Capitulo 37
La Resurreccion y la Ascension
“Ha resucitado”
EL sábado, día de reposo de los judíos, había pasado, y empezaban a desvanecerse las sombras de la noche ante la alborada del domingo más memorable de toda la historia, y mientras tanto la guardia romana vigilaba el sepulcro sellado dentro del cual yacía el cuerpo del Señor Jesús. Estando todavía obscuro, la tierra empezó a temblar; un ángel del Señor descendió en gloria, quitó la inmensa piedra de la entrada del sepulcro y se sentó sobre ella. Su aspecto brillaba como un relámpago y sus vestidos eran blancos como la nieve. Los soldados, paralizados de temor, cayeron a tierra y se quedaron como muertos. Cuando se hubieron recobrado parcialmente de su espanto, huyeron aterrados del sitio. Ni aun el rigor de la disciplina romana, que decretaba una muerte sumaria a todo soldado que desertaba su puesto, pudo detenerlos. Además, ya no había qué vigilar; el sello de autoridad fue hecho pedazos, y el sepulcro se hallaba abierto y vacío.a
Al manifestarse las primeras señales de la aurora, la devota María Magdalena y las otras fieles mujeres se dirigieron al sepulcro, llevando especias y ungüentos que habían preparado para acabar de embalsamar el cuerpo de Jesús. Algunas de ellas habían presenciado el sepelio y visto la prisa forzosa con que José y Nicodemo habían envuelto el cuerpo momentos antes que empezara el día de reposo; y ahora estas piadosas mujeres llegaron temprano para prestar sus servicios cariñosos mediante una unción y embalsamamiento externo y más completo del cuerpo. Mientras se dirigían, conversando tristemente, parece que por primera vez se dieron cuenta de la dificultad que tendrían para entrar en el sepulcro “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro?”—se preguntaban unas a otras. Evidentemente nada sabían del sello ni de la guardia. Al llegar a la tumba vieron al ángel, y tuvieron miedo. “Mas el ángel, respondiendo, dijo a las mujeres: No temáis vosotras; porque yo sé que buscáis a Jesús, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, como dijo. Venid, ved el lugar donde fue puesto el Señor. E id pronto y decid a sus discípulos que ha resucitado de los muertos, y he aquí va delante de vosotros a Galilea; allí le veréis. He aquí, os lo he dicho.”b
Las mujeres, aun cuando favorecidas con esta visita y afirmación angélicas, se alejaron de allí maravilladas y espantadas. Parece que María Magdalena fue la primera en llevar la noticia de la tumba vacía a los discípulos. No había comprendido el gozoso significado de la proclamación del ángel: “Ha resucitado, como dijo”. En su agonía de amor y aflicción solamente se acordaba de las palabras: “No está aquí”, la verdad de las cuales se había grabado tan impresionantemente en ella tras una mirada rápida hacia el sepulcro abierto y vacío. “Entonces corrió, y fue a Simón Pedro y al otro discípulo, aquel al que amaba Jesús, y les dijo: Se han llevado del sepulcro al Señor, y no sabemos dónde le han puesto.”
Pedro y el “otro discípulo”, indudablemente Juan, se dirigieron en el acto hacia el sepulcro, corriendo juntos. Juan corrió más aprisa que su compañero, y al llegar a la tumba se bajó a mirar, y vio los lienzos en el suelo; pero Pedro, osado e impetuoso, entró en el sepulcro, seguido del apóstol más joven. Los dos vieron los lienzos y, en un lugar aparte, el sudario que había estado sobre la cabeza de Jesús. Juan francamente afirma que habiendo visto estas cosas, creyó; y explica, hablando por sí mismo y los demás apóstoles: “Porque aún no habían entendido la Escritura, que era necesario que él resucitase de los muertos.”c
La afligida Magdalena siguió a los dos apóstoles hasta el lugar de la sepultura. No parece que había dado cabida en su corazón herido de pesar al concepto de la restauración de la vida del Señor; sólo sabía que el cuerpo de su querido Maestro había desaparecido. Mientras Pedro y Juan se encontraban dentro del sepulcro, ella había permanecido afuera llorando. Cuando se hubieron ido, María se inclinó para mirar dentro de la cueva labrada en la roca, y vio allí a dos personajes, ángeles vestidos de blanco, “el uno a la cabecera, y el otro a los pies, donde el cuerpo de Jesús había sido puesto”. Con tierno acento le preguntaron: “Mujer, ¿por qué lloras?” En su respuesta no pudo más que expresar de nuevo el dolor que la agobiaba: “Porque se han llevado a mi Señor, y no sé dónde le han puesto.” La ausencia del cuerpo, que para ella era todo lo que permanecía de Aquel a quien había amado tan profundamente, representaba una pérdida personal. Se manifiesta un torrente de sentimiento y cariño en sus palabras: “Se han llevado a mi Señor.”
Volviéndose de la tumba que, aun cuando iluminada en ese momento por aquella presencia angélica, para ella se encontraba vacía y abandonada, se enteró de otro Personaje que estaba cerca de ella. Oyó su pregunta compasiva: “Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas?” Casi sin levantar su llorosa faz hacia su interrogante, vagamente suponiendo que era el hortelano, y que tal vez él sabía dónde se hallaba el cuerpo de su Maestro, exclamó: “Señor, si tú lo has llevado, dime dónde lo has puesto, y yo lo llevaré.” Sabía que habían depositado a Jesús en una tumba ajena; si el cuerpo había sido desahuciado de ese sitio, estaba preparada para proporcionarle otro. “Dime dónde lo has puesto”—le rogó.
