Capitulo 35
Muerte y Sepultura
En el camino al Calvarioa
HABIENDO sucumbido renuentemente a las clamorosas demandas de los judíos, Poncio Pilato dio la orden fatal; y Jesús, despojado del manto de púrpura y vestido nuevamente con su propia ropa, fue conducido para ser crucificado. Se dio la custodia del Cristo condenado a un cuerpo de soldados romanos, y al salir la procesión del palacio del gobernador se reunió en pos de ellos una turba heterogénea que comprendía oficiales sacerdotales, magistrados de los judíos y personas de varias nacionalidades. También sacaron a dos malhechores, sentenciados al suplicio de la cruz por el crimen de robo, a fin de ejecutarlos al mismo tiempo. Se trataba de una ejecución triple y la expectativa de presenciar una escena de horror atrajo a los de pensamientos malsanos, aquellos que se deleitan en ver los padecimientos de sus semejantes. Sin embargo, había en la multitud varios dolientes sinceros, como se verá más adelante. Era costumbre de los romanos ejecutar a los reos en medio de la mayor notoriedad posible, por motivo de la errada y antisicológica suposición de que el espectáculo de un castigo espantoso surtiría un efecto disuasivo. Este errado concepto de la naturaleza humana todavía no ha caído enteramente en desuso.
La sentencia de muerte por crucifixión requería que el condenado cargara la cruz sobre la cual iba a padecer. Jesús inició la jornada con la cruz a cuestas; pero la espantosa tensión de las horas anteriores—la agonía en el Getsemaní, el salvaje trato recibido en el palacio del sumo sacerdote, la humillación y crueldades infligidas en la corte de Herodes, la terrible flagelación administrada por orden de Pilato, la brutalidad de los soldados inhumanos, junto con la extrema humillación y agonía mental de todo aquello—había debilitado su organismo físico a tal grado que apenas podía moverse lentamente bajo el peso de la cruz. Los soldados, impacientes a causa de la dilación, perentoriamente se valieron de un hombre que se dirigía del campo a Jerusalén, y a éste obligaron a que llevara la cruz de Jesús. Ningún romano o judío habría incurrido voluntariamente en el ignominio de llevar a cuestas tan horrorosa carga; porque todo detalle relacionado con la imposición de la sentencia de crucifixión era considerado degradante. El hombre que en tal forma fue obligado a seguir los pasos de Jesús, llevando la cruz sobre la cual el Salvador del mundo habría de consumar su gloriosa misión, se llamaba Simón, natural de Cirene. S. Marcos dice que Simón era padre de Alejandro y de Rufo, y de ello inferimos que los lectores del evangelista sabían que los dos hijos eran miembros de la Iglesia; y parece haber cierta indicación de que la familia de Simón de Cirene llegó a ser contada con los creyentes.b
Entre los que seguían la funesta procesión, o la miraban pasar, se encontraban algunos, particularmente mujeres, que lloraban en alta voz y lamentaban el destino hacia el cual se dirigía Jesús. No leemos que un sólo hombre haya osado levantar la voz para protestar o compadecerse; pero en esta trágica ocasión, así como en otras oportunidades, las mujeres no tuvieron miedo de expresar en voz alta su conmiseración o alabanza. Jesús había guardado silencio ante la inquisición de los sacerdotes, permanecido callado durante las humillantes mofas del sensual Herodes y sus burdos lacayos, y mudo cuando fue golpeado y abofeteado por los salvajes legionarios de Pilato; pero ahora se volvió a las mujeres, cuyas lamentaciones compasivas llegaron a sus oídos, y pronunció estas sentimentales y portentosas palabras de amonestación y advertencia: “Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí, sino llorad por vosotras mismas y por vuestros hijos. Porque he aquí vendrán días en que dirán: Bienaventuradas las estériles, y los vientres que no concibieron, y los pechos que no criaron. Entonces comenzarán a decir a los montes: Caed sobre nosotros; y a los collados: Cubridnos. Porque si en el árbol verde hacen estas cosas, ¿en el seco, qué no se hará?” Fué el último testimonio del Señor referente al inminente holocausto de destrucción que sobrevendría a la nación por haber rechazado a su Rey. Aunque la maternidad era la gloria de la vida de toda mujer judía, sin embargo, durante las terribles escenas que muchas de las que entonces lloraban presenciarían, la esterilidad sería considerada una bendición; porque las que no tuvieran hijos tendrían menos muertos que lamentar, y por lo menos no conocerían el horror de ver a su progenie morir de hambre o en alguna forma violenta; porque las condiciones de esa época serían tan terribles, que la gente de buena gana desearía que las montañas les cayeran encima para poner fin a sus padecimientos.c Si con el “Arbol verde”, que se hallaba cubierto de las hojas de la libertad y la verdad, y ofrecía el precioso fruto de la vida eterna, los opresores de Israel podían hacer lo que entonces estaban haciendo, ¿qué no harían los poderes de la maldad con las ramas marchitas y el tronco seco del judaísmo apóstata?
Por las calles de la ciudad, a través de las puertas de los macizos muros, y de allí hasta un lugar fuera de Jerusalén pero contiguo a la ciudad, avanzó el séquito hacia su destino, un sitio llamado Gólgota o Calvario, que significa “el lugar de la calavera”.d
La crucifixióne
Al llegar al Calvario los crucificadores oficiales procedieron a llevar a efecto sin más demora la terrible sentencia que se había pronunciado sobre Jesús y los dos criminales. Era costumbre, antes de colocar a los condenados sobre lacruz, ofrecer a cada uno de ellos una bebida narcótica de vino agrio o vinagre mezclado con mirra, y posiblemente otros ingredientes calmantes, con el misericordioso fin de adormecer la sensibilidad de la víctima. No era costumbre romana, pero se permitía para contemporizar con los sentimientos de los judíos. Cuando le fue presentada la copa narcotizada, Jesús la llevó a los labios, pero habiéndose enterado de la naturaleza de su contenido, se negó a beber, mostrando con ello su determinación de hacer frente a la muerte con sus facultades despiertas y su mente despejada.
Entonces lo crucificaron sobre la cruz central, y colocaron a uno de los malhechores condenados a su derecha, y el otro a su izquierda. Así se cumplió la visión de Isaías, de que el Mesías fue contado con los pecadores.f Son bien pocos los detalles que tenemos de la crucifixión. Sin embargo, sabemos que nuestro Señor fue clavado sobre la cruz, y que los clavos traspasaron sus manos y sus pies de acuerdo con el método romano, y no atado solamente con cuerdas como se acostumbraba infligir esta forma de castigo entre otras naciones. La crucifixión era a la vez la más prolongada y dolorosa de todas las formas de ejecución. La víctima vivía en un tormento cada vez mayor que generalmente duraba muchas horas, a veces días. Los clavos tan cruelmente hincados en las manos y en los pies penetraban y desgarraban nervios sensibles y delicados tendones, y sin embargo, no producían una herida mortal. El anhelado alivio de la muerte resultaba del agotamiento causado por el intenso e incesante dolor y la consiguiente inflamación y congestión local de los órganos, debido a la postura tirante e innatural del cuerpo.g
Mientras los crucificadores efectuaban su cruel tarea—y no del todo improbable, con mucha brusquedad e injurias, pues al fin y al cabo su oficio era matar, y por haberlo hecho tantas veces se habían tornado insensibles hacia el dolor—el atormentado Sufridor, sin ningún rencor, antes lleno de piedad por la inhumanidad y crueldad de sus verdugos, pronunció la primera de las siete afirmaciones que habló desde la cruz. Con el espíritu de misericordia divina, oró: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen.” No queramos fijarle límites a la misericordia del Señor; debe bastarnos el hecho de que se puede extender a todos los que en cualquier grado justificadamente puedan merecer esa bendita dádiva. Es significativa la forma en que se expresó esta misericordiosa bendición. Si el Señor hubiese dicho: “Yo os perdono”, pudiera haberse entendido que su benigno perdón era sencillamente la remisión de la cruel ofensa cometida contra su Persona, por ser El quien padecía el tormento de una sentencia injusta; pero la invocación del perdón del Padre fue una súplica a favor de aquellos que habían causado la angustia y la muerte del Bien Amado Hijo del Padre, el Salvador y Redentor del mundo. Moisés perdonó a María la ofensa que ella cometió contra él como hermano; pero sólo Dios pudo remitir el castigo y quitar la lepra que vino sobre ella por haber hablado contra el sumo sacerdote de Jehova.h
Parece que de acuerdo con los reglamentos romanos, la ropa que llevaba puesta el condenado al tiempo de su ejecución llegaba a ser propiedad o botín de los verdugos Los cuatro soldados que tenían a su cargo la cruz sobre la cual el Señor padecía se repartieron sus vestidos entre sí, y quedaba su túnica, prenda de buena calidad, de una sola pieza sin costura. Si la partían, la echarían a perder, de modo que los soldados echaron suertes para determinar a quién pertenecería; y en esta circunstancia los autores evangélicos vieron el cumplimiento de las palabras del Salmista: “Partieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes.”i
Por órdenes de Pilato se preparó un título o inscripción que se fijó sobre la cruz, arriba de la cabeza de Jesús, de acuerdocon la costumbre de revelar el nombre del crucificado y la naturaleza de la ofensa por la cual se le había condenado a muerte. En este caso se escribió el título en tres idiomas, griego, latín y hebreo, uno o más de los cuales entendería todo el que pudiera leer. La inscripción de referencia decía: “Este es Jesús, el Rey de los judíos”; o según la versión dada por Juan: “Jesús Nazareno, Rey de los Judíos”. Muchos leyeron la inscripción, porque el Calvario no quedaba lejos del camino real, e indudablemente en esta ocasión festiva eran numerosos los que pasaban por allí. Surgieron algunos comentarios, porque si se interpretaba literalmente, la inscripción constituía una declaración oficial de que Jesús crucificado era de hecho el Rey de los judíos. Cuando se llamó la atención de los principales sacerdotes a esta circunstancia, turbados en extremo se dirigieron al gobernador diciendo: “No escribas: Rey de los judíos; sino, que él dijo: Soy Rey de los judíos. Respondió Pilato: Lo que he escrito, he escrito.” La orden de Pilato de escribir en esa forma el título, y su brusca negación de permitir que fuera alterado pudo haber sido una afrenta intencional dirigida a los oficiales judíos que lo habían obligado, contra su criterio y voluntad, a condenar a Jesús; sin embargo, es posible que la conducta del sumiso Prisionero y su afirmación de ser un Rey superior a todos los reyes de la tierra impresionaron la mente, cuando no el corazón del gobernador pagano, con una convicción de la singular superioridad de Cristo y su derecho inherente al dominio; pero cualquiera que haya sido el propósito de la manera en que se escribió, la inscripción descuella en la historia como testimonio de la consideración de un pagano, comparada con el cruel desprecio de su Rey por parte de Israel.k
