Capitulo 33
La Ultima Cena y la Traicion
Los conspiradores sacerdotales y el traidor
AL aproximarse la hora de la Fiesta de la Pascua anual, y particularmente durante los dos días que precedieron el comienzo de la celebración, los principales sacerdotes, escribas y ancianos del pueblo, en una palabra, el Sanedrín y toda la jerarquía sacerdotal, conspiraron de continuo sobre la mejor manera de tomar preso a Jesús y condenarlo a muerte. En una de estas reuniones de nefarios proyectos, efectuada en el palacio del sumo sacerdote Caifás,a se determinó aprehender a Jesús calladamente, de ser posible, pues el resultado probable de su arresto en público sería un alboroto entre el pueblo. Los oficiales especialmente temían un tumulto entre los galileos, en quienes se manifestaba un orgullo provincial por la prominencia de Jesús—considerado uno de los suyos—y muchos de los cuales se hallaban presentes en Jerusalén. También se resolvió, y por las mismas razones, abrogar, en el caso de Jesús, la costumbre judía de presentar un ejemplo impresionante con los ofensores más notorios, inflingiéndoles el castigo públicamente cuando se hallaban reunidas grandes multitudes; por tanto, los conspiradores dijeron: “No durante la fiesta, para que no se haga alboroto en el pueblo.”b
En ocasiones anteriores habían resultado infructuosos sus esfuerzos por aprehender a Jesús;c y naturalmente se sentían inciertos del resultado de sus maquinaciones posteriores. En esta oportunidad la llegada de un aliado inesperado infundió ánimo y aliento a su malvado complot. Judas Iscariote, uno de los Doce, solicitó una audiencia con estos principales de los judíos y vilmente ofreció traicionar a su Señor en sus manos.d Dominado por el impulso de una avaricia diabólica, la cual, sin embargo, probablemente no fue sino un elemento de importancia secundaria en el verdadero motivo de su pérfida traición, convino en vender a su Maestro por dinero, y regateó con los compradores sacerdotales el precio de la sangre del Salvador. “¿Qué me queréis dar?”—les preguntó—“y ellos le asignaron treinta piezas de plata.”e Esta suma, cuyo valor aproximado es diecisiete dólares—pero de mayor valor efectivo entre los judíos de aquella época que para nosotros en la actualidad—constituía, según la ley, el precio de un esclavo; y era, además, la suma prevista del dinero de sangre que habría de pagarse por la traición del Señor.f Los hechos subsiguientes demuestran que efectivamente se entregaron a Judas las piezas de plata, bien en esta entrevista o en algún otra visita del traidor a los sacerdotes.g
Se había comprometido a cometer la traición más vil de que es capaz un hombre, y desde esa hora buscó la oportunidad de cumplir su infame promesa con un hecho más ruín todavía. Más adelante nos afligirán otros actos del malvado Iscariote en el curso de esta terrible crónica de tragedia y perdición; por lo pronto basta decir que antes de vender a Cristo a los judíos, Judas ya se había vendido al diablo; se había convertido en esclavo de Satanás, dispuesto a hacer lo que su amo le mandara.
La última cena
El día anterior a la cena en que se comía el cordero pascual era conocido entre los judíos como el primer día de la Fiesta de los Panes sin Levadura,h pues en ese día tenían que quitar toda la levadura que hubiera en sus casas, y desde este momento les era prohibido comer, por un período de ocho días, cosa alguna que hubiera sido leudada. Los representantes de las familias o compañías que iban a comer juntas degollaban a los corderos pascuales dentro del templo la tarde de este día; y uno de los numerosos sacerdotes que estaban de turno rociaba parte de la sangre de cada cordero al pie del altar de los sacrificios. Entonces los que habían de comer el cordero, que al ser muerto se decía que era sacrificado, lo llevaban al lugar donde iban a reunirse.
