Jesucristo
Capitulo 22: Una Epoca de Oposicion Amenazante


Capitulo 22

Una Epoca de Oposicion Amenazante

EL último discurso de nuestro Señor en la sinagoga de Capernaum, pronunciado poco después de la prodigiosa alimentación de los cinco mil y el milagro de andar sobre el agua, señaló el principio de otra etapa en el desarrollo de su obra vital. Era el tiempo en que se acercaba la celebración de la Pascua; y un año después, como veremos más adelante, Jesús sería traicionado y entregado para ser muerto en la Pascua subsiguiente. De modo que al tiempo de que estamos hablando empezaba el último año de su ministerio en la carne. Sin embargo, es otro y mayor el significado del acontecimiento, que simplemente el de un itinerario cronológico. La circunstancia señaló el comienzo de un cambio en la oleada de estimación popular hacia Jesús, flujo que hasta entonces había ido aumentando, pero que ahora empezó a refluir. Es cierto que los judíos ofendidos repetidamente lo habían criticado y patentemente impugnado en muchas ocasiones anteriores; pero estos malignos y astutos críticos pertenecían mayormente a la jerarquía oficial; el pueblo común lo había escuchado gustosamente y, por cierto, muchos aún continuaron siguiéndolo, no obstante, empezó a decaer su popularidad, por lo menos en Galilea. Inauguró el último año de su ministerio terrenal haciendo una separación entre los que profesaban creer sus palabras, y este sistema de prueba, examen y elección habría de continuar hasta el fin.

No se nos informa si Jesús asistió a la celebración de esta Pascua; y es razonable inferir, en vista de la hostilidad cada vez mayor de los oficiales, que se refrenó de ir a Jerusalén en esa ocasión. Nada ganamos con conjeturar si concurrió alguno de los Doce, porque nada nos es dicho. Cierto es que inmediatamente después de esta época, los agentes secretos y espías, enviados de Jerusalén a Galilea para acechar a Jesús, activaron notablemente su espionaje crítico. Le seguían sus pasos, tomaban nota de todo hecho y ocasión en que hacía caso omiso de la observancia tradicional o acostumbrada, y constantemente lo estaban vigilando para hacerlo aparecer como ofensor.

Lavamientos y ceremoniales y “otras muchas cosas semejantes”

Poco después de la Pascua a la que se ha hecho referencia, y probablemente de acuerdo con un plan fraguado por los príncipes judíos, visitó a Jesús una delegación de fariseos y escribas procedentes de Jerusalén, los cuales protestaron el menosprecio, por parte de sus discípulos, de los requisitos tradicionales. Parece que los discípulos, y es casi seguro que el propio Maestro también, violaban a tal grado “la tradición de los ancianos”, que omitían el lavamiento ceremonial de las manos antes de comer. Los críticos farisaicos lo reprocharon y vinieron para exigirle una explicación y justificación, si acaso la había. Marcos nos dice que se acusó a los discípulos de comer con “manos inmundas”, e intercala el siguiente pasaje conciso y lúcido sobre sus costumbres, cuyo incumplimiento imputaban a los discípulos: “Porque los fariseos y todos los judíos, aferrándose a la tradición de los ancianos, si muchas veces no se lavan las manos, no comen. Y volviendo de la plaza, si no se lavan, no comen. Y otras muchas cosas hay que tomaron para guardar, como los lavamientos de los vasos de beber, y de los jarros, y de los utensilios de metal, y de los lechos.” Debe tenerse en cuenta que se acusaba a los discípulos de impureza ceremonial, no de desaseo físico o menosprecio de los requisitos sanitarios; se dice que comían con manos inmundas, no precisamente con manos sucias. En todo aspecto externo de sus ceremoniales inventados por hombres, los judíos exigían un cumplimiento escrupuloso: había de ejercerse el mayor cuidado para evitar cualquier posibilidad de la profanción ceremonial, cuyos efectos debían contrarrestarse por medio de lavamientos prescritos.

Cuando le preguntaron: “¿Por qué tus discípulos quebrantan la tradición de los ancianos? Porque no se lavan las manos cuando comen pan”, Jesús no contestó directamente, antes replicó con esta interrogación: “¿Por qué también vosotros quebrantáis el mandamiento de Dios por vuestra tradición?” Desde el punto de vista farisaico, éste debe haber sido un reproche bastante duro: porque el rabinismo afirmaba que el riguroso cumplimiento de las tradiciones de los ancianos era más importante que la observancia de la propia ley; y con su réplica Jesús había colocado sus estimadas tradiciones en contraposición al mandamiento de Dios. Intensificó su incomodidad, citándoles la profecía de Isaías, tachándolos de hipócritas y aplicándoles las palabras del profeta: “Bien profetizó de vosotros Isaías, como está escrito: Este pueblo de labios me honra, mas su corazón está lejos de mí. Pues en vano me honran, enseñando como doctrinas mandamientos de hombres.” Con merecida severidad Jesús grabó la lección en sus conciencias, declarándoles que habían descartado los mandamientos de Dios a fin de poder seguir las tradiciones de los hombres.