Los soldados que tenían el deber de vigilar las cruces, hasta que la muerte lentamente librara a los crucificados de su tormento cada vez mayor, bromeaban entre sí e injuriaban al Cristo, bebiendo a su salud sus copas de vino agrio en son de burla trágica. Leyendo el título que se hallaba colocado sobre la cabeza del Sufridor, le dirigieron este grito inspirado por el diablo: “Si tú eres el Rey de los judíos, sálvate a ti mismo.” La multitud de curiosos mórbidos, junto con los que pasaban, “le injuriaban, meneando la cabeza y diciendo: ¡Bah! tú que derribas el templo de Dios, y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo, y desciende de la cruz.” Pero lo peor de todo fue que los principales sacerdotes y escribas, los ancianos del pueblo, los irreverentes miembros del Sanedrín se convirtieron en cabecillas de la turba inhumana que, deleitándose del mal ajeno, insultaban y gritaban: “A otros salvó, a sí mismo no se puede salvar; si es el Rey de Israel, descienda ahora de la cruz, y creeremos en el. Confió en Dios; líbrele ahora si le quiere; porque ha dicho: soy Hijo de Dios.”l Aunque expresada con burla obscena, la declaración de los príncipes de Israel constituyó un testimonio de que Cristo había salvado a otros, así como una proclamación de que El era el Rey de Israel, y la cual, aunque tenía por objeto ser irónica, era literalmente verdadera. Los dos malhechores, desde sus cruces respectivas, tomaron parte en el escarnio general y crujían sus dientes contra El. Uno de ellos, en medio de la desesperación consiguiente a la muerte que se aproximaba, repitió los vituperios de los sacerdotes y la multitud: “Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros.”
La nota predominante de todos los escarnios y vituperios, obscenidad y burlas que fueron dirigidos contra el paciente y sumiso Cristo mientras colgaba, “levantado” sobre la cruz, como El anunció que acontecería,m fue el horrendo “Si” que los emisarios del diablo lanzaban contra El en la hora de su agonía mortal; así como en la hora de las tentaciones que padeció después de su bautismo, el propio demonio lo había hostigado insidiosamente en forma semejante.n Este “Si” constituía el último dardo de Satanás, con sus filosas púas y doblemente ponzoñoso, que volaba hacia su víctima como si fuera con el aterrador silbido de una culebra. ¿Sería posible, en esta etapa final, y la más crítica de la misíon de Cristo, hacerlo dudar de su divina categoría de Hijo, o malográndose esto, provocar al Salvador agonizante a que usara sus poderes sobrehumanos para su alivio personal, o ejecutar un acto de venganza sobre sus verdugos? El esfuerzo desesperado de Satanás tenía por objeto lograr tal victoria. El dardo no acertó en el blanco. En medio de burlas y vituperios, y no obstante los blasfemos desafíos e incitaciones diabólicas, el Cristo moribundo permaneció callado.
Entonces, uno de los ladrones crucificados, movido a la penitencia por el valor resignado del Salvador, y reconociendo en la conducta del divino Sufridor algo más que humano, reprendió a su compañero injurioso, diciendo: “¿Ni aun temes tú a Dios, estando en la misma condenación? Nosotros, a la verdad, justamente padecemos, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos: mas éste ningún mal hizo.” La confesión de su pecado y su admisión de la justicia de su propia condenación resultaron en un arrepentimiento in cipiente y la fe en el Señor Jesús que padecía a su lado. “Y dijo a Jesús: Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino.”o El Señor contestó esta súplica penitente con una promesa que solamente El podía entender: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso.”p
Entre los que presenciaban esta tragedia, la mayor de todas en la historia del mundo, se hallaban algunos que habían venido llenos de tristeza y compasión. No se hace mención de la presencia de ninguno de los Doce, salvo el discípulo “a quien amaba Jesús”, Juan el Apóstol, evangelista y revelador; pero sí se ha escrito en forma particular de ciertas mujeres que, primero desde lejos y luego al piede la cruz, lloraban con la angustia del amor y la tristeza. Leemos que: “Estaban junto a la cruz de Jesús su madre, y la hermana de su madre, María mujer de Cleofas, y María Magdalena.”q
Además de las mujeres nombradas, se hallaban muchas otras, varias de las cuales habían prestado algún servicio a Jesús en el curso de sus labores en Galilea, y eran de las que también habían subido con El a Jerusalén.r Desde el punto de vista de consideración, la primera entre todas ellas era María la madre de Jesús, en cuya alma se había enclavado la espada, tal como lo había profetizado Simeón el justo.s Jesús, mirando con tierna compasión a su madre que lloraba junto a Juan al pie de la cruz, la encomendó al cuidado y protección del discípulo amado, con estas palabras: “Mujer, he ahí tu hijo.”; y a Juan: “He ahí tu madre.” El discípulo tiernamente condujo a la acongojada María del lado de su Hijo moribundo y “la recibió en su casa”, y en esa forma asumió inmediatamente la nueva relación que su Maestro agonizante había establecido.