Durante el primero de los días de los panes sin levadura, que en el año de la muerte de nuestro Señor parece haber caído en día jueves,i algunos de los Doce le preguntaron a Jesús dónde habían de hacer los preparativos para la cena pascual.j El Señor dio instrucciones a Pedro y a Juan de regresar a Jerusalén, y añadió: “He aquí, al entrar en la ciudad os saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua; seguidle hasta la casa donde entrare, y decid al padre de la familia de esa casa: El Maestro te dice: ¿Dónde está el aposento donde he de comer la pascua con mis discípulos? Entonces él os mostrará un gran aposento alto ya dispuesto; preparad allí. Fueron, pues, y hallaron como les había dicho; y prepararon la pascua.”
Al caer la tarde, que sería la noche del jueves como nosotros solemos calcular el tiempo, pero el principio del viernes según el calendario judío,k Jesús llegó con los Doce, y juntos se sentaron a participar de la última cena que el Señor comería antes de su muerte. Bajo el peso de una emoción profunda les dijo: “¡Cuánto he deseado comer con vosotros esta pascua antes que padezca! Porque os digo que no la comeré más, hasta que se cumpla en el reino de Dios. Y habiendo tomado la copa, dio gracias, y dijo: Tomad esto, y repartidlo entre vosotros; porque os digo que no beberé más del fruto de la vid, hasta que el reino de Dios venga.” De acuerdo con la manera acostumbrada de empezar la cena pascual, el huésped pronunciaba una bendición sobre una copa de vino, que entonces se pasaba, por turno, a cada uno de los participantes sentados alrededor de la mesa. En esta comida solemne parece que Jesús obedeció los elementos esenciales de la manera establecida de proceder; pero no leemos que haya cumplido con los muchos requisitos suplementarios que las costumbres tradicionales y prescripción rabínica habían agregado al divinamente instituido memorial del rescate de Israel de la servidumbre. Como veremos, en los acontecimientos de esa noche en el aposento alto quedaron comprendidas muchas cosas además de la observancia común de un festival anual.
La cena continuó en un ambiente de tensión y tristeza. Mientras comían, el Señor dijo afligido: “De cierto os digo que uno de vosotros, que come conmigo, me va a entregar. La mayor parte de los apóstoles, tras una breve introspección, exclamaron uno tras otro: “¿Seré yo?” “¿Soy yo, Señor?” Es grato notar que cada uno de los que preguntaron sentía más inquietud por la alarmante posibilidad de ser él el ofensor, aun cuando inadvertidamente, que por el hecho de que uno de sus hermanos fuera a convertirse en traidor. Jesús respondió que sería uno de los Doce que entonces comía con El del mismo plato, y añadió esta imponente declaración: “A la verdad el Hijo del Hombre va, según está escrito de él, más “ay de aquel hombre por quien el Hijo del Hombre es entregado! Bueno le fuera a ese hombre no haber nacido.” Entonces Judas Iscariote, que ya había convenido en vender a su Maestro por dinero, probablemente temiendo que su silencio en ese momento pudiera dar motivo para que se sospechara de él, preguntó con descarada audacia verdaderamente diabólica: “¿Soy yo, Maestro?” Con punzante brevedad el Señor le respondió: “Tú lo has dicho.”l
Hubo otras causas de la tristeza de Jesús durante la cena. Algunos de los Doce se habían puesto a murmurar, disputando entre sí el asunto de la precedencia individual,m posiblemente el orden según el cual habían de sentarse en la mesa, trivialidad por la cual los escribas y los fariseos, así como los gentiles, frecuentemente reñían.n Nuevamente el Señor tuvo que recordar a los apóstoles que el principal entre ellos sería aquel que mejor dispuesto estuviera a servir a sus compañeros. Habían sido instruidos en este respecto antes; y sin embargo, en esta hora postrera y solemne los dominaba una ambición vana y egoísta. Con sinceridad afligida el Señor habló con ellos, preguntándoles quién era el mayor; si el que se sentaba a la mesa o el que servía. A la única respuesta que se podía dar, El agregó esta afirmación: “Mas yo estoy entre vosotros como el que sirve.” Con amorosa ternura les dijo: “Vosotros sois los que habéis permanecido conmigo en mis pruebas”;o y entonces les aseguró que no se hallarían sin honra o gloria en el reino de Dios, pues si permanecían fieles ocuparían tronos y serían jueces de Israel. Hacia sus escogidos que le eran fieles, el Señor no sentía sino amor y el anhelo de que pudieran triunfar de Satanás y del pecado.