A raíz de esta afirmación acusante, les citó un ejemplo innegable. Moisés había expresado el mandamiento directo de Dios cuando dijo: “Honra a tu padre y a tu madre”, y en casos extremados de conducta filial impropia de un hijo, había decretado como castigo prescrito: “El que maldiga al padre o a la madre, muera irremisiblemente”. Sin embargo, aun cuando dada a Israel directamente por Dios, esta ley había sido reemplazada en forma tan completa, que cualquier hijo mal agradecido e impío fácilmente hallaba los medios, legalizados por sus tradiciones, de escapar o eludir toda obligación hacia sus padres, aunque éstos se encontraran en la indigencia. Si un padre o una madre necesitados solicitaban ayuda a un hijo, éste sólo tenía que decir: Lo que me pedís es Corbán—en otras palabras, una ofrenda consagrada a Dios—y se le consideraba legalmente eximido de toda necesidad de disponer de aquellos bienes para ayudar a sus padres. En igual manera podían eludirse otras obligaciones. La declaración de que cualquier artículo de propiedad, real o personal, o cualquier parte o proporción de los bienes de la persona eran “corbán”, generalmente se entendía como afirmación de que la propiedad de referencia estaba consagrada al templo, o por lo menos se tenía por objeto dedicarla a fines eclesiásticos, y finalmente entregarla a los oficiales correspondientes, aunque el otorgante podía conservarla en su posesión durante un período determinado que podría durar aun hasta el fin de su vida. Con frecuencia se declaraba que la propiedad era “corbán” con fines ajenos a los de una consagración para uso eclesiástico. El resultado de estas tradiciones, enteramente ilícitas y perniciosas, fue invalidar la palabra de Dios, como Jesús enfáticamente lo declaró a los fariseos y escribas; y a esto añadió: “Y muchas cosas hacéis semejantes a éstas.”

Volviéndose de sus distinguidos visitantes, llamó a sí a la multitud y les proclamó la verdad en estos términos: “Oídme todos, y entended: Nada hay fuera del hombre que entre en él, que le pueda contaminar; pero lo que sale de él, eso es lo que contamina al hombre. Si alguno tiene oídos para oir, oiga.” Esta enseñanza se oponía directamente al precepto y práctica de los rabinos; y los fariseos se ofendieron porque ellos decían que comer con manos que no habían sido purificadas ritualmente significaba profanar el alimento que se tocaba, y esto a su vez hacía más inmunda a la persona por causa del alimento que en tal forma se había profanado.

Los apóstoles no estaban seguros si habían entendido la lección del Maestro, pues aunque expresada en idioma sencillo y sin figuras, algunos de ellos la tomaron como parábola y Pedro solicitó una aclaración. El Señor explicó que el alimento que uno ingiere es parte de su cuerpo sólo provisionalmente; habiendo cumplido con su objeto de nutrir los tejidos y proporcionar energía al organismo, es eliminado; por tanto, el alimento que entra en el cuerpo por la boca es de importancia menor y pasajera cuando se compara con las expresiones que salen de la boca, porque si éstas son malas, verdaderamente contaminan. Como lo expuso Jesús: “Lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre. Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homi cidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre; pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre.”

Algunos de los discípulos le preguntaron a Jesús si sabía que los fariseos se habían ofendido al oír sus palabras. Su respuesta fue otra reprobación del farisaísmo: “Toda planta que no plantó mi Padre Celestial, será desarraigada. Dejadlos; son ciegos guías de ciegos; y si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo.” No podía haber transigencia entre su doctrina del reino y el judaísmo corrupto de la época. La jerarquía oficial conspiraba contra su vida; si sus emisarios querían ofenderse por causa de sus palabras, podían resentirse y aceptar las consecuencias; pero si no se ofendían o escandalizaban por causa de El, serían bienaventurados. No tenía medidas conciliatorias que ofrecer a aquellos cuya inhabilidad para entender su significado era el producto de una obstinación voluntariosa o la ofuscación mental que viene de persistir en el pecado.

En la región de Tiro y Sidón

No pudiendo hallar en Galilea el descanso, retiro ni oportunidad adecuados para instruir a los Doce como deseaba hacerlo, Jesús partió con ellos hacia el Norte y viajó hasta dentro de los confines de Fenicia, distrito comúnmente conocido por los nombres de sus ciudades prominentes, Tiro y Sidón. La compañía se alojó en una de las pequeñas aldeas contiguas a la frontera, pero fue inútil tratar de aislarse, porque la presencia del Maestro “no pudo esconderse”. Su fama lo había precedido allende los límites de la tierra de Israel. En ocasiones anteriores había habido gente de la región de Tiro y Sidón entre sus oyentes, algunos de los cuales indudablemente habían recibido la bendición de su gracia sanadora.

Una de las mujeres, enterándose de su presencia dentro de su propio país, llegó para suplicarle un favor. Marcos nos dice que era griega, o más literalmente una mujer gentil que hablaba griego, de nacionalidad sirofenicia; y según Mateo, era “una mujer cananea”; pero las declaraciones no se contradicen, ya que los fenicios eran de descendencia cananea. Los cronistas evangélicos ponen de relieve el hecho de que esta mujer era de nacimiento pagano, y sabemos que de entre los pueblos así conocidos, los cananeos eran los más despreciados por los judíos. La mujer clamó a Jesús en alta voz, diciendo: “¡Señor, hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija es gravemente atormentada por un demonio.” Sus palabras manifiestan al mismo tiempo fe en el poder del Señor y abundante amor maternal, pues imploró como si ella misma fuera la que estaba padeciendo. El hecho de que dio el título de Hijo de David a Jesús muestra su creencia en que El era el Mesías de Israel. Al principio Jesús se abstuvo de hacerle caso. Sin molestarse por ello, rogó con más fervor, hasta que los discípulos suplicaron al Señor: “Despídela, pues da voces tras nosotros.” Su intervención probablemente fue para interceder por ella, pues callaría al serle concedida su solicitud, y estaba causando una situación desagradable, probablemente en la calle, y los Doce bien sabían que su Maestro buscaba reposo. La respuesta de Jesús fue: “No soy enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel”, palabras que deben haberles recordado la restricción que les fue impuesta al ser enviados a predicar.

La mujer se acercó con insistencia porfiada, y posiblemente hasta entró en la casa. Se postró a los pies del Señor y lo ado ró, suplicando lastimosamente, y diciendo: “¡Señor, socórreme!” Entonces Jesús le dijo: “No está bien tomar el pan de los hijos, y echarlo a los perrillos.” Estas palabras, por severas que a nosotros nos parezcan, ella las tomó con el significado que el Señor se proponía comunicar. La palabra original que se ha traducido por “perrillos”, como lo indica la narración, no connota los perros callejeros que en otras partes de la Biblia se emplean para representar una condición degradada o iniquidad positiva, sino literalmente “perrillos” o animales domésticos, a los cuales se permitía que entraran en la casa y se echaran debajo de la mesa. Cierto es que la mujer no se ofendió por la comparación, ni encontró en ella ningún epíteto injurioso. Inmediatamente adoptó la analogía, y combinando en ella el razonamiento y la súplica, la aplicó, diciendo: “Sí, Señor, pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos.” Su oración fue contestada en el acto, porque Jesús le respondió: “Oh mujer, grande es tu fe; hágase contigo como quieres. Y su hija fue sanada desde aquella hora.” S. Marcos recalca la otorgación especial de su último ruego, y agrega: “Y cuando llegó ella a su casa, halló que el demonio había salido, y a la hija acostada en la cama.” La loable persistencia de esta mujer se basó en esa clase de fe que vence los obstáculos aparentes, y prevalece aun en medio del desánimo. Nos hace evocar la lección que el Señor enseñó más adelante por medio de la historia de la viuda persistente.

Muchos han preguntado por qué Jesús aplazó la bendición. No nos es posible sondar sus propósitos; pero por la manera en que obró podemos ver que se demostró la fe de la mujer, y los discípulos fueron instruidos. Jesús le hizo ver que ella no pertenecía al pueblo escogido, al cual El fue enviado; pero sus palabras prefiguraron la predicación del evangelio a todos, judíos así como gentiles. “Deja primero que se sacien los hijos”—le explicó. El Cristo resucitado había de darse a conocer a toda nación; pero su ministerio personal como ser humano, así como el de los apóstoles mientras estuvo con ellos en la carne, se concretó a la casa de Israel.

En la región de Decápolis

No nos es dicho cuánto tiempo permanecieron Jesús y los Doce en el país de Tiro y Sidón, ni qué partes de la región visitaron. De allí partieron para el distrito contiguo al mar de Galilea, hacia el oriente, “pasando por la región de Decápolis”. Aunque todavía se hallaba entre gente medio pagana, recibieron a nuestro Señor grandes multitudes, entre las cuales había muchos cojos, ciegos, mudos, lisiados y varios géneros de enfermos, a todos los cuales sanó. Grande fué el asombro de estos extranjeros, “viendo a los mudos hablar, a los mancos sanados, a los cojos andar, y a los ciegos ver; y glorificaban al Dios de Israel”.

De entre los muchos que fueron sanados, se hace mención particular de uno. Era sordo y padecía de un defecto en el habla. La multitud suplicó a Jesús que pusiera sus manos sobre el hombre; pero El lo tomó “aparte de la gente, metió los dedos en las orejas de él, y escupiendo, tocó su lengua”; entonces levantó los ojos al cielo en oración y mientras gemía pronunció un mandato en lengua aramea: “Efata, es decir: Sé abierto. Al momento fueron abiertos sus oídos, y se desató la ligadura de su lengua, y hablaba bien.” La manera en que se efectuó esta curación fue distinta de la forma acostumbrada por nuestro Señor en su ministerio sanador. Pudo ser que al sentir el contacto de los dedos en sus oídos tapados y lengua atada, se fortaleció la fe del hombre, aumentó su confianza en el poder del Maestro. Le fue mandado a la gente que no comunicara lo que había presenciado, pero cuanto más se le advertía, tanto más publicaba las nuevas. El concepto que se formaron de Jesús y sus obras fue: “Bien lo ha hecho todo; hace a los sordos oir, y a los mudos hablar.”

Otra comida en el desierto; son alimentados más de cuatro mil

Por tres días las multitudes gozosas acompañaron a Jesús y los apóstoles. Su permanencia al aire libre en esa temporada y región no les causó ninguna inconveniencia. Sin embargo, se les habían agotado sus víveres, y muchos de ellos se encontraban lejos de sus casas. Jesús se compadeció de la gente y no quiso enviarla en ayunas, no fuera que se desmayara en el camino. Cuando habló con los discípulos sobre el asunto, le indicaron la imposibilidad de dar en comer a tanta gente, porque toda la comida que tenían entre ellos constaba de siete panes y unos pocos pececillos. ¿Se habían olvidado ya de la ocasión anterior en que se había dado de comer, hasta saciar, a una multitud más numerosa, con tan sólo cinco panes y dos peces? Digamos más bien que los discípulos la tenían muy presente, pero no les pareció que era su deber o privilegio sugerir que se repitiera el milagro. Sin embargo, el Maestro mandó y la multitud se recostó o sentó en el suelo.

Bendiciendo y partiendo la pequeña provisión, como lo hizo antes, dió a los discípulos, y éstos a su vez la repartieron entre la multitud. Comieron abundantemente cuatro mil hombres, además de las mujeres y niños, “y recogieron de los pedazos que habían sobrado, siete canastas”. Sin ninguna semejanza al entusiasmo turbulento que se había apoderado de los cinco mil después de ser alimentados, esta multitud se dispersó quietamente y todos volvieron a sus casas, agradecidos y doblemente bendecidos.

Una vez más se presentan los fariseos buscando señales

Jesús y los apóstoles volvieron en el barco a la playa occidental del lago y desembarcaron cerca de Magdala y Dalmanuta. Se cree que estos pueblos estaban tan próximos el uno del otro, que virtualmente se consideraba éste como suburbio de aquél. En cuanto llegó le salieron al encuentro los siempre vigilantes fariseos, a quienes en esta ocasión acompañaban los saduceos, sus usualmente hostiles rivales. El propósito resuelto de las autoridades eclesiásticas, de formarle causa y, de ser posible, destruirlo, queda bien demostrado en el hecho de que los dos partidos provisionalmente dejaron a un lado sus diferencias mutuas, combinando sus fuerzas en la causa común de oponerse a Cristo. Su propósito inmediato era sembrar todavía más la disconformidad entre la gente común y contrarrestar la influencia que sus enseñanzas anteriores habían surtido en las masas. Nuevamente le tendieron el consabido lazo de exigirle una señal sobrenatural de su Mesiazgo, aunque ya en tres ocasiones anteriores ellos u otros de su clase habían querido enredarlo, y las mismas veces habían sido frustrados. Antes de ellos, Satanás en persona lo había intentado en forma similar e igualmente fracasado.

A su presente demanda impertinente e impía, dió una negación breve y definitiva que aprovechó para descubrirles su hipocresía. Su respuesta fue la siguiente: “Cuando anochece, decís: Buen tiempo; porque el cielo tiene arreboles. Y por la mañana: Hoy habrá tempestad; porque tiene arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas! que sabéis distinguir el aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos no podéis! La generación mala y adúltera demanda señal; pero señal no le será dada, sino la señal del profeta Jonás. Y dejándolos, se fue.”

La levadura de los fariseos y los saduceos

Hallándose nuevamente sobre las aguas con los Doce, en vista de que en las playas de Galilea no encontraba ni la paz ni la oportunidad para enseñar eficazmente, Jesús dirigió el curso de la nave hacia la orilla nordeste del lago Una vez que se hubieron hecho a la mar, dijo a sus compañeros: “Mirad, guardaos de la levadura de los fariseos y de los saduceos”; y Marcos agrega, “y de la levadura de Herodes”. Por motivo de su rápida salida los discípulos habían olvidado de proveerse de alimentos, y no llevaban consigo más que una sola pieza de pan. Interpretaron sus palabras en el sentido de que la levadura se refería al pan, y posiblemente les estaba llamando la atención a su descuido. Jesús los reprendió por su falta de fe en pensar que hablaba del pan material, y para que no siguieran afligiéndose porque no habían dispuesto víveres, trajo a sus pensamientos los milagros mediante los cuales fueron alimentadas las multitudes. Por último se les hizo entender que la advertencia del Maestro aludía a las falsas doctrinas de los fariseos y de los saduceos, así como a las aspiraciones políticas de los confabuladores herodianos.

El grupo descendió del barco cerca del sitio de la primera alimentación milagrosa de la multitud y se dirigió hacia Betsaida Julia. Fue traído un ciego, y se le rogó a Jesús que lo tocara. Tomó al afligido de la mano, lo llevó fuera del pueblo, y untándole saliva en los ojos, puso las manos sobre él para bendecirlo y le preguntó si podía ver. El hombre contestó que veía indistintamente, pero no podía distinguir si eran hombres o árboles. Pasando sus manos por sobre los ojos del hombre, Jesús le dijo que viera hacia el cielo, y al hacerlo, vio con toda claridad. Recomendándole que no entrase en la aldea ni que comunicase a nadie de aquel lugar que había sanado de su ceguedad, el Señor lo mandó por su camino gozoso. Este milagro tiene el singular carácter de que Jesús sanó a un enfermo gradualmente, pues el resultado de la primera administración sólo fue una restauración parcial Ninguna explicación se hace de la circunstancia excepcional

“Tú eres el Cristo”

Acompañado de los Doce, Jesús continuó su camino hacia el Norte hasta la región de Cesarea de Filipo, ciudad del interior, situada cerca de la fuente oriental y principal del Jordán, y casi al pie del monte Hermón. El viaje presentó la oportunidad de dar instrucciones especiales y confidenciales a los apóstoles, a los cuales Jesús preguntó: “¿Quién dicen los hombres que es el Hijo del Hombre?” Respondiendo, le comunicaron los rumores y suposiciones populares que habían llegado a sus oídos. Había unos que, dominados por los mismos temores supersticiosos de Herodes Antipas, decían que Jesús era Juan el Bautista que había resucitado, aunque parece difícil que muchos hayan aceptado seriamente este concepto, pues se sabía que Juan y Jesús eran contemporáneos; otros declaraban que era Elías; y había quienes decían que era Jeremías u otro de los antiguos profetas de Israel. Es significativo el hecho de que entre todos los conceptos que la gente tenía respecto de la identidad de Jesús, no había la menor indicación de que se creyera que El fuese el Mesías. Ni con sus palabras o hechos había reunido las cualidades que la norma popular y tradicional atribuía al esperado Libertador y Rey de Israel. No habían faltado manifestaciones pasajeras de esperanza desvaneciente de que resultara ser el esperado Profeta semejante a Moisés; pero la actividad hostil de los fariseos y otros de su clase había neutralizado todos estos conceptos incipientes. Para ellos era asunto de determinación suprema, aunque malévola, conservar en los pensamientos de la gente la idea de un Mesías futuro aún, no actual.

Con profunda solemnidad—y a manera de prueba in trospectiva para la cual se había estado preparando inconscienteniente a los Doce durante muchos meses de íntimo y privilegiado compañerismo con su Señor—Jesús les preguntó directamente: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Respondiendo por todos, pero más particularmente testificando de su propia convicción, Pedro expresó la gran confesión con todo el fervor de su alma: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” No fue una reiteración de una simple creencia, ni la proposición de un resultado que había descubierto tras un procedimiento mental; ni tampoco la resolución de un problema laboriosamente analizado o un juicio basado en la consideración de evidencias; habló con el conocimiento seguro que no admite irresolución, y del cual la duda y las reservas se encuentran tan distantes como el cielo de la tierra.

“Entonces le respondió Jesús: Bienaventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos.” El conocimiento de Pedro, que a la vez era el de sus hermanos, fue distinto de todo lo que el hombre puede descubrir por sí mismo; fue una otorgación divina, comparada con la cual, la sabiduría humana es necedad y los tesoros de la tierra como la escoria. Continuando sus palabras al apóstol principal, Jesús le declaró: “Y yo también te digo, que tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi iglesia; y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. Y a ti daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos.”

Por medio de revelación directa de Dios, Pedro supo que Jesús era el Cristo; y sobre la revelación, semejante a una roca de fundamento inflexible, habría de ser edificada la Iglesia de Cristo. Aunque descendieran torrentes, azotaran las olas, soplaran los vientos y todos juntos dieran con ímpetu contra aquella estructura, no caería, ni podría caer, porque estaría fundada sobre la roca, y aun los poderes del infierno impotentemente intentarían prevalecer contra ella. Sólo por revelación pudo o puede ser edificada y sostenida la Iglesia de Jesucristo; y la revelación por fuerza requiere reveladores, por conducto de quienes se puede dar a conocer la voluntad de Dios en lo que a su Iglesia respecta. El testimonio de Jesús llega al corazón del hombre en calidad de don de Dios. Fue este principio el que el Maestro inculcó en sus enseñanzas en Capernaum, a saber, que nadie podría venir a El si no fuera conducido por el Padre.

En la promesa del Señor, de dar a Pedro “las llaves del reino de los cielos”, está comprendido el principio de la autoridad divina en el Santo Sacerdocio y la comisión de la presidencia. En la literatura judía no es fuera de lo común referirse a las llaves como figura simbólica de poder y autoridad; y así como se entendía perfectamente en esa época también es de uso generalmente corriente en la actualidad. En igual manera eran comunes en aquellos días, como lo son ahora, las analogías de atar y desatar para indicar hechos oficiales, particularmente con relación a funciones judiciales. La presidencia de Pedro entre los apóstoles se manifestó abundantemente, y fue generalmente reconocida después que llegó a su fin la vida terrenal de nuestro Señor. De modo que fue quien habló por los Once en la reunión en la cual se eligió al sucesor del traidor Iscariote; el que tomó la palabra por sus hermanos al tiempo de la conversión pentecostal; el mismo que abrió las puertas de la Iglesia a los gentiles, y durante todo el período apostólico descolló su posición como director.

La confesión mediante la cual los apóstoles afirmaron su aceptación de Jesús como el Cristo, el Hijo del Dios viviente, es evidencia de que efectivamente poseían el espíritu del Santo Apostolado, mediante el cual se convirtieron en testigos particulares de su Señor. Sin embargo, no había llegado el momento de una proclamación general de su testimonio, ni llegó sino hasta después que Cristo hubo salido de la tumba como Personaje resucitado e inmortal. Por lo pronto se les recomendó “que a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo”. La proclamación de Jesús como el Mesías, particularmente por boca de los apóstoles—a quienes se conocía públicamente de ser sus discípulos y compañeros más íntimos—o una asunción formal del título mesiánico por parte de El, habría agravado la hostilidad de los oficiales eclesiásticos, la cual ya se había convertido en seria interrupción, cuando no en una amenaza efectiva, al ministerio del Salvador; y fácilmente podrían haberse provocado levantamientos sediciosos contra el gobierno político de Roma. El hecho de que la nación judía no estaba preparada para aceptar a su Señor parece haber constituido otra razón más profunda para la recomendación impuesta a los Doce; y si el pueblo lo rechazaba por carecer de este conocimiento, vendría sobre él un grado menor de culpabilidad que si lo menospreciara sin ninguna excusa. La misión particular de los apóstoles, en una época entonces futura, sería proclamar a todas las naciones que Jesús era el Cristo crucificado y resucitado.

Sin embargo, desde el día de la confesión de Pedro, Jesús instruyó a los Doce más plenamente, y con mayor intimidad, respecto de los futuros acontecimientos de su misión, y particularmente en lo que concernía a su muerte señalada. En ocasiones anteriores se había referido a la cruz en presencia de ellos, así como a su muerte, sepultura y ascensión próximas; pero en cada uno de estos casos lo hizo en sentido figurado, hasta cierto punto, y si acaso le entendieron, debe haber sido en forma imperfecta. Desde ahora en adelante, sin embargo, comenzó a mostrarles, y con frecuencia subsiguiente a explicarles claramente, “que le era necesario ir a Jerusalén y padecer mucho de los ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas; y ser muerto y resucitar al tercer día”.

Pedro quedó pasmado al oir esta inequívoca declaración y, cediendo al impulso, discutió con Jesús, o como lo expresan dos de los evangelistas, “comenzó a reconvenirle”, al grado de decirle: “En ninguna manera esto te acontezca.” El Señor se volvió a él con una reprensión severa: “¡Quítate de delante de mí, Satanás!; me eres tropiezo, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres.” Las palabras de Pedro fueron dirigidas al elemento humano de la naturaleza de Cristo; y esta insinuación—de que faltara a su cometido—del hombre que tan distintamente había honrado pocos momentos antes, hirió los sensibles sentimientos de Jesús. Pedro vio principalmente como ven los hombres, no entendiendo, sino en forma imperfecta, los propósitos más profundos de Dios. Aun cuando merecida, la reprensión administrada fue severa. La imprecación, “Quítate de delante de mí, Satanás”, fue la misma que se dirigió al propio tentador que había intentado seducir a Jesús de su sendero elegido, y la provocación en ambos casos fue similar en algunos respectos: la tentación de eludir el sacrificio y el sufrimiento—aun cuando ésta era la manera requerida para redimir al mundo—y seguir un camino de mayor comodidad. Las duras palabras de Jesús muestran la profunda emoción causada por el desatinado esfuerzo de Pedro de aconsejar, si bien no tentar, a su Señor.

Además de los Doce que se hallaban inmediatamente próximos a la persona del Señor, había otros cerca de allí, y parece que aun hasta en estos lugares remotos, muy distantes de los límites de Galilea—donde habitaba una población pagana con la cual, sin embargo, se habían mezclado muchos de los judíos—el pueblo se congregó alrededor del Maestro. A esta gente y a los discípulos El dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame.” En estas palabras nuevamente se destaca la temible figura de la cruz. No quedó ni sombra de pretexto para suponer que la devoción a Cristo no exige abnegación y privaciones. El que quisiera salvar su vida a costa del deber, como Pedro acababa de sugerir que Cristo hiciera, ciertamente la perdería en un sentido peor que el de la muerte física; mientras que por otra parte, aquel que estuviese dispuesto a perder todo, aun la propia vida, en la causa del Señor, hallaría la vida que es eterna.

Para recalcar la prudencia de sus enseñanzas, Jesús pronunció lo que con el tiempo ha llegado a ser un aforismo inspirador de la vida: “Porque, ¿qué aprovechará el hombre, si ganare todo el mundo, y perdiere su alma? ¿O qué recompensa dará el hombre por su alma?” Quien se avergonzare de Cristo por motivo de su condición humilde, o se ofendiere por causa de sus enseñanzas, descubrirá que también el Hijo del Hombre se avergonzará de él, cuando venga en la gloria del Padre con sus legiones de ángeles acompañantes. La narración de ese memorable día de la vida del Salvador concluye con esta bendita promesa: “De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino.”

Notas al Capitulo 22

  1. Celebraciones de la Pascua comprendidas dentro del período del ministerio público de nuestro Señor.—Salvo en muy pocos casos, es difícil, cuando no imposible, fijar las fechas en que determinados hechos ocurrieron en el ministerio de Jesús; y como anteriormente se ha dicho y reiterado, frecuentemente se descubre que aun el orden de los acontecimientos es incierto. Se recordará que Jesús se hallaba en Jerusalén en la época de la Pascua, poco después de su bautismo, y que durante la visita de referencia echó a viva fuerza de los patios del templo a los comerciantes y sus mercancías. Esta es conocida como la primera Pascua durante la vida pública de Jesús. Si la “fiesta de los judíos” sin nombre, a que ese refiere Juan (5:1) fue una Pascua, como lo sostienen muchos peritos bíblicos, ésta señaló el fin del año después de la purificación del templo. Comúnmente es referida y narrada como la segunda Pascua en el curso del ministerio de nuestro Señor. Entonces la Pascua, cerca de la cual Jesús dio de comer a los cinco mil (Juan 6:4) sería la tercera, y señalaría el fin de un período de poco más de dos años desde el bautismo de Jesús, y ciertamente indica el principio del último año de la vida del Salvador sobre la tierra.

  2. Purificaciones ceremoniales.—Se admite que los numerosos lavamientos exigidos por las costumbres judías en la época de Cristo eran el producto del rabinismo y “la tradición de los ancianos”, y no concordaban con la ley mosaica. En ciertas condiciones se prescribían lavamientos sucesivos, y en este respecto hallamos que se hace mención de la “primera”, “segunda” y “otras” aguas, pues las “segundas aguas” eran necesarias para lavar las “primeras aguas”, profanadas al ser tocadas por manos “impuras”; y para el mismo fin eran las “otras aguas”. En ciertas ocasiones era necesario sumergir las manos; en otras, tenían que ser lavadas vertiendo el agua sobre ellas, permitiendo que el líquido llegara hasta la muñeca o el codo, de acuerdo con el grado de impureza supuesta; mientras que de acuerdo con lo que afirmaban los discípulos del rabino Shammai, en circunstancias particulares sólo era necesario mojar las puntas de los dedos, o los dedos hasta las coyunturas. Los reglamentos sobre la purificación de las vasijas y muebles eran detallados y exactos, y se aplicaban distintos métodos a los vasos de barro, madera y metal, respectivamente. El temor de contaminarse las manos inconscientemente condujo a muchas precauciones extremas. Sabiendo que los ratones a veces tocaban, rasguñaban y aun roían los Rollos de la Ley, o los de los Profetas u otras Escrituras cuando se guardaban, se expidió un decreto rabínico de que se contaminaban las manos con tan sólo rozar las Santas Escrituras o cualquier parte de ellas, entre las cuales estaban comprendidas hasta ochenta y cinco epístolas (la sección más corta de la ley tenía precisamente ese número). De manera que era necesaric purificarse ceremonialmente las manos después de tocar una copia de las Escrituras o cualquiera de sus pasajes escritos.

    La emancipación de éstas y “otras muchas cosas semejantes” verdaderamente debe haber traído un merecido descanso. Jesús libremente ofreció aliviar esta esclavitud, diciendo: “Venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” (Mateo 11:28-30)

  3. “Corbán” o don.—La ley de Moisés prescribía los reglamentos relacionados con los votos o juramentos (Lev. cap. 27; Núm. cap. 30). “Los tradicionalistas ampliaron estos reglamentos—dice el escritor en el Bible Dictionary de Smith—y dispusieron que un hombre podría vedarse a sí mismo por medio de un voto, no sólo de emplear algo para sí mismo, sino de dar a otro o recibir de él, determinado objeto, bien fuera alimento o cualquier otra cosa. El objeto que en esta forma era vedado se consideraba como corbán. Y así, al amparo del Corbán, la persona podía eximirse a sí misma de cualquier obligación molesta. Nuestro Señor denunció las prácticas de esta naturaleza (Mateo 15:5; Marc. 7:11), declarando que abrogaban el espíritu de la ley.”

    El pasaje en Mateo 15:5 dice: “Pero vosotros decís: Cualquiera que diga a su padre o a su madre: Es mi ofrenda a Dios todo aquello con que pudiera ayudarte, ya no ha de honrar a su padre o a su madre.” El siguiente comentario sobre esta costumbre perniciosa aparece en el Commentary on the Holy Bible, publicada por Dummelow: “ ‘Corbán’, cuyo significado original fue el de un sacrificio o un don a Dios, se usaba en la época del Nuevo Testamento simplemente como palabra de promesa, sin inferir que la cosa prometida efectivamente sería ofrecida o dada a Dios. De manera que un hombre decía: ‘El vino es corbán para mí por tal y tal tiempo’, para dar a entender que había hecho voto de abstenerse del vino. O un hombre podía decir a un amigo: ‘Lo que de ti pudiera recibir para beneficiarme, me es corbán por tanto tiempo’, significando que había hecho voto de no recibir, durante el tiempo especificado, ni hospitalidad ni otro beneficio cualquiera de su amigo. En igual manera, si un hijo decía a su padre o madre: ‘Aquello con lo que podríais beneficiaros de mí, me es corbán’, hacía voto de no ayudar a su padre o madre en ninguna manera, no importaba cuáles fuesen sus exigencias. Según los escribas, un voto de esta naturaleza eximía a un hombre de la responsabilidad de sostener a sus padres, y de esta manera invalidaban la palabra de Dios con sus tradiciones.”

  4. Los “perrillos” que comen las migajas.—Con relación a la fervorosa respuesta de la mujer: “Sí, señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos” (Mateo 15:27). hallamos este comentario y paráfrasis de Trench en su obra, Notes on the Miracles (página 271): “La forma en que la respuesta de la mujer aparece en nuestras traducciones no es, sin embargo, enteramente satisfactoria. Pues de hecho acepta la declaración del Señor, no precisamente para contradecir la conclusión que El propone, sino para demostrar que en esa misma afirmación está comprendida la otorgación de su súplica. ‘¿Dijiste perrillos? Está bien; acepto la categoría y el lugar; porque a los perrillos les toca parte de la comida; no la primera porción, no la de los hijos, mas con todo, un porción: las migajas que caen de la mesa del amo. En tu propia exposición del caso nos incluyes a nosotros los paganos. Tú me incluyes a mí dentro del círculo de las bendiciones que Dios, el Gran Señor de la casa siempre dispensa a su familia. También nosotros pertenecemos a su casa aunque ocupemos el último lugar en ella.’”

    El Commentary de Dummelow dice, en parte, lo siguiente sobre Mateo 15:26: “Los rabinos solían tratar a los gentiles de perros. Por ejemplo: ‘Quien come con un idólatra es semejante al que come con un perro.’ … ‘Las naciones del mundo son comparadas con los perros. ‘La santa vocación pertenece a vosotros, no a los perros’. Sin embargo, al usar esta palabra de desprecio, Jesús la modificó. No dijo ‘perros’ sino ‘perrillos’, es decir, el animalito consentido de la casa; y la mujer hábilmente se valió de la expresión, afirmando que si los gentiles eran perrillos, entonces no era sino justo que se alimentaran con las migajas que cayeran de la mesa de sus amos.”

  5. Decápolis.—El nombre significa las “diez ciudades”, y se aplicaba a una región de límites indefinidos que se hallaba principalmente al este del Jordán y hacia el sur del mar de Galilea. Escitópolis, que Josefo (Wars of the Jews, iii, 9:7) señala como la principal de las diez ciudades, estaba situada del lado occidental del río. No hay acuerdo entre los historiadores sobre las ciudades comprendidas dentro de este nombre. Cuando son mencionadas en la Biblia (Mateo 4:25; Marc. 5:20; 7:31), se refieren a una región general más bien que a determinado sitio.

  6. “Tú eres el Cristo”.—Cada uno de los tres evangelistas sinópticos expresa en distinta manera la solemne y conmovedora confesión de Pedro en la que declaró que Jesús era el Cristo. Para muchos, la versión de S. Lucas es la más expresiva: “El Cristo de Dios.” En previas ocasiones algunos de los Doce, o todos ellos, habían aceptado a Jesucristo como el Hijo de Dios; por ejemplo, después del milagro de andar sobre el mar (Mateo 14:33), y también después del sermón decisivo en Capernaum (Juan 6:69); pero es palpable que la rebosante y reverente confesión de Pedro—con que respondió a la pregunta del Señor: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”—encerraba un significado de mayor seguridad y de carácter más exaltado que cualquier otra expresión anterior sobre el concepto que tenía de su Señor. Sin embargo, ni aun la convicción comunicada por revelación directa (Mateo 16:17) comprendía en esa época un conocimiento comprensivo de la misión del Salvador. De hecho, este entendimiento y seguridad completos vino a los apóstoles después de la resurrección del Señor (Compárese con Romanos 1:4). Sin embargo, el testimonio de Pedro en la región de Cesarea de Filipo indica una realización notable en extremo. En esa etapa del ministerio del Salvador, la proclamación pública de su categoría divina habría sido semejante al echar perlas delante de los puercos (Mateo 7:6); y por tanto, el Señor instruyó a los discípulos que por lo pronto, “a nadie dijesen que él era Jesús el Cristo”.

  7. La región de Cesarea de Filipo.—La palabra “región”, cual se emplea en la Biblia, connota límites, confines o fronteras. Felipe el Tetrarca había ensanchado y embellecido la ciudad de Cesarea de Filipo, la cual, como se dijo en el texto, estaba situada cerca del monte Hermón, en los manantiales del río Jordán, y a la que dio el nombre de Cesarea para honrar al emperador romano. Se llamaba Cesarea de Filipo para distinguirla de la otra Cesarea, ya existente, que se hallaba sobre el litoral mediterráneo de Samaria, y que en la literatura de años posteriores llegó a ser conocida como Cesarea de Palestina. Se cree que Cesarea de Filipo y la antigua Baal-gad (Josué 11:17) y Baalhermón (Jueces 3:3) son idénticas. Era conocida como un centro de adoración idólatra, y mientras estuvo bajo la dominación griega se le dió el nombre de Paneas, en honor del dios mitológico Pan. (Véase Josefo, (Antiquities of the Jews, xviii, 2:1) Esta designación persiste en el actual nombre árabe del sitio, Baneas.

  8. Simón Pedro y la “roca” de revelación.—En la ocasión en que tuvo su primera entrevista con Jesús, Simón hijo de Jonás recibió, de los labios del Señor, el distintivo nombre-título de “Pedro” o en lengua aramea “Celas”, que en nuestro idioma equivale a “roca” o “piedra”. (Juan 1:42; véase también la página 148 de esta obra) En la ocasión que estamos considerando, se confirmó este nombre sobre el apóstol (Mateo 16:18). Jesús le dijo: “Tú eres Pedro”; y luego añadió: “Sobre esta roca edificaré mi iglesia.” En el curso de la apostasía general que siguió a raíz del antiguo ministerio apostólico, el Obispo de Roma pretendió la autoridad supreme en calidad de supuesto sucesor hereditario de Pedro, y se hizo popular la errónea doctrina de que Pedro era “la roca” sobre la cual estaba fundada la Iglesia de Cristo. No podemos dar consideración detallada en este lugar a tan incongruente y torpe pretensión, y basta decir que una iglesia fundada sobre Pedro o cualquier otro hombre, sería la iglesia de Pedro o de ese otro hombre, y no la Iglesia de Jesucristo. (Véase The Great Apostasy, capítulo 9; también 3 Nefi 27:1-8; y el capítulo 40 de esta obra.) Es indisputable el hecho de que sobre el apóstol principal cayfi la responsabilidad de la presidencia del ministerio después de la ascensión del Cristo resucitado; pero que Pedro haya sido, aun simbólicamente, el fundamento sobre el cual se fundó la iglesia, contradice a la vez las Escrituras y la verdad. La Iglesia de Jesucristo debe llevar su nombre autorizadamente y ser guiada por revelación directa y continua, como lo exigen las condiciones de su edificación. La revelación de Dios a sus siervos investidos con el Santo Sacerdocio por medio de una ordenación autorizada—tal como lo estaba Pedro—constituye la “roca” inexpugnable sobre la cual está edificada la Iglesia. (Véase Artículos de Fe, capítulo 16, “Revelación”)

  9. La reprensión administrada a Pedro por Cristo.—Jesús palpablemente estaba empleando una eficaz figura de dicción cuando llamó ‘Satanás” a Pedro, más bien que una designación literal, porque Satanás es un personaje individual; es Lucifer, el caído e incorpóreo hijo de la mañana (Véase la página 7 de esta obra), y desde luego no podía ser Pedro. En su “reconvención” dirigida a Jesús, Pedro estaba realmente aconsejándole a que hiciera lo que Satanás previamente había insinuado a Cristo, o tentándolo como el propio Satanás lo había tentado. El significado especial que se ha dado al vocablo original, así en el hebreo como en el griego, y que nosotros vertemos en “Satanás”, es el de un adversario o “uno que se coloca en el camino de otro y de esta manera lo obstruye”. (Zenós) La expresión, “me eres tropiezo”, da a entender que el hombre a quien Jesús había llamado Pedro, “la roca”, estaba siendo comparado a una piedra en el camino con la cual podría tropezar el incauto.

  10. Algunos han de vivir hasta que vuelva Cristo.—La declaración del Salvador dirigida a los apóstoles y a otros en las cercanías de Cesarea de Filipo—“De cierto os digo que hay algunos de los que están aquí, que no gustarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo en su reino” (Mateo 16:28; compárese con Marc. 9:1; Lucas 9:27)—ha ocasionado muchos y diversos comentarios. El acontecimiento a que aquí se refiere, de que el Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre acompañado de los ángeles, es futuro aún. Nos es presentado un cumplimiento parcial de esta palabra en la prolongación de la vida de Juan el apóstol, uno de los que estuvieron presentes, que aún vive en la carne, de conformidad con sus deseos. (Juan 21:20-24; véase 3 Nefi 28:1-6; Doc. y Con. Sección 7)