Era Jesús, su querido Señor, a quien hablaba, pero no lo sabía. Una palabra de sus labios vivientes transformó su vehemente dolor en gozo extático. “Jesús le dijo: ¡María!” La voz, el tono, el tierno acento que ella había escuchado y amado en días anteriores la elevó de la profundidad desesperante en que había caído. Se volvió y miró al Señor, y en un arrebato de alegría extendió los brazos para estrecharlo, pronunciando una sola palabra de cariño y adoración, “Raboni”, que significa mi amado Maestro. Jesús contuvo su impulsiva manifestación de amor reverente, diciendo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre; mas vé a mis hermanos, y diles: Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios.”d
A una mujer, María de Magdala, se concedió el honor de ser la primera de todos los seres mortales en ver a un Alma resucitada, al propio Señor Jesús.e Más adelante el Cristo resucitado se manifestó a otras mujeres favorecidas, entre ellas, María, madre de José, y Juana, y Salomé, madre de los apóstoles Santiago y Juan. Estas y las otras mujeres que las acompañaban se habían asustado con la presencia del ángel en el sepulcro, y se habían alejado con sentimientos de temor mezclados con gozo. No estuvieron presentes al tiempo en que Pedro y Juan entraron en el sepulcro, ni posteriormente cuando el Señor se manifestó a María Magdalena. Probablemente volvieron más tarde, pues parece que algunas de ellas entraron en el sepulcro y vieron que el cuerpo del Señor no estaba allí. Encontrándose perplejas y asombradas, se dieron cuenta de la presencia de dos varones en vestidos resplandecientes, y al bajar las mujeres “el rostro a tierra”, los ángeles les dijeron: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado. Acordaos de lo que os habló, cuando aún estaba en Galilea, diciendo: Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado, y resucite al tercer día. Entonces ellas se acordaron de sus palabras.”f Y mientras se dirigían a la ciudad para comunicar el mensaje a los discípulos, “Jesús les salió al encuentro, diciendo: ¡Salve! Y ellas, acercándose, abrazaron sus pies, y le adoraron. Entonces Jesús les dijo: No temáis; id, dad las nuevas a mis hermanos, para que vayan a Galilea, y allí me verán.”g
Uno podrá preguntarse por qué Jesús le prohibió a María Magdalena que lo tocara, y corto tiempo después permitió que otras mujeres le abrazaran los pies al inclinarse reverentemente delante de El. Podemos suponer que el arrebato emocional de María fue causado más bien por un sentimiento de cariño personal pero santo, que por el impulso de una adoración devota que expresaron las otras mujeres. Aunque el Cristo resucitado mostró la misma consideración amigable y estrecha que había manifestado en su estado terrenal hacia aquellos con quienes se había asociado íntimamente, ahora ya no era literalmente uno de ellos. Había en El una dignidad que vedaba la íntima familiaridad personal. A María Magdalena Cristo dijo: “No me toques, porque aún no he subido a mi Padre.” Si la segunda frase fue una explicación de la primera, nos vemos compelidos a deducir que a ninguna mano humana le fue permitido tocar el cuerpo resucitado e inmortal del Señor, sino hasta después que se hubo presentado al Padre. Parece razonable y probable que entre la ocasión del impulsivo intento de María de tocar al Señor, y el acto de las otras mujeres que le abrazaron los pies al inclinarse para adorarlo reverentemente, Cristo ascendió a su Padre; y entonces volvió a la tierra para continuar su ministerio en su estado resucitado.
María Magdalena y las otras mujeres relataron a los discípulos la maravillosa narración de lo que había acontecido a cada una de ellas, pero los hermanos no podían creer lo que decían, y “les parecían locura las palabras de ellas, y no las creían”.h Después de todo lo que Cristo les había enseñado concerniente a su resurrección de los muertos al tercer día,i los apóstoles no eran capaces de aceptar la realidad de lo ocurrido; en sus pensamientos la resurrección era un acontecimiento misterioso y remoto, no una posibilidad actual. No existía ni precedente ni analogía para las cosas que estas mujeres contaban—de que una persona muerta volviese a vivir con un cuerpo de carne y huesos que pudiera verse y palparse—con excepción de los casos del joven de Naín, la hija de Jairo y el querido Lázaro de Betania; pero en la restauración de éstos a una vida terrenal, y la resurrección rumorada de Jesús, ellos veían diferencias esenciales. Una perplejidad profunda y dudas inquietantes reemplazaron, en este primer día de la semana, la angustia y sensación de pérdida irreparable que caracterizaron sus pensamientos el día de reposo de ayer. Pero mientras los apóstoles vacilaban en creer que Cristo realmente había resucitado, las mujeres, menos escépticas y más confiadas, lo sabían; porque no sólo lo vieron, sino oyeron su voz, y algunas le habían tocado los pies.