La ordenanza del lavamiento de los piesp
Levantándose de la mesa, el Señor se quitó la ropa exterior y se ciñó con una toalla que usó como delantal; entonces, habiendo puesto agua en un lebrillo, se arrodilló delante de cada uno de los Doce por turno, le lavó los pies y los secó con la toalla. Cuando llegó a Pedro, este impulsivo apóstol protestó, diciendo: “Señor, ¿tú me lavas los pies?” Las palabras del Señor a Pedro manifiestan que el acto representaba algo más que simplemente un servicio de comodidad personal, más que una lección objetiva sobre la humildad: “Lo que yo hago, tú no lo comprendes ahora; mas lo entenderás después.” Insensible al significado, Pedro se opuso con más vehemencia y dijo: “No me lavarás los pies jamás.” Jesús le respondió: “Si no te lavare, no tendrás parte conmigo.” Entonces, con mayor impetuosidad aún, Pedro imploró, extendiéndole ambos pies y manos: “Señor, no sólo mi pies, sino también las manos y la cabeza.” De un extremo había pasado al otro, insistiendo, aunque ignorante e irreflexivamente, en que aquello se hiciera según su manera, sin comprender todavía que la ordenanza debía administrarse en la forma en que el Señor lo dispusiera. Corrigiendo nuevamente las buenas pero voluntariosas intenciones de su siervo, Jesús le dijo: “El que está lavado, no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio; y vosotros limpios estáis, aunque no todos.” Cada uno de ellos había sido sumergido en las aguas del bautismo; el lavamiento de los pies era una de las ordenanzas correspondientes al Santo Sacerdocio, cuyo significado completo todavía les faltaba aprender.q
Habiendo repuesto su ropa y vuelto a su lugar en la mesa, Jesús recalcó el significado de lo que había hecho, diciendo: “Vosotros me llamáis Maestro, y Señor; y decís bien porque lo soy. Pues si yo, el Señor y Maestro, he lavado vuestros pies, vosotros también debéis lavaros los pies los unos a los otros Porque ejemplo os he dado, para que como yo os he hecho, vosotros también hagáis. De cierto de cierto os digo: El siervo no es mayor que su señor, ni el enviado es mayor que el que le envió. Si sabéis estas cosas, bienaventurados seréis si las hiciereis.”r
El sacramento de la cena del Señors
Estando Jesús sentado todavía en la mesa con los Doce, tomó una pieza de pan y, habiendo reverentemente dado gracias, la santificó con una bendición y dio una porción a cada uno de los apóstoles, diciendo: “Tomad, comed; esto es mi cuerpo”; o como leemos en S. Lucas: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí.” Entonces, tomando un a copa de vino, dio gracias, lo bendijo y dio a ellos con este mandamiento: “Bebed de ella todos; porque esto es mi sangre del nuevo pacto, que por muchos es derramada para remisión de los pecados. Y os digo que desde ahora no beberé más de este fruto de la vid, hasta aquel día en que lo beba de nuevo con vosotros en el reino de mi Padre.”t En esta manera, sencilla pero impresionante, se instituyó la ordenanza que desde entonces se conoce como el Sacramento de la Cena del Señor. El pan y el vino, debidamente consagrados mediante la oración, llegan a ser los emblemas del cuerpo y la sangre del Señor, los cuales se han de comer y beber reverentemente, y en memoria de El.