Jesús fue clavado sobre la cruz antes del mediodía de ese fatídico viernes, probablemente entre las nueve y diez de la mañana.t Al mediodía se opacó la luz del sol, y una densa niebla se extendió por todo el país. La tenebrosa obscuridad, continuó durante un período de tres horas. La ciencia no ha podido explicar satisfactoriamente este notable fenómeno. No pudo haber sido por causa de un eclipse solar, como se ha sugerido ignorantemente, porque era época de luna llena; por cierto, el primer plenilunio después del equinoxio primaveral determinaba en que día caería la Pascua. La obscuridad fue el resultado de una milagrosa operación de las leyes naturales bajo el dominio de un poder divino. Fue una señal adecuada de la profunda lamentación de la tierra por la muerte inminente de su Creador.u Los escritores evangélicos reverentemente pasan por alto la agonía mortal que padeció el Señor mientras estuvo sobre la cruz.
A la hora de nona, o sea como a las tres de la tarde, sobrepujando la más angustiosa exclamación de sufrimiento físico, se oyó de la cruz central un fuerte grito que hirió la espantosa obscuridad. Era la voz de Cristo que decía: “Elí Elí, ¿lama sabactani? Esto es: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” ¿Qué mente humana podrá sondar el significado de esa terrible exclamación? Parece que además de los espantosos sufrimientos consiguientes a la crucifixión, se había repetido de nuevo la agonía del Getsemaní, intensificada más de lo que el poder humano podía soportar. En esa hora más crítica, el Cristo agonizante se hallaba a solas, solo en la más terrible realidad. A fin de que el sacrificio supremo del Hijo pudiera consumarse en toda su plenitud, parece que el Padre retiró el apoyo de su Presencia inmediata, dejando al Salvador de los hombres la gloria de una victoria completa sobre las fuerzas del pecado y la muerte. Aunque todos los que se hallaban cerca oyeron este grito de la cruz, pocos lo entendieron. Interpretaron equívocamente la primera exclamación, Elí (que significa Mi Dios) creyendo que llamaba a Elías.
Pronto pasó el momento de debilidad, la sensación de abandono completo, y se hicieron sentir los deseos naturales del cuerpo. La sed enloquecedora, que constituía una de los peores agonías de la crucifixión, causó que se escapara de los labios del Salvador su única expresión de padecimiento físico. “Tengo sed”—dijo. Uno de los que se hallaban junto de allí—si fue romano o judío, discípulo o incrédulo, nada nos es dicho—empapó en el acto una esponja en un vaso de vinagre que estaba cerca, y colocando la esponja en el extremo de una caña o vara de hisopo, la acercó a los febriles labios del Señor. Otros habrían interrumpido este acto decompasión humana, porque dijeron: “Deja, veamos si viene Elías a librarle.” Juan afirma que Cristo exclamó “tengo sed” sólo cuando supo “que ya todo estaba consumado”, y el apóstol ve en lo ocurrido el cumplimiento de una profecía.v
Comprendiendo plenamente que ya no estaba abandonado, sino que el Padre había aceptado su sacrificio expiatorio, y que su misión en la carne había llegado a una gloriosa consumación, Jesús exclamó en alta voz de sagrado triunfo: “Consumado es.” Entonces con reverencia, resignación y alivio, se dirigió a su Padre, diciendo: “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu.” x Inclinó la cabeza, y voluntariamente entregó su vida.
Había muerto Jesús el Cristo. No le fue quitada su vida si no de acuerdo con su voluntad. A pesar de lo dulce y gustosamente aceptado que habría sido el alivio de la muerte en cualquiera de las primeras etapas de sus padecimientos—desde el Getsemaní hasta la cruz—vivió hasta que todas las cosas se cumplieron de acuerdo con lo que se había decretado. En estos últimos días se ha escuchado la voz del Señor Jesús, afirmando la realidad de su padecimiento y muerte, así como el propósito eterno que se cumplió por ese medio. Escuchemos y prestemos atención a sus palabras: “Porque he aquí, el Señor vuestro Redentor padeció la muerte en la carne; por tanto, sufrió las penas de todos los hombres, a fin de que todos los hombres se arrepintiesen y viniesen a el.”y
Importantes acontecimientos entre la muerte y sepultura del Señor
La muerte de Cristo fue acompañada de espantosos fenómenos. Hubo un fuerte terremoto; se partieron las rocas de las macizas colinas y se abrieron muchos sepulcros. Perolo más portentoso de todo, en los pensamientos de los judíos, fue cuando el velo del templo, que estaba suspendido entre el Lugar Santo y el Lugar Santísimo,z se rasgó en dos, de arriba abajo; y el interior, que a nadie le era permitido ver sino al sumo sacerdote, quedó expuesto a los ojos del vulgo. Significaba el desgarramiento del judaísmo, la consumación de la dispensación mosaica y la inauguración del cristianismo bajo la administración apostólica.
El centurión romano y los soldados bajo su mando, que se hallaban en el sitio de la ejecución, se asombraron y se llenaron de gran temor. Probablemente habían presenciado muchas muertes sobre la cruz, pero nunca jamás habían visto a un hombre morir, aparentemente de su propia voluntad, y poder gritar en alta voz en el momento de su expiración. Ese modo de ejecución, bárbaro e inhumano, inducía un agotamiento lento y progresivo. A todos los que se hallaban presentes, la muerte de Jesús pareció ser un milagro, como de hecho lo fue. Esta maravilla, junto con el terremoto y sus horrores consiguientes, impresionaron de tal manera al centurión, que oró a Dios y declaró solemnemente: “Verdaderamente este hombre era justo.” Otros se le unieron para aseverar con espanto: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios.” Las personas aterradas que hablaban, así como las que oían, se apartaron de allí llenas de temor, dándose golpes de pecho y lamentando lo que parecía ser un estado de destrucción inminente.a Sin embargo, un pequeño número de mujeres devotas permaneció allí, “mirando de lejos” y viendo todo lo que acontecía, hasta que fue sepultado el cuerpo del Señor.
La tarde ya estaba muy avanzada; la puesta del sol señalaría el comienzo del día de reposo. Este día de reposo iba a ser más que ordinariamente sagrado, porque “era de gran solemnidad”, en vista de que además de ser el día de reposo semanal, era también un santo día pascual.b Losjudíos, que no habían vacilado en matar a su Señor, se llenaron de horror con tan sólo pensar que en ese día permanecerían aquellos hombres colgados en sus cruces, porque entonces la tierra sería profanada.c De manera que estos escrupulosos oficiales fueron a Pilato y le rogaron que despachara sumariamente a Jesús y a los dos malhechores mediante la brutal costumbre romana de quebrarles las piernas, pues se había descubierto que la concusión producida por este acto de violencia inmediatamente resultaba fatal a los crucificados. El gobernador dio su consentimiento, y los soldados les quebraron las piernas a los dos ladrones con un garrote. Sin embargo, hallando que Jesús ya estaba muerto, no le fracturaron los huesos. Cristo, el gran sacrificio de la Pascua, de quien todas las víctimas sobre el altar sólo habían sido prototipos simbólicos, murió por un acto de violencia, pero sin que fuese quebrantado un sólo hueso de su cuerpo, condición prescrita para los corderos pascuales que eran degollados.d Uno de los soldados, para asegurarse que Jesús estaba realmente muerto, o para matarlo si aún estaba vivo, le abrió el costado con una lanza, causando una herida suficientemente grande para dar cabida a la mano de un hombre.e Al sacar la lanza hubo un derrame de sangre y agua,f y este hecho fue tan asombroso que Juan, testigo ocular del hecho, da testimonio particular y personal de ello, y cita las Escrituras que se cumplieron mediante ese acto.g
La sepulturah
Un hombre conocido como José de Arimatea, discípulo de Cristo en su corazón, pero temeroso de confesar manifiestamente su conversión por miedo de los judíos, quiso dar al cuerpo del Señor un sepelio decente y honorable. De no haber sido por alguna intervención divinamente orientada como ésta, el cuerpo de Jesús pudo haber sido echado en el sepulcro común de los criminales ejecutados. Este José “era miembro del concilio, varón bueno y justo”. Expresamente se dice de él que “no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos”; y de esta declaración inferimos que era miembro del Sanedrín, y se había opuesto a los hechos de sus compañeros, de sentenciar a Jesús a muerte, o por lo menos se había refrenado de votar con los demás. José era hombre de bienes, posición e influencia. Entró a Pilato y le pidió el cuerpo de Cristo. El gobernador se sorprendió de que Jesús ya estuviese muerto; llamó al centurión y preguntó cuánto tiempo había vivido Jesús sobre la cruz. La circunstancia extraordinaria parece haber aumentado la turbación de Pilato. Dio la orden necesaria, y se entregó a José el cuerpo de Cristo.
Se bajó el cuerpo de la cruz, y en la preparación necesaria para depositarlo en la tumba José contó con la ayuda de Nicodemo, otro miembro del Sanedrín, el mismo que había ido a Jesús de noche tres años antes, y que en una de las reuniones conspiradoras del concilio había protestado la ilícita condenación de Jesús sin oírlo primero.i Nicodemo llevó una gran cantidad de mirra y áloes, “como cien libras”. Esta composición aromática era altamente estimada para ungir y embalsamar, pero debido al precio, sólo se usaba entre los ricos. Estos dos discípulos reverentes envolvieron el cuerpo del Señor en una sábana limpia con las especies aromáticas “según es costumbre sepultar entre los judíos”; y entonces lo colocaron en un sepulcro nuevo abierto en una peña. La tumba se hallaba en un jardín, no lejos del Calvario, y era propiedad de José. Por motivo de la proximidad del día de reposo, tuvo que hacerse el sepelio con mucha prisa. Para cerrar el sepulcro, se rodó una gran piedra sobre la entrada;j y así, dispuesto en esta forma, permaneció allí el cuerpo. Algunas de las otras mujeres devotas, particularmente María Magdalena y “la otra María”, madre de Santiago y José, vieron de lejos cómo fue puesto el cuerpo; y cuando se hubo hecho, se volvieron y “prepararon especies aromáticas y ungüentos; y descansaron el día de reposo, conforme al mandamiento”.
La guardia ante el sepulcrok
El día después de la “preparación”, es decir el sábado, el día de reposo y “de gran solemnidad”,l los principales sacerdotes y los fariseos se reunieron ante Pilato, y dijeron: “Señor, nos acordamos que aquel engañador dijo, viviendo aún: Después de tres días resucitaré. Manda, pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vengan sus discípulos de noche, y lo hurten, y digan al pueblo: Resucitó de entre los muertos, y será el postrer error peor que el primero.” Es palpable que los más enconados enemigos humanos de Cristo se acordaron de sus profecías acerca de la certeza de su resurrección al tercer día después de su muerte. Pilato les contestó lacónicamente: “Ahí tenéis una guardia; id, aseguradlo como sabéis.” De manera que los principales sacerdotes y fariseos dispusieron que el sepulcro quedara asegurado, encargándose de que se fijara el sello oficial sobre la piedra y la entrada, y se colocara una guardia armada para vigilar.
Notas al Capitulo 35
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Simón de Cirene.—Simón, sobre quien se colocó la cruz de Jesús, era miembro de la colonia judía del norte de Africa, establecida allí casi tres siglos antes del nacimiento de Cristo por Tolomeo Lagi, que transportó a ese sitio grandes números de judíos desde Palestina (Antiquities of the Jews, por Josefo, xii, cap. 1) Cirene, donde vivía Simón, se hallaba en la provincia de Libia, y estaba situada dentro de los linderos actuales de Túnez. El hecho de que mantenían una sinagoga en Jerusalén (Hech. 6:9), para acomodar a los que de su número visitaran esa ciudad, da evidencia de que los judíos africanos eran numerosos y fuertes. Más de veinticinco años después de la muerte de Cristo, Pablo se refiere en forma amigable a Rufo y su madre (Rom. 16:13). Si, como lo indica la tradición, este Rufo era uno de los hijos de Simón, mencionado por Marcos (15:21), es probable que la familia de Simón formaba parte prominente de la Iglesia primitiva. No nos es dicho definitivamente si acaso Simón era discípulo antes de la crucifixión, o si se convirtió mediante su servicio compulsivo de llevar la cruz del Señor.
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Las palabras de Cristo a las hijas de Jerusalén.—“Habría de llegar el tiempo en que se codiciaría como bendición el anatema del Antiguo Testamento acarca de la esterilidad. (Oseas 9:14) Para mostrar el cumplimiento de esta lamentación profética de los judíos, es innecesario evocar los horripilantes detalles narrados por Josefo (Wars of the Jews, vi, 3:4); por ejemplo, cuando una madre enloquecida asó a su propio hijo, y con espantosa burla guardó la mitad de aquella horrible comida para los asesinos que diariamente irrumpían en su casa para robarle el escaso alimento que le quedaba; ni ninguno de los demás hechos, narrados por el historiador, que ocurrieron durante el último sitio de Jerusalén, y demasiado repugnantes para repetir innecesariamente. Pero, ¡cuán frecuentemente, a través de todos estos siglos, no habrán sentido las mujeres de Israel ese terrible anhelo de ser estériles, y con cuanta frecuencia no habrán salido de los labios de los israelitas sufrientes, la oración desesperada de poder morir instantáneamente bajo el peso de las montañas y colinas, más bien que soportar un tormento prolongado! (Oseas 10:8) A pesar de todo esto, sin embargo, las palabras de referencia también pronosticaban un futuro más terrible todavía (Apo. 6:10). Porque si Israel había aplicado la llama a su ‘árbol verde’, ¡cuán terriblemente no ardería el juicio divino entre la leña seca de un pueblo apóstata y rebelde, que de esa manera había entregado a su divino Rey, y pronunciado su propia sentencia sobre sí mismo al pronunciarla sobre El!”—Life and Times of Jesus the Messiah, por Edersheim, tomo 2, pág. 558.
Concerniente a la oración de que las montañas los aplastaran y cubrieran, Farrar (Life of Christ, pág. 645 nota), dice: “Estas palabras de Cristo tuvieron un cumplimiento dolorosamente literal cuando centenares de infelices judíos se ocultaron en los más obscuros y viles escondites subterráneos durante el sitio de Jerusalén, y cuando aparte de los que eran descubiertos, no menos de dos mil murieron sepultados bajo las ruinas de sus escondites.” Puede estar reservado un cumplimiento todavía futuro. Consúltese Wars of the Jews, por Josefo, vi, 9:4. Véase también Os. 9:12-16; 10:8; Isa. 2:10; compárese con Apo. 6:16.
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El “lugar de la calavera.”—El nombre “Gólgota” de origen arameo y hebreo, el vocablo griego “Kranion,” y el latín “Calvaria” o la forma castellanizada “Calvario”, tienen el mismo significado de “calavera”. Quizá se le dio ese nombre por alusión a ciertos rasgos topográficos, así como nosotros hablamos de las cejas de un cerro; o si el sitio se empleaba usualmente para las ejecuciones, pudo habérsele dado ese nombre expresivo de la muerte, así como nosotros decimos que una calavera es símbolo de la muerte. Es probable que los cuerpos de los reos ejecutados quedaban sepultados cerca del sitio donde eran ajusticiados; y si el Gólgota o Calvario era el lugar señalado para las ejecuciones, no sería extraño encontrar allí calaveras y otros huesos humanos, desenterrados por las fieras, los elementos u otras causas, aunque era contrario a las leyes y sentimientos judíos dejar sin sepultar los cuerpos o cualquier parte de ellos. El origen del nombre es de tan poca importancia como lo son las muchas suposiciones divergentes respecto de su sitio preciso.
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Crucifixión.—“Unánimemente se le consideraba la manera más horrible de morir. Entre los romanos la degradación era también parte de la inflicción, y cuando se aplicaba esta pena a un hombre libre, se hacía únicamente al tratarse de los criminales más viles … El reo llevaba su propia cruz, por lo menos parte de ella. De ahí el uso figurado de las frases tomar o llevar uno su cruz, que significa soportar padecimientos, aflicción o vergüenza, como el criminal que se dirige al sitio de su crucifixión. (Mateo 10:38; 16:24; Lucas 14:27, etc.) El lugar de la ejecución quedaba fuera de la ciudad (1 Re. 21:13; Hech. 7:58; Heb. 13:12), frecuentemente cerca de un camino público u otro punto conspicuo. Al llegar al sitio de la ejecución se desnudaba al reo, y su ropa pasaba a ser propiedad de sus verdugos. (Mateo 27:35) En seguida, se introducía la cruz en la tierra, de modo que los pies del condenado quedaran a unos treinta o sesenta centímetros del suelo, y entonces era colgado sobre ella; o si no, era extendido sobre la cruz primero y entonces alzado con ella.” Se acostumbraba estacionar soldados para que vigilaran la cruz, y de ese modo evitar que se quitara de ella al reo mientras todavía estaba vivo. “Era necesario hacer esto por motivo de la lentitud con que sobrevenía la muerte, pues en algunas ocasiones no llegaba ni aun después de tres días, y finalmente resultaba del entumecimiento e inaninación graduales. De no ser por esa guardia, los reos podían ser quitados de la cruz y restaurados, como efectivamente sucedió con un amigo de Josefo … En la mayor parte de los casos se permitía que el cuerpo se descompusiera sobre la cruz mediante los efectos naturales del sol y la lluvia, o que lo devoraran las aves y las bestias. Por lo general, se prohibía que fuesen sepultados; pero como consecuencia de lo prescrito en Deuteronomio 21:22, 23, se hacía una excepción nacional en favor de los judíos. (Mateo 27:58) Felizmente el emperador Constantino abolió esta maldita y terrible forma de castigo.” —Bible Dictionary de Smith.
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La inscripción de Pilato: “El Rey de los Judíos.”—No hay dos de los escritores evangélicos que estén de acuerdo sobre las palabras del título o inscripción que se colocó en la cruz, sobre la cabeza de Jesús, por orden de Pilato; sin embargo, el significado es el mismo en todas, y las variaciones insubstanciales son evidencia de la libertad individual de los autores. Es probable que realmente haya habido diferencia en las versiones trilingües. La versión de Juan es la que se acepta en las abreviaturas que comunmente se usan con relación a las figuras católicas romanas de Cristo, a saber, J.N.R.J. Y en vista de que antiguamente la “I” se usaba como equivalente de la “J”, el título leería I.N.R.I. o sea Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum (Jesús Nazareno, Rey de los Judíos).
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Las mujeres al pie de la cruz.—No todos los evangelistas están de acuerdo en el número de mujeres que estuvieron presentes, pero la mayor parte de los críticos modernos sostienen que fueron cuatro. Dummelow comenta Juan 19:25 de esta manera: “Su madre; la hermana de su madre (es decir, Salomé, madre del evangelista Juan); María, mujer de Cleofas; y María Magdalena.”
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La hora de la crucifixión.—S. Marcos (15:25) dice: “Era la hora tercera cuando le crucificaron;” y la hora de referencia corresponde a las 9 ó 10 de la mañana. Este autor, junto con sus compañeros, Mateo y Lucas, citan muchos incidentes que se verificaron entre el momento que Cristo fue clavado sobre la cruz y la hora sexta, o sea del mediodía hasta la una de la tarde. De acuerdo con estas varias narraciones, es palpable que la crucifixión de Jesús ocurrió antes del mediodía. Claramente se ve una discrepancia entre lo anterior y la afirmación de Juan (19:14) que era “como la hora sexta” (el mediodía) cuando Pilato dictó la sentencia de ejecución. Todo intento de armonizar las narraciones en este respecto han resultado inútiles, porque la diferencia es real. La mayor parte de los críticos y comentadores suponen que la frase, “como la hora sexta,” del Evangelio según S. Juan es un error de los antiguos copiantes de los evangelios y manuscritos, quienes leyeron el signo de hora sexta en lugar de tercera.
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La causa física de la muerte de Cristo.—Aun cuando, como se dijo en el texto, Jesucristo entregó su vida voluntariamente, porque tenía vida en sí mismo y nadie podía arrebatársela sin que El lo permitiera (Juan 1:4; 5:26; 10:15-18), tuvo que haber por fuerza una causa física de su muerte. Como ya se ha dicho, los crucificados algunas veces vivían varios días sobre la cruz, y la muerte resultaba, no de la inflicción de heridas mortales, sino de una congestión interna, inflamaciones, trastornos orgánicos y el consiguiente agotamiento de la energía vital. Aunque debilitado por el largo tormento de la noche anterior y la madrugada, por la violenta conmoción de la propia crucifixión, así como por la intensa agonía mental y particularmente un sufrimiento espiritual que ningún otro hombre ha soportado jamás, Jesús manifestó sorprendente vigor mental, así como físico, hasta el fin. El fuerte grito, en seguida del cual inclinó la cabeza y “expiró”, considerado junto con otros detalles narrados, indican que la causa directa de su muerte fue un rompimiento físico del corazón. Si el soldado que hirió con su lanza el lado izquierdo del cuerpo del Señor llegó a penetrarle el corazón, la “sangre y agua” que Juan vio salir del cuerpo es evidencia adicional de una rotura cardíaca; porque es sabido que en los raros casos en que la muerte resulta de una disolución de cualquier parte de la envoltura del corazón, la sangre se acumula dentro del pericardio y allí sufre un cambio, mediante el cual los corpúsculos se separan del casi incoloro suero acuoso en forma de masa parcialmente coagulada. Dentro de la pleura ocurren acumulaciones similares de corpúsculos coagulados y suero. El doctor Abercrombie de Edimburgo, citado por Deems (Light of the Nations, pág. 682), “pone como ejemplo el caso del fallecimiento repentino de un hombre de setenta y siete años de edad, a causa de la rotura del corazón. En este hombre, ‘las cavidades de la pleura contenían unos mil doscientos gramos de fluido, pero los pulmones, estaban en buen estado’ ”. Deems también cita el siguiente caso: “El doctor Elliotson relata acerca de una mujer que murió repentinamente. ‘Al abrir el cuerpo descubrimos que el pericardio se había hinchado a causa de un suero incoloro y una coagulación grande de sangre que se habían escapado a través de una rotura espontánea de la aorta cerca de su origen, sin ninguna otra apariencia mórbida.’ Podrían citarse muchos casos, pero basta con los anteriores.” Para un estudio detallado del tema podemos referir al estudiante a la obra del doctor William Stroud, On the Physical Cause of the Death of Christ. Entre las causas reconocidas y aceptadas de la rotura del corazón podemos mencionar una inmensa tensión mental, punzante emoción de pena o alegría y una lucha espiritual intensa.
El autor de la presente obra cree que el Señor Jesús murió de un corazón quebrantado. El Salmista cantó con doloroso acento, según su previsión inspirada de la pasión del Señor: “El escarnio ha quebrantado mi corazón, y estoy acongojado. Esperé quien se compadeciese de mí, y no lo hubo; y consoladores, y ninguno hallé. Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre.” (Sal. 69:20, 21; véase también 22:14.)
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La solicitud de sellar la tumba de Cristo.—Los críticos sostienen que la comisión visitó a Pilato la tarde del sábado, después que hubo llegado a su fin el día de reposo. Esta suposición se basa en el hecho de que estos oficiales sacerdotales habrían incurrido en una impureza legal si hubieran llevado a cabo lo que se requería para intervenir personalmente en la selladura del sepulcro, cosa que no habrían hecho en el día de reposo. La afirmación de S. Mateo es terminante, que la solicitud se hizo “al día siguiente, que es después de la preparación”. El día de la preparación duraba desde la puesta del sol el jueves hasta el comienzo del día de reposo al ponerse el sol el viernes