Fraudulenta conspiración sacerdotalj
Cuando los guardas romanos se hubieron recobrado lo suficiente de su temor para huir precipitadamente del sepulcro, fueron a los principales sacerdotes, bajo cuyas órdenes Pilato los había puesto,k e informaron de los acontecimientos sobrenaturales que habían presenciado. Estos jerarcas eran saduceos, y uno de los rasgos distintivos de su partido o secta consistía en negar que era posible la resurrección de los muertos. Se convocó una sesión del Sanedrín, y se dio consideración al inquietante informe de los guardas. Con el mismo espíritu con que habían procurado matar a Lázaro, a fin de sofocar el interés popular manifestado en el milagro de su restauración a la vida, estos engañadores sacerdotales ahora conspiraron para desacreditar la verdad de la resurrección de Cristo sobornando a los soldados para que mintiesen. Se les aconsejó que dijeran: “Sus discípulos vinieron de noche, y lo hurtaron, estando nosotros dormidos”, ofreciéndoles mucho dinero si esparcían esta mentira. Los soldados aceptaron la tentadora proposición e hicieron lo que les fue mandado, ya que este paso les parecía la mejor manera de salir de una situación crítica. En caso de que los declarasen culpables de dormirse en sus puestos, serían ejecutados en el acto;l pero los judíos los alentaron con esta promesa: “Si esto lo oyere el gobernador, nosotros le persuadiremos, y os pondremos a salvo.” Se debe tener presente que se puso a los soldados a las órdenes de los principales sacerdotes, y se supone, por tanto, que no estaban obligados a informar los detalles de sus hechos a las autoridades romanas.
El cronista agrega que hasta el día en que él estaba escribiendo, se había extendido entre los judíos la calumnia de que los discípulos habían sacado del sepulcro el cuerpo de Cristo. La totalmente insostenible posición de la falsa comunicación es palpable. Si todos los soldados se durmieron—ocurrencia sumamente improbable en vista de que esta negligencia constituía una ofensa capital—¿cómo les fue posible saber que alguien se había acercado al sepulcro? Y con mayor particularidad, ¿cómo podían comprobar su declaración, aun cuando hubiese sido cierto que el cuerpo fue hurtado, y los discípulos habían sido los ladrones?m Fueron los principales sacerdotes y ancianos del pueblo los que inventaron la falsa noticia. Sin embargo, no todos los del círculo sacerdotal participaron en el acto. Algunos que quizá habían sido discípulos secretos de Jesús antes de su muerte, ya no tuvieron temor de identificarse manifiestamente con la Iglesia, después de quedar completamente convertidos con la evidencia de la resurrección del Señor. Leemos que pocos meses después “muchos de los sacerdotes obedecían a la fe”.n
Cristo camina y habla con dos de los discípuloso
La tarde de ese mismo domingo, dos discípulos, no de los apóstoles, se apartaron del pequeño grupo de creyentes en Jerusalén y se dirigieron hacia la aldea de Emaús, que se hallaba a unos once o doce kilómetros de la ciudad. El tema de su conversación sólo pudo haber sido uno, y de este asunto hablaban al andar, citando los varios acontecimientos de la vida del Señor, refiriéndose en forma particular a su muerte, ocurrencia que había puesto tan triste fin a sus esperanzas de un reino mesiánico, y maravillándose profundamente del incomprensible testimonio de las mujeres concerniente a su reaparición en calidad de alma viviente. Mientras caminaban, absortos en su triste y profunda conversación, se unió a ellos otro Viajero. Era el Señor Jesús; “mas los ojos de ellos estaban velados, para que no le conociesen”. Con atento interés les preguntó: “¿Qué pláticas son estas que tenéis entre vosotros mientras camináis, y por qué estáis tristes?” Uno de los discípulos, llamado Cleofas, contestó con sorpresa y un poco de conmiseración al ver la aparente ignorancia del Desconocido: “¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no has sabido las cosas que en ella han acontecido en estos días?” Resuelto a arrancar de sus labios una declaración completa del asunto que los agitaba tan visiblemente, el Cristo incógnito preguntó: “¿Qué cosas?” Dejando de lado la reticencia, respondieron: “De Jesús nazareno, que fue varón profeta, poderoso en obra y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo le entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte, y le crucificaron.”
Con voz afligida continuaron su relato explicando cómo habían cifrado sus esperanzas en que Jesús, para entonces crucificado, hubiese probado ser el Mesías enviado a redimir a Israel; pero “hoy es ya el tercer día que esto ha acontecido”. Entonces cobrando un poco más de ánimo, pero perplejos todavía, le informaron que unas mujeres de su compañía los habían asombrado esa mañana con la noticia de que yendo temprano a visitar el sepulcro, habían descubierto que el cuerpo del Señor no estaba allí, y “vinieron diciendo que también habían visto visión de ángeles, quienes dijeron que él vive”. Además de las mujeres, otros habían ido a la tumba y verificado la ausencia del cuerpo, pero sin haber visto al Señor.
Entonces Jesús, reprendiendo con tiernos acentos a sus compañeros de viaje por ser tan “insensatos, y tardos de corazón para creer todo lo que los profetas han dicho”, les preguntó impresionantemente: “¿No era necesario que el Cristo padeciera estas cosas, y que entrara en su gloria?” Comenzando desde las inspiradas declaraciones de Moisés, les explicó las Escrituras, refiriéndose a todas las palabras proféticas relacionadas con la misión del Salvador. Habiendo acompañado a los dos hombres hasta su destino, Jesús “hizo como que iba más lejos”, pero lo instaron a que permaneciera con ellos porque el día ya había declinado. Aceptó su ruego hospitalario de acompañarlos a la casa, y en cuanto hubieron preparado su comida sencilla se sentó con ellos a la mesa. En calidad de Invitado de honor, “tomó el pan y lo bendijo, lo partió y les dio”. Quizá hubo algo en el fervor de la bendición, o en la manera de partir y distribuir el pan, que les evocó recuerdos de otros días—o posiblemente vieron las manos heridas—pero cualquiera que haya sido la causa inmediata, los dos discípulos miraron de fijo a su Huésped, y “les fueron abiertos los ojos, y le reconocieron; mas él se desapareció de su vista”. Bajo el impulso de un asombro gozoso se levantaron de la mesa, reprochándose el uno al otro por no haberlo reconocido antes. “¿No ardía nuestro corazón en nosotros—dijo uno de ellos—mientras nos hablaba en el camino, y cuando nos abría las Escrituras?” Inmediatamente se volvieron sobre sus pasos y regresaron en el acto a Jerusalén, para confirmar con su testimonio lo que los hermanos vacilaban en aceptar.
El Señor resucitado se aparece a los discípulos en Jerusalén y come en presencia de ellosp
Cuando Cleofas y su compañero llegaron a Jerusalén esa noche, hallaron a los apóstoles reunidos con otros creyentes devotos en solemne y reverente asamblea, con las puertas cerradas. Habían tomado estas medidas de precaución “por miedo de los judíos”. Aun los apóstoles se habían dispersado por motivo del arresto, condenación y asesinato judicial de su Maestro; pero al oir la noticia de su resurrección, ellos y los discípulos en general se rehicieron para formar el núcleo de un ejército que en breve se extendería por todo el mundo. Los dos discípulos volvieron para encontrarse con la gozosa nueva de que “ha resucitado el Señor verdaderamente, y ha aparecido a Simón”. Esta referencia es la única que hacen los escritores evangélicos a la apariencia personal de Cristo a Simón Pedro ese día. La entrevista entre el Señor y su ayer tímido, pero hoy arrepentido apóstol, debe haber sido conmovedora en extremo. El remordimiento de Pedro por haber negado a Cristo en el palacio del sumo sacerdote fue profundo y digno de lástima; aun pudo haber dudado que el Maestro volviera a llamarlo su siervo; pero deben haber resurgido sus esperanzas al oir el mensaje de las mujeres que volvían de la tumba, en el cual el Señor mandaba saludos a los apóstoles, a quienes por primera vez llamaba hermanos,q sin excluir a Pedro de esta honorable y cariñosa designación; además, la comisión del ángel a las mujeres había dado prominencia a Pedro, haciendo particular mención de él.r A su apóstol arrepentido vino el Señor, indudablemente con perdón y seguridad consoladora. Pedro mismo guarda silencio reverente concerniente a la visita, pero Pablo presenta su testimonio de este hecho como una de las pruebas definitivas de la resurrección del Señor.s
Tras el jubiloso testimonio de los creyentes reunidos, Cleofas y su compañero relataron cómo los había acompañado el Señor mientras iban a Emaús, las cosas que les había enseñado y la manera en que lo reconocieron al partir el pan. En tanto que la pequeña compañía estaba conversando, “Jesús se puso en medio de ellos, y les dijo: Paz a vosotros”. Todos se espantaron, suponiendo con temor supersticioso que se había introducido un fantasma entre ellos. Entonces el Señor los calmó, diciendo: “¿Por qué estáis turbados, y vienen a vuestro corazón estos pensamientos? Mirad mis manos y mis pies, que yo mismo soy; palpad, y ved; porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo.” Entonces les mostró las heridas en sus manos, pies y costado. “Ellos, de gozo, no lo creían”, es decir, juzgaban la realidad que estaban presenciando, de ser demasiado grande, demasiado gloriosa, para ser cierta. A fin de asegurarlos más firmemente que no era una forma insubstancial, o un ser inmaterial de substancia intangible, sino un Personaje viviente dotado de órganos internos así como externos, les preguntó: “¿Tenéis aquí algo de comer?” Le ofrecieron parte de un pez asado y otros alimentos,t que El “tomó y comió delante de ellos”.
Estas evidencias indisputables de la corporeidad de su Visitante tranquilizó los pensamientos de los discípulos y les permitió pensar más racionalmente; y viéndolos sosegados y receptivos, el Señor les recordó que todo cuanto le aconteció se verificó de acuerdo con lo que les había dicho mientras estuvo con ellos. Ante su divina presencia su entendimiento se vivificó y ensanchó, de modo que pudieron comprender, como nunca jamás, las Escrituras—la Ley de Moisés, los libros de los profetas y los Salmos—concernientes a El. Atestiguó la necesidad de su muerte, ahora realizada, tan plenamente como la había predicho y afirmado previamente. Entonces añadió: “Así está escrito, y así fue necesario que el Cristo padeciese, y resucitase de los muertos al tercer día; y que se predicase en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Y vosotros sois testigos de estas cosas.”
Entonces los discípulos se llenaron de gozo. Cuando estaba a punto de partir, el Señor los bendijo, diciendo: “Paz a vosotros. Como me envió el Padre, así también yo os envio—comisión autorizada que se refirió personalmente a los apóstoles—y habiendo dicho esto, sopló, y les dijo: Recibid el Espíritu Santo. A quienes remitiereis los pecados, les son remitidos; y a quienes se los retuviereis, les son retenidos.”u
Incredulidad de Tomásv
Uno de los apóstoles, Tomás, se hallaba ausente cuando el Señor Jesús se apareció en la reunión de los discípulos la tarde del Domingo de Resurrección. Se le comunicó lo que los otros habían presenciado, pero esto no lo convenció; y ni el solemne testimonio, “al Señor hemos visto”, logró despertar la fe en su corazón. En su estado de escepticismo mental, exclamó: “Si no viere en sus manos la señal de los clavos, y metiere mi dedo en el lugar de los clavos, y metiere mi mano en su costado, no creeré.”
Debemos templar nuestro juicio con precaución y amor antes de resolver sobre la disposición incrédula de este hombre. Difícilmente podía impugnar las circunstancias ampliamente atestiguadas del sepulcro vacío, o la veracidad de María Magdalena y las otras mujeres con respecto a la presencia de los ángeles y la aparición del Señor; o el testimonio de Pedro, o el de toda la compañía reunida; pero quizá interpretaba estas manifestaciones declaradas como una serie de visiones subjetivas, y vagamente suponía que la ausencia del cuerpo del Señor había resultado de la restauración sobrenatural de Cristo a la vida, seguida de una partida corporal y final de la tierra. Lo que Tomás disputaba era la manifestación corpórea del Señor resucitado, así como las señales de las heridas consiguientes a la crucifixión y la invitación de palpar y tocar el cuerpo resucitado de carne y huesos. Carecía de ese mismo concepto definitivo de la resurrección que le permitiera aceptar en forma literal el testimonio de sus hermanos y hermanas que habían visto, oído y palpado.
Al cabo de una semana, porque así se entiende la designación hebrea “ocho días después”, y por consiguiente, fue el siguiente domingo—día de la semana que más tarde llegó a conocerse en la Iglesia como el “día del Señor”, y a observarse como el día de reposo en lugar del sábado mosaicox—los discípulos se hallaban congregados otra vez, y Tomás con ellos. Se estaba efectuando la reunión con las puertas cerradas, y supuestamente vigiladas, porque había peligro de que los interrumpieran los alguaciles judíos. En estas circunstancias llegó Jesús, “y se puso en medio y les dijo: Paz a vosotros. Luego dijo a Tomas: Pon aquí tu dedo, y mira mis manos; y acerca tu mano, y métela en mi costado; y no seas incrédulo, sino creyente.”
La mente escéptica de Tomás fue instantáneamente despejada, y quedó purificado su corazón dudoso. La convicción de la gloriosa verdad inundó su alma, y con reverencia contrita se postró delante de su Salvador, expresando a la vez su reverente admisión de la divinidad de Cristo: “¡Señor mío y Dios mío!” Se aceptó su adoración, y el Salvador le dijo: “Porque me has visto, Tomás, creíste; bienaventurados los que no vieron, y creyeron.”
Junto al mar de Galileay
Tanto el ángel que se apareció en el sepulcro, como a su vez el propio Cristo resucitado, habían instruido a los apóstoles que fueran a Galilea, donde verían al Señor, de conformidad con lo que les había declarado antes de su muerte.z Demoraron su partida hasta una semana después de la resurrección y entonces, una vez más en su provincia nativa, se pusieron a esperar. En la tarde de uno de esos días de espera, Pedro dijo a seis de los apóstoles que estaban con él: “Voy a pescar”; a lo cual los otros contestaron: “Vamos nosotros también contigo.” Sin más dilación entraron en una barca de pescar, y aunque trabajaron toda la noche, cuantas veces echaban la red, la sacaban vacía. Al aproximarse la aurora se dirigieron hacia la playa chasquedos y desanimados. En la tenue luz de la alborada oyeron que alguien llamaba desde la ribera, preguntando: “Hijitos, ¿tenéis algo de comer?”a Al oir la voz, “le respondieron: No”. Era Jesús quien preguntaba, aunque ninguno de los que se hallaban en la barca lo reconoció. Volvió a llamarlos, diciendo: “Echad la red a la derecha de la barca, y hallaréis. Entonces la echaron, y ya no la podían sacar, por la gran cantidad de peces.” Fue tan sorprendente el resultado al obedecer las instrucciones dadas, que debe haberles parecido milagroso; indudablemente les hizo recordar aquella otra maravillosa pesca que había sobrepujado su habilidad como pescadores; y por lo menos tres testigos del milagro anterior se hallaban ahora en el barco.b
Juan, siempre presto para discernir, dijo a Pedro: “¡Es el Señor!”; y éste, impulsivo como siempre, rápidamente se ciñó la ropa y se echó al agua para llegar más pronto a la orilla y postrarse a los pies de su Maestro. Los otros dejaron la nave y entraron en una barca pequeña que remaron a tierra, arrastrando la pesada red llena de peces. Al llegar a la playa vieron unas brazas puestas y un pez encima de ellas, y a un lado un abastecimiento de pan. Jesús les mandó que trajeran de los peces que acababan de pescar, instrucción que el fornido Pedro obedeció, entrando en el agua y sacando la red a tierra. La pesca, al ser contada, contenía ciento cincuenta y tres peces grandes; y el narrador añade significativamente que “aun siendo tantos, la red no se rompió”.
Entonces Jesús dijo: “Venid, comed”; y en calidad de Huésped, dividió y repartió el pan y el pescado. No nos es dicho si comió con sus invitados. Todos sabían que era el Señor quien los atendía tan hospitalariamente; y sin embargo, en esta ocasión, así como otras en que apareció en su estado resucitado, había en El un porte que infundía asombro y cohibición. De buena gana lo habrían interrogado, pero no se atrevieron. Juan nos dice que “ésta era ya la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos, después de haber resucitado de los muertos”; y de ello entendemos que fue la tercera ocasión en que Cristo se manifestó al grupo completo o parcial de los apóstoles; porque, contando también la aparición a María Magdalena, a las otras mujeres y a los dos discípulos que iban por el camino, esta fue, según las Escrituras, la séptima aparición del Señor resucitado.
Terminada la comida, “Jesús dijo a Simón Pedro: Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que éstos?” La pregunta, por bondadoso el tono con que se hizo, debe haberle partido el corazón a Pedro, pues le recordaba su osada pero inconstante afirmación: “Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré”;c y entonces había negado conocer siquiera al hombre.d Pedro contestó humildemente a la interrogación del Maestro: “Sí, Señor; tú sabes que te amo.” Entonces le dijo Jesús: “Apacienta mis corderos.” Se volvió a repetir la pregunta, y Pedro contestó en la misma forma, a lo cual el Señor respondió: “Pastorea mis ovejas.” Y por tercera vez Jesús preguntó: “Simón, hijo de Jonás, ¿me amas?” Pedro se sintió herido y apenado por esta reiteración, pensando tal vez que el Señor no tenía confianza en él. Pero así como tres veces había negado, ahora se le dio la oportunidad de hacer esta triple confesión. A la interrogación que por tres veces se le había hecho, Pedro respondió: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: Apacienta mis ovejas.”
La comisión “apacienta mis ovejas” fue no sólo una confirmación de la confianza del Señor, sino de la realidad de la presidencia de Pedro entre los apóstoles. Enfáticamente había anunciado su disposición de seguir a su Maestro aun hasta la cárcel y la muerte. Y el Señor, que ahora había muerto ya, le dijo: “De cierto, de cierto te digo: Cuando eras más joven, te ceñías, e ibas donde querías; mas cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro, y te llevará a donde no quieras.” Juan entonces nos informa que el Señor habló de esta manera para señalar la muerte con la cual Pedro tomaría su lugar entre los mártires. La analogía indica que había de ser crucificado, y nunca se ha refutado la historia tradicional de que así fue como Pedro selló su testimonio del Cristo.
Después de lo anterior el Señor dijo a Pedro: “Sígueme.” El significado de este mandamiento fue actual así como futuro. Apartándose de los otros que se encontraban en la playa, el hombre acompañó a Jesús, así como poco después siguió a su Señor hasta la cruz. Indudablemente Pedro comprendió la referencia a su martirio, pues así lo indican sus escritos en años posteriores.e Mientras Cristo y Pedro caminaban juntos, éste, mirando hacia atrás, vió que Juan los seguía, y preguntó: “Señor, ¿y qué de este?” Pedro deseaba penetrar lo futuro para conocer la suerte de su compañero, si Juan también habría de morir por la fe. El Señor respondió: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti? Sígueme tú.” Fue una amonestación dada a Pedro de cumplir con sus propios deberes y seguir al Maestro por dondequiera que el camino lo llevara.
Refiriéndose a sí mismo, Juan añade: “Este dicho se extendió entonces entre los hermanos, que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, sino: “Si quiero que él quede hasta que yo venga, ¿qué a ti?” La revelación moderna atestigua que Juan todavía vive en su estado corporal, y que permanecerá en la carne hasta el aún futuro advenimiento del Señor.f Acompañado de Pedro y de Santiago, sus compañeros martirizados y resucitados, “el discípulo a quien amaba Jesús” ha oficiado en la restauración del Santo Apostolado en esta dispensación del cumplimiento de los tiempos.
Otras manifestaciones del Señor resucitado en Galileag
Jesús había designado cierto monte en Galilea donde habría de reunirse con sus apóstoles, y allí se dirigieron los Once. Cuando lo vieron en el lugar señalado, lo adoraron. El evangelista nos informa que “algunos dudaban”, de lo cual se puede inferir que se hallaban presentes otros, además de los apóstoles, entre quienes había algunos que no estaban convencidos de la real corporeidad del Cristo resucitado. Esta pudo haber sido la ocasión acerca de la que el apóstol Pablo escribió unos veinticinco años después, en donde afirma que el Señor “apareció a más de quinientos hermanos a la vez”, de los cuales, aunque algunos ya habían fallecido, la mayoría de ellos todavía eran testigos vivientes del testimonio de Pablo en esa época.h
A los que estaban reunidos en el monte, Jesús declaró: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra.” Esto no pudo entenderse o interpretarse como otra cosa sino la afirmación de su divinidad absoluta. Su autoridad era suprema, y aquellos a quienes El comisionara obrarían en su nombre, y por un poder que nadie podría conferir o quitar.
La comisión final y la ascensión
Durante cuarenta días después de su resurrección, el Señor se manifestó periódicamente a los apóstoles—individualmente a algunos, y a todos ellos como cuerpoi—y les dió instrucciones “acerca del reino de Dios”.j Los evangelios no siempre precisan el tiempo y lugar de determinados acontecimientos, pero no hay razón para dudar del objeto de las instrucciones del Señor durante este período. Mucho de lo que dijo e hizo no está escrito.k Pero las cosas que sí se escribieron, como nos lo asegura Juan, “se han escrito para que creáis que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios y que para que creyendo, tengáis vida en su nombre”.l
Al acercarse el momento de su ascensión, el Señor dijo a los once apóstoles: “Id por todo el mundo y predicad el evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, será salvo, mas el que no creyere, será condenado. Y estas señales seguirán a los que creen: En mi nombre echarán fuera demonios, hablarán nuevas lenguas; tomarán en las manos serpientes, y si bebieren cosa mortífera, no les hará daño; sobre los enfermos pondrán sus manos, y sanarán.”m Al contrario de su comisión anterior, en virtud de la cual fueron enviados únicamente “a las ovejas perdidas de la casa de Israel”,n ahora debían ir a los judíos y gentiles, esclavos y libres: al género humano en general, sin consideración a su país, nación o lengua. La salvación—mediante la fe en Jesús el Cristo, acompañada del arrepentimiento y el bautismo—habría de ser ofrecida gratuitamente a todos; de allí en adelante el menosprecio de esa oferta traería la condenación. Se prometió que “estas señales” y milagros “seguirán a los que creen”, a fin de confirmar su fe en el poder divino; pero en ningún sentido quedó indicado que estas manifestaciones habrían de anteceder la fe, como señuelos para entrampar al crédulo buscador de señales.
Asegurando a los apóstoles, una vez más, que se cumpliría la promesa del Padre mediante la venida del Espíritu Santo, el Señor les dio instrucciones de permanecer en Jerusalén, a donde habían vuelto de Galilea, hasta que fueran “investidos de poder desde lo alto”; y entonces añadió: “Porque Juan ciertamente bautizó con agua, mas vosotros seréis bautizados con el Espíritu Santo dentro de no muchos días.”o
En el curso de esa última y solemne entrevista, y probablemente mientras el Señor resucitado se alejaba de la ciudad con los Once hacia el familiar paraje sobre el Monte de los Olivos, los hermanos, imbuídos aún en el concepto de que el reino de Dios habría de ser una institución terrenal de poder y dominio, le preguntaron: “Señor, ¿restaurarás el reino a Israel en este tiempo?” Jesús respondió: “No os toca a vosotros saber los tiempos o las sazones, que el Padre puso en su sola potestad; pero recibiréis poder, cuando haya venido sobre vosotros el Espíritu Santo, y me seréis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria, y hasta lo último de la tierra.”p Precisó y recalcó sus deberes en estos términos: “Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo. Amén.”q
Cuando Cristo y los discípulos llegaron hasta Betania, el Señor alzó sus manos y los bendijo; mientras aún hablaba, ascendió de entre ellos, y vieron que era alzado hasta que una nube lo ocultó de sus ojos. Entre tanto que los apóstoles se hallaban con los ojos puestos en el cielo, aparecieron junto a ellos “dos varones con vestiduras blancas, los cuales también les dijeron: Varones galileos, ¿por qué estáis mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido tomado de vosotros al cielo, así vendrá como le habéis visto ir al cielo”.r
Reverentemente y llenos de gozo los apóstoles volvieron a Jerusalén para esperar allí la venida del Consolador. La ascensión del Señor se había realizado; tan verdaderamente literal fue la partida de Jesús, como lo fue su resurrección, mediante la cual su espíritu volvió a su propio cuerpo físico que hasta ese momento había estado muerto. En el mundo quedó, y aún queda, la gloriosa promesa de que Jesús el Cristo—el mismo Ser que ascendió del Monte de los Olivos con su cuerpo inmortal de carne y huesos—volverá y descenderá de los cielos en la misma forma y substancia materiales.
Notas al Capitulo 37
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No se sabe el tiempo y manera precisos en que Cristo salió de la tumba.—Nuestro Señor predijo en forma definitiva su resurrección de los muertos al tercer día (Mateo 16:21; 17:23; 20:19; Marc. 9:31; 10:34; Lucas 9:22; 13:32; 18:33); y los ángeles en el sepulcro (Lucas 2:47) así como el propio Señor resucitado (Lucas 24:46) verificaron el cumplimiento de las profecías, y así lo testificaron los apóstoles en años posteriores. (Hech. 10:40; 1 Cor. 15:4) Esta referencia al tercer día no debe entenderse que significa tres días completos. Los judíos empezaban a contar las horas diarias desde la puesta del sol, de modo que la hora antes de la puesta del sol y la que seguía después pertenecían a distintos días. Jesús murió y fue sepultado el viernes en la tarde. Su cuerpo muerto estuvo en la tumba parte del viernes (el primer día), durante el sábado, o como dividimos los días, desde la puesta del sol del viernes hasta la puesta del sol del sábado (el segundo día) y parte del domingo (el tercer día). No sabemos cuál fué la hora, entre la puesta del sol del sábado y la aurora del domingo, cuando se levantó.
The El hecho de que en la alborada del domingo ocurrió un temblor, y el ángel del Señor descendió y quitó la piedra de la entrada del sepulcro—cosa que deducimos de S. Mateo 28:1, 2—no es evidencia de que Cristo no pudo haber resucitado antes. Se quitó la piedra y se reveló el interior del sepulcro a fin de que quienes llegaran pudieran ver por sí mismos que el cuerpo del Señor ya no estaba allí; pero no fue necesario abrirle la puerta al Cristo resucitado para poder salir. En su estado inmortal podía aparecer y desaparecer, aunque fuera en un lugar cerrado. Un cuerpo resucitado, aunque de substancia tangible y con todos los órganos de un cuerpo físico, no está sujeto a la graveded de la tierra, ni pueden interrumpir sus movimientos los obstáculos materiales. Para nosotros, que limitamos el movimiento únicamente a las tres dimensiones del espacio, es necesariamente incomprensible el paso de una substancia sólida, como por ejemplo un cuerpo viviente de carne y huesos, a través de un muro de piedras. Sin embargo, el ejemplo del Cristo resucitado, junto con los movimientos de otros personajes también resucitados, establecen que estos seres se mueven de acuerdo con leyes, para ellos naturales, que les permiten introducirse en esa forma. De ahí que en septiembre de 1823, Moroni, profeta nefita que había muerto aproximadamente en el año 400 de nuestra era, le apareció a José Smith en su alcoba tres veces durante la misma noche, yendo y viniendo sin que lo interrumpieran en lo más mínimo los muros o el techo de la casa. (Véase P. de G.P., José Smith 2:45; también Artículos de Fe, por el autor, págs. 14, 15.) La corporeidad de Moroni, manifestada por el hecho de que tenía en sus manos las planchas metálicas sobre las cuales estaba grabada la historia que nosotros conocemos como el Libro de Mormón, evidencia que era un hombre resucitado. En igual manera los seres resucitados poseen la facultad para hacerse visibles o invisibles a los ojos físicos del ser mortal.
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El intento de desacreditar el hecho de la resurrección por medio de mentiras.—Ya hemos tratado ampliamente en el texto la falsa aseveración de que Cristo no resucitó, sino que los discípulos hurtaron su cuerpo de la tumba. La mentira es su propia refutación. Los incrédulos de una fecha posterior, enterados del palpable absurdo de este tosco intento de hacer una falsa representación, no han vacilado en sugerir otras hipótesis, cada una de las cuales es conclusivamente insostenible. Por tanto, la teoría basada en la imposible suposición de que Cristo no estaba muerto cuando fue bajado de la cruz, sino en un coma o estado inconsciente, y que más tarde se le revivió, se confuta por sí misma cuando la consideramos en relación con los hechos conocidos. La herida de la lanza del soldado romano habría sido fatal, en caso de que el Señor todavía hubiera estado vivo. Además, los miembros del concilio judío, a quienes no podemos juzgar de haber participado en la sepultura de un hombre vivo todavía, bajaron el cuerpo, lo llevaron, envolvieron y sepultaron; y en lo que respecta a una subsiguiente revivificación, Edersheim (tomo 2, pág. 626) terminantemente afirma: “Sin mencionar los muchos absurdos relacionados con esta teoría, lo que realmente hacemos—al absolver a los discípulos de complicidad—es acusar de fraude al propio Cristo.” Una persona crucificada, quitada de la cruz antes de morir y subsiguientemente revivida, no podía haber andado con los pies heridos y quebrantados el mismo día de su revivificación, como lo hizo Jesús en el camino a Emaús. Otra teoría, muy popular en su época, fue la de imputar una decepción inconsciente a los que afirmaron haber visto al Cristo resucitado, alegándose que todas estas personas fueron víctimas de visiones objetivas pero irreales, conjuradas por su propia condición agitada e imaginativa. La independencia y señalada individualidad de las varias apariciones atestiguadas del Señor desmienten la teoría de las visiones. La clase de ilusiones visuales subjetivas, como las que se fundan en esta hipótesis, presuponen un estado de expectación por parte de aquellos que creen que las ven; pero todos los acontecimientos relacionados con las apariciones de Jesús después de su resurrección se opusieron diamétricamente a las expectaciones de aquellos que llegaron a ser testigos de su estado resucitado.
Citamos los casos anteriores de teorías falsas e insostenibles, concernientes a la resurrección de nuestro Señor, como ejemplos de los numerosos esfuerzos abortivos que se han hecho para desacreditar, por medio de explicaciones, el milagro más grande y el hecho más glorioso de la historia. Da fe de la resurrección de Jesucristo una evidencia más conclusiva que aquella sobre la cual descansa nuestra aceptación de los hechos históricos en general. Sin embargo, el testimonio de la resurrección de nuestro Señor de entre los muertos no se funda en la página escrita. A quien buscare con fe y sinceridad le será dada una convicción individual que le permitirá confesar reverentemente, como exclamó el ilustre apóstol de la antigüedad: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.” Jesús, Dios el Hijo, no está muerto. “Yo sé que mi Redentor vive.” (Job 19:25)
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Apariciones de Jesucristo entre su resurrección y ascensión, según las Escrituras:
1. A María Magdalena, cerca del sepulcro. (Marc. 16:9, 10; Juan 20:14)
2. A otras mujeres, en un sitio indeterminado entre el sepulcro y Jerusalén. (Mateo 28:9)
3. A dos de los discípulos, en el camino a Emaús. (Marc. 16:12; Lucas 24:13)
4. A Pedro, en Jerusalén o sus cercanías. (Lucas 24:34; 1 Cor. 15:5)
5. A diez de los apóstoles y otros, en Jerusalén. (Lucas 24:36; Juan 20:19)
6. A los once apóstoles, en Jerusalén. (Marc. 16:14; Juan 20:26)
7. A los apóstoles, en el Mar de Tiberias, Galilea. (Juan cap. 21)
8. A los once apóstoles, en un monte de Galilea. (Mateo 28:16)
9. A quinientos hermanos juntos; no se especifica el sitio, pero probablemente fue en Galilea. (1 Cor. 15:6)
10. A Santiago o Jacobo. (1 Cor. 15:7) Notemos que ninguno de los escritores evangélicos menciona esta manifestación.
11. A los once apóstoles, al tiempo de la ascención, en el Monte de los Olivos, cerca de Betania. (Marc. 16:19; Lucas 24:50, 51)
Más adelante examinaremos las apariciones de nuestro Señor a los hombres en una época posterior a su ascención.