Más tarde se revelaron al apóstol Pablo los hechos relacionados con la institución de este rito sagrado, cuyo testimonio respecto de su establecimiento y santidad concuerda con la narración de los escritores evangélicos.u Como se verá más adelante, el Señor instituyó la ordenanza entre los nefitas sobre el continente occidental, y también se ha restablecido en la dispensación actual.v Durante los siglos en que las tinieblas de la apostasía cubrieron la tierra, se introdujeron cambios desautorizados en la administración de este sacramento, y se promulgaron muchas falsas doctrinas respecto de su significado y efectos.x
El traidor sale en la nochey
Cuando el Señor dijo a los Doce, cuyos pies había lavado: “Vosotros limpios estáis”, claramente indicó una excepción al hacer esta advertencia: “Aunque no todos.” Juan, autor de esta narración, procura explicar que Jesús estaba pensando en el traidor y “por eso dijo: No estáis limpios todos”. El culpable Iscariote había recibido sin protestar el servicio del Señor en el lavamiento de sus pies desleales, aunque después de la ablución quedó más sucio espiritualmente que antes. Cuando Jesús se hubo sentado de nuevo, volvió a expresarse el peso del conocimiento que tenía acerca del corazón traicionero de Judas: “No hablo de todos vosotros—les dijo—yo sé a quienes he elegido; mas para que se cumpla la Escritura: El que come pan conmigo, levantó contra mí su calcañar.”z El Señor estaba resuelto a inculcar el hecho de que sabía de antemano lo que iba a suceder, a fin de que los apóstoles entendieran, cuando se verificara tan terrible acontecimiento, que por ese medio se habían cumplido las Escrituras. Afligido en espíritu, reiteró la fatídica declaración de que uno de los presentes lo traicionaría. Pedro hizo señas a Juan, que estaba sentado al lado de Jesús y en ese momento se había recostado sobre el pecho del Señor, que le preguntara cuál de ellos sería el traidor. A la pregunta que Juan le hizo en voz baja, Jesús contestó: “A quien yo diere el pan mojado, aquél es.”
Nada tenía de raro el que una persona sentada a la mesa, particularmente el huésped, mojara un pedazo de pan en un plato de salsa u otra preparación sabrosa y lo diera a otro. De modo que este acto de Jesús no llamó la atención en general. Mojó el pedazo de pan y lo dio a Judas Iscariote con estas palabras: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto.” Los otros entendieron que las palabras del Señor eran un mandato a Judas de cumplir con algún deber o atender a cierto quehacer ordinario, quizá la compra de algo más para la celebración de la Pascua o la entrega de algún donativo a uno de los pobres, porque Judas actuaba como tesorero del grupo y era el que “tenía la bolsa”. Pero el Iscariote entendió, y su corazón se endureció todavía más con el descubrimiento de que Jesús conocía su nefando proyecto, y lo encolerizaba la humillación que sentía en la presencia del Maestro. Después del bocado, que de la mano del Señor recibió en la boca, “Satanás entró en él” y lo sujetó a su maligno dominio. Judas salió inmediatamente, abandonando para siempre la bendita compañía de sus hermanos y del Señor. Juan refiere la partida del traidor con esta concisa y ominosa frase: “Y era ya de noche”.
El discurso después de la cena
La salida de Judas Iscariote parece haber disipado hasta cierto punto la nube de completa tristeza que había abrumado a la pequeña compañía; y el propio Señor se sintió palpablemente aliviado. En cuanto la puerta se hubo cerrado tras el desertor, Jesús exclamó, como si ya hubiera logrado su victoria sobre la muerte: “Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él.” Dirigiéndose a los Once con palabras de cariño paternal, les dijo: “Hijitos, aún estaré con vosotros un poco. Me buscaréis; