero nunca pueden llegar al conocimiento de la verdad” (2 Timoteo 3:7). Amós predijo que en nuestros días habría hambre de conocimiento, y Moroni habló de un velo de incredulidad que causa que los hombres permanezcan en la ceguedad de sus mentes (Éter 4:15).

Por otro lado, el Señor ha mandado que le sirvamos con toda nuestra mente (Doctrina y Convenios 4:2) y que busquemos conocimiento tanto por el estudio como por la fe (Doctrina y Convenios 88:118). Él nos ha aconsejado que escudriñemos el conocimiento de los países y de los reinos, de la historia y de la naturaleza, de las cosas del pasado, de las cosas presentes y de las cosas venideras (Doctrina y Convenios 88:79; 93:24, 53). Él ha prometido que el velo será retirado de nuestra mente (Doctrina y Convenios 110:1) y que esta será iluminada por el Espíritu (Doctrina y Convenios 11:13). Como consecuencia, seremos libres y santos (Helamán 14:30; Doctrina y Convenios 20:31). Y conoceremos la verdad, y la verdad nos hará libres (Juan 8:32).

¿Libres de qué? De la ignorancia, del pecado y de las angustias de la muerte. “Si pides, recibirás revelación tras revelación, conocimiento sobre conocimiento, a fin de que conozcas los misterios y las cosas apacibles, aquello que trae gozo, aquello que trae la vida eterna” (Doctrina y Convenios 42:61).

El carácter del conocimiento espiritual: El paradigma divino

En cada campo de la inteligencia humana, casi todas las proposiciones pueden someterse a la pregunta “¿por qué?”. Todos los padres y madres lo entienden, pero después de preguntar una y otra vez “por qué”, se llega a un punto en el que la única respuesta es: “¡Bueno, así son las cosas!”. En efecto, estamos diciendo que así es como está organizado el mundo. También sabemos que, a veces, incluso esas “verdades básicas” son derribadas por evidencias adicionales. Así son las revoluciones en la historia de la ciencia. ¿No hay nada que no se pueda establecer definitivamente sin esperar nuevas experiencias? Sí.

En esta vida hay ciertas verdades que son tan fundamentales que deben establecerse tan firmemente en nuestra mente y corazón que no se requiera ninguna otra prueba de su veracidad. Para hacer frente a las pruebas de la vida terrenal, nuestro Padre Celestial ha proporcionado un testimonio certero de esos entendimientos cruciales, dentro del cual podemos dar cabida a la luz y al conocimiento adicionales que podamos recibir más adelante. Tal vez no sepamos todas las respuestas; de hecho, tal vez no comprendamos todas las preguntas, pero habremos establecido en nuestra vida un cierto marco de entendimiento que proporcionará no solo una base intelectual y espiritual inquebrantable, sino que [además] transformará nuestra vida misma.

¿Cuál es ese testimonio que nos da un entendimiento que trasciende la comprensión de los sentidos? El testimonio del Espíritu Santo. El entendimiento que se recibe del Espíritu Santo tiene tres aspectos [clave]: primero, se refiere a las verdades más cruciales y trascendentales; segundo, es definitivo en su certeza; y tercero, cambia el comportamiento.

La comprensión procedente del testimonio del Espíritu Santo proporciona, en primer lugar, una arquitectura del conocimiento, espacios dentro de los cuales puede caber conocimiento adicional. Otra manera de explicarlo es que el Espíritu Santo nos proporciona una comprensión de las primeras premisas de la sabiduría. Ustedes recordarán que el proverbista declaró que el principio de la sabiduría es el temor del Señor.

El profeta José Smith dijo que había tres certezas necesarias para que un hombre o una mujer puedan sobrellevar las pruebas de la vida: el conocimiento de que Dios existe; un entendimiento de Su naturaleza, atributos y perfecciones; y la convicción de que el curso de la vida que seguimos está de acuerdo con Su voluntad.

Cuando era estudiante universitario, aprendí que la premisa o proposición original de un silogismo o razonamiento lógico es crucial. Uno puede trabajar a través de líneas de razonamiento maravillosamente sofisticadas y complejas, que parecen lo suficientemente convincentes en cada paso de la lógica, pero, si las premisas son defectuosas o incompletas, toda la línea de razonamiento también será defectuosa, sin importar cuán brillantes sean las deducciones.

Por ejemplo, si partimos de la premisa de que la vida surgió por azar y que su desarrollo es en gran parte aleatorio, interpretaremos la información o los datos físicos, biológicos y sociales de determinada manera, una manera que distorsionará y fragmentará nuestro entendimiento. Tales pensamientos tendrán consecuencias sobre cómo funciona nuestra sociedad y cómo actuamos. Si, por el contrario, partimos de la premisa de que la vida terrenal surgió por designio y se desarrollará de acuerdo con la ley eterna, entenderemos los fragmentos de nuestra información de una manera diferente: veremos la interconexión y la totalidad de la vida. Comprenderemos la jerarquía de la verdad; veremos modelos y propósitos donde los demás ven desorden y azar. Job entendió la relevancia de la premisa original cuando incluso en las profundidades de su desgracia declaró:

“Mas, ¿dónde se hallará la sabiduría? ¿Y dónde está el lugar del entendimiento? […]. Y dijo al hombre: He aquí que el temor del Señor es la sabiduría; y el apartarse del mal, el entendimiento” (Job 28:12, 28).

El alcance de la razón humana es impresionante por sí mismo, de origen eterno y divino e iluminado al nacer por la luz de Cristo; pero no subestimemos la limitación de la perspectiva que se deriva de buscar la verdad prescindiendo de Dios. Cada vez me sorprenden más los límites y los peligros de lo que Pablo llamaría psicología, sociología, filosofía, ciencias políticas, literatura, teatro, música, física, química y biología “carnales”.

No debemos quedar atrapados por las construcciones teóricas ni las explicaciones que nos impiden “sobrepasar los límites del tiempo”. Debemos rechazar la premisa de la causalidad aleatoria y sin propósito que nos impulsa a hacer preguntas equivocadas, a centrarnos en lo temporal a expensas de lo duradero, a hacer inferencias inadecuadas y a sugerir recomendaciones incompletas o inapropiadas. En resumen, corremos el riesgo de predicar las doctrinas temporales de los hombres como si fueran la verdad establecida, viendo, como lo expresó Pablo, “solo expresiones desconcertantes en un espejo”, mientras que nuestro Padre Celestial nos pide que lo veamos “cara a cara”. Como escribió Pablo: “Mi conocimiento ahora es parcial; entonces [cuando sea iluminado por la revelación del Santo Espíritu], será completo, como el conocimiento que Dios tiene de mí” (1 Corintios 13:12).

Todo esto es la razón por la que los profetas nos han aconsejado que nos adentremos en las profundidades de las Escrituras y las palabras de los profetas vivientes con fe y oración. En verdad, las Escrituras, bajo la guía del Espíritu Santo, constituyen la verdadera “guía para los desconcertados”.

En segundo lugar, como ya se ha sugerido, este conocimiento es definitivo. Aunque nuestras experiencias, observaciones y facultades racionales puedan conducirnos a ciertas conclusiones, nunca podrán imponer la convicción que disipa la duda y motiva la perseverancia. Jesús le dijo a Pedro que ni “carne ni sangre” lo llevaron a entender que Jesús es el Cristo, sino su “Padre que está en los cielos” (Mateo 16:17). Pablo escribió que “nadie puede afirmar que Jesús es el Señor, sino por el Espíritu Santo” (1 Corintios 12:3). ¿Pueden ver por qué es algo temible negar el testimonio del Espíritu Santo? A diferencia de otras evidencias, este termina la discusión. Tal verificación por medio del Espíritu conlleva una certeza que se desconoce en cualquier otra área de pensamiento. Puede haber muchas demostraciones filosóficas en cuanto a la existencia de Dios o a la condición divina de Jesús como Hijo de Dios o la veracidad de la Restauración, pero permanecen en el ámbito de la especulación, sin importar cuán convincentes sean.

Una vez que uno ha buscado y recibido el testimonio del Espíritu Santo, asume una obligación que nos cambia la vida. Esto sugiere la tercera característica de ese entendimiento del Espíritu: es transformador. Pablo escribió que tenía “la mente de Cristo” (1 Corintios 2:16) y el pueblo del rey Benjamín declaró que no tenían “más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente” (Mosíah 5:2). Habiendo recibido el testimonio del Espíritu, fueron llamados por el Espíritu y respondieron a Él. Al conocer a Cristo por medio del Espíritu, lo amamos y guardamos Sus mandamientos, y el Espíritu nos consuela y nos enseña aún más, hasta que, como declaró Mormón, “cuando él aparezca, seamos semejantes a él, porque lo veremos tal como es; para que tengamos esta esperanza; para que seamos purificados así como él es puro” (Mormón en Moroni 7:48; véase también 1 Juan 3:1–3).

En su epístola a los romanos, el apóstol Pablo escribió:

“Y no os adaptéis [al] mundo, sino transformaos por medio de la renovación de vuestro entendimiento, para que comprobéis cuál es la buena voluntad de Dios, agradable y perfecta” (Romanos 12:2).

Pablo distingue entre una naturaleza humana distorsionada por la desobediencia y las creencias falsas, y una que está sujeta a Dios y renovada por el Santo Espíritu. Solo cuando esta renovación comienza a tener lugar, sabemos cuáles son las preguntas correctas y sabemos por qué cosas debemos orar (véase Romanos 8:6–8, 26–27). A medida que el Espíritu obra en nosotros, tenemos una “disposición” preparada para discernir la verdad y obtener “la mente de Cristo” (Hechos 17:11; 1 Corintios 2:14, 16).

Alma sostiene que al someter nuestra voluntad al Padre por medio de la fe en Cristo, nuestro entendimiento “empieza a iluminarse y [n]uestra mente comienza a ensancharse” (Alma 32:34). En los últimos días, el Señor ha dicho que Él “requiere el corazón y una mente bien dispuesta” (Doctrina y Convenios 64:34) y nos ha aconsejado que “atesor[emos] constantemente en [n]uestras mentes las palabras de vida” (Doctrina y Convenios 84:85), santificándonos para que nuestra “mente se enfoque únicamente en Dios, y vendrá [el] día en que lo ver[emos], porque [n]os descubrirá su faz” (Doctrina y Convenios 88:68).

El poder transformador del conocimiento espiritual no se limita a la persona. Como observó Pablo, cuando nosotros como pueblo dobleguemos nuestra voluntad a Dios y tengamos la mira puesta únicamente en la Suya, la comunidad de los santos será perfeccionada, de modo que no habrá división entre nosotros y estaremos “perfectamente unidos en una misma mente y en un mismo parecer” (1 Corintios 1:10; véase también Romanos 14:1, 5, 19).

Los requisitos para adquirir conocimiento espiritual

¿Cómo logramos tener un conocimiento tan completo, definitivo y transformador? Consideremos cuatro aspectos de los requisitos para obtener conocimiento espiritual: primero, una urgente búsqueda de la verdad; segundo, la disposición a obedecer la verdad que se ha descubierto; tercero, la disposición a dar testimonio de la verdad en todo lugar y en todo tiempo; y, cuarto, una motivación para servir a los demás en la verdad.

La receptividad y el aprendizaje diligente: Una forma de humildad

En primer lugar, debemos estar abiertos a la enseñanza y ser diligentes en nuestra búsqueda por aprender del Espíritu. Tal búsqueda requiere un sentido de nuestra propia necesidad y más que un interés casual en las respuestas que buscamos. El Señor ha declarado que aquellos que tengan hambre y sed de rectitud serán llenos del Espíritu Santo (Mateo 5:6; 3 Nefi 12:6), pero también dijo: “¡Ay de vosotros, los que estáis saciados!, porque tendréis hambre” (Lucas 6:25). El Señor declaró a Juan el Revelador que rechazaría a los que son tibios y no fríos ni calientes, que tienen el sentimiento de que son autosuficientes y que no necesitan nada (Apocalipsis 3:16–17).

Hay una historia de un joven que en una ocasión acudió a Sócrates, el antiguo filósofo griego, pidiendo que se le enseñara sabiduría. Se cuenta que Sócrates agarró de inmediato al joven, le metió la cabeza dentro del agua de un arroyo adyacente y la sujetó allí hasta que finalmente lo dejó salir, jadeante. Entonces Sócrates le dijo: “Cuando desees la sabiduría tanto como deseabas el aire, entonces podré enseñarte”.

En palabras de Robert Frost, debemos estar muy adentrados y en lo profundo del agua de nuestros compromisos si ha de lograrse algo duradero. El profeta José Smith relacionó la búsqueda de la verdadera comprensión con el sacrificio, y aconsejó que solo se puede conocer la verdad si se está dispuesto a sacrificar todas las cosas (Sexto discurso sobre la fe).

Contraria a esa hambre y sed es lo que los profetas llaman “dureza de corazón”: la incapacidad de ver lo que realmente es, de oír lo que realmente se dice y de sentir con un corazón abierto. C. S. Lewis, en su último tomo de los cuentos de Narnia, The Last Battle [La última batalla] (“How the Dwarfs Refused to Be Taken In” [Cómo los enanos rehusaron dejarse embaucar], págs. 143–148), cuenta cómo, después de que las fuerzas de la Bruja Blanca habían sido derrotadas por Aslan el León (y representación de Cristo) y sus seguidores, desaparecieron las prisiones y cadenas con las que ella había atado a tantos. Dentro de un establo de la prisión se había encadenado en un círculo a un grupo de enanos. De pronto, el establo y sus cadenas desaparecieron y quedaron libres; pero ellos se negaron a creer en su propia liberación y permanecieron dentro de su círculo cerrado, sin sentir el aire fresco, sin ver el sol u oler las flores. Aun cuando Aslan rugía en sus oídos para despertarlos, confundieron el rugido con truenos o un truco. Como observó Aslan, habían tenido tanto miedo de ser llevados ahí que no podían ser sacados de la prisión que ahora estaba en su propia mente. Aslan observó en otra ocasión: “Oh, hijos de Adán, cuán ingeniosamente se defienden de todo lo que podría hacerles bien” (C. S. Lewis, The Magician’s Nephew [El sobrino del mago], traducción libre). Como Nefi escribió con dolor:

“Y ahora bien, yo, Nefi […], quedo a solas para lamentar a causa de la incredulidad, y la maldad, y la ignorancia y la obstinación de los hombres; porque no quieren buscar conocimiento, ni entender el gran conocimiento, cuando les es dado con claridad, sí, con toda la claridad de la palabra” (2 Nefi 32:7).

Muchos no pueden escuchar los susurros del Espíritu ni encontrar la verdad porque su explicación de acontecimientos que aparentemente son milagrosos se convierte en racionalizaciones. Muchos estudios sobre Cristo tratan de explicar Su misión e influencia minimizando Su condición divina como Hijo de Dios y otros procuran explicar al profeta José Smith minimizando su llamamiento profético. Como Jacob observó muy sabiamente, es insensato depositar demasiada confianza en nuestras observaciones y comprensión limitadas y rechazar la sabiduría que proviene del Espíritu Santo. Pero, concluye, “bueno es ser instruido, si hace[mos] caso de los consejos de Dios” (2 Nefi 9:28–29).

Para que el Espíritu nos enseñe sabiduría, debemos estar preparados para invertir todo lo que somos en su búsqueda, un estudio acelerado por mucha oración y ayuno. Se dice que Alma había “ayunado y orado muchos días” para saber (Alma 5:46). Por lo tanto, se requiere no solo un estudio diligente y con espíritu de oración, sino el sacrificio de cosas que pueden ser valiosas para nosotros, incluso nuestros propios pecados, esos elementos de nuestro “estilo de vida” que impiden el aprendizaje. Debemos hacer lo que el padre de Lamoni declaró en cuanto a su deseo de conocer a Dios: “Abandonaré todos mis pecados para conocerte” (Alma 22:18). Las últimas palabras de Jacob expresan toda la suma del asunto: “¡Oh, sed prudentes! ¿Qué más puedo decir?” [Jacob 6:12].

Obediencia

Habiendo procurado la verdad con diligencia, debemos entonces estar preparados para obedecer la verdad. Alma habla de despertar y avivar nuestras facultades (es decir, nuestro corazón y mente) con el fin de experimentar con la palabra (Alma 32:27). Sin duda, esto no se refiere al aprendizaje pasivo, sino a obrar de forma activa. El apóstol Juan condenó a los que dicen que conocen a Cristo, pero no siguen Su consejo: “El que dice: Yo le he conocido, pero no guarda sus mandamientos, el tal es mentiroso, y la verdad no está en él” (1 Juan 2:4). Como el Señor declara en Doctrina y Convenios: “Y ningún hombre recibe la plenitud, a menos que guarde sus mandamientos. El que guarda sus mandamientos recibe verdad y luz, hasta que es glorificado en la verdad y sabe todas las cosas” (Doctrina y Convenios 93:27–28).

Buscar y seguir de esa manera también puede requerir paciencia, esperando en el Señor, quien dijo: “He aquí, sois niños pequeños y no podéis soportar todas las cosas por ahora; debéis crecer en gracia y en el conocimiento de la verdad” (Doctrina y Convenios 50:40). Como ha observado el élder Neal A. Maxwell: “¡No parecería una tarea pequeña encontrar un equilibrio entre el buscar y el estar conformes con esperar más luz y conocimiento!” (We Talk of Christ, We Rejoice in Christ, Salt Lake City: Deseret Book, Co., 1984, pág. 93).

La búsqueda, el aprendizaje y el seguimiento diligentes, acompañados de una espera paciente, quedaron bien expresados en las palabras de John Henry Newman: “No pido ver el paisaje a lo lejos, un paso es suficiente para mí” (Himnos, nro. 97). Al seguir la verdad en obediencia, los canales de la verdad se abren cada vez más a nuestra vista y crecemos en nuestra imagen hacia la verdad. Hay un profundo significado en la expresión de Cristo, “Yo soy la verdad”, junto con Su invitación a llegar a ser aun como Él es.

Testificar y servir

Por último, si hemos de adquirir conocimiento espiritual, debemos estar preparados para testificar de la verdad que hemos obtenido y estar dispuestos a servir y edificar a los demás en la verdad, teniendo, como Enós, un anhelo por “el bienestar de [nuestros] hermanos” (Enós 1:9).

Alma, padre, en su invitación al pueblo del rey Noé a entrar en las aguas del bautismo en convenio con el Señor, expresó maravillosamente la conexión lógica entre testificar y servir y la verdad descubierta en Cristo y por medio del Espíritu Santo. Los frutos de la verdad descubierta son la disposición a consolar y llevar las cargas los unos de los otros y a ser “testigos de Dios en todo tiempo, y en todas las cosas” (Mosíah 18:8–9). Además, la integridad que se demuestra en una vida de decir la verdad y hacer lo bueno abre cada vez más los horizontes de la verdad. La promesa del Señor se cumple luego en nuestra vida: “Entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios; y la doctrina del sacerdocio destilará sobre tu alma como rocío del cielo. El Espíritu Santo será tu compañero constante” (Doctrina y Convenios 121:45–46).

Santificados por las cosas que sabemos, alcanzamos la certeza que aparta la duda y el temor y, con el apóstol Pablo, podemos afrontar los desafíos de la vida con el “fulgor perfecto de esperanza” de que nada “nos podrá apartar del amor de Dios, que es en Cristo Jesús, Señor nuestro” (2 Nefi 31:20; Romanos 8:39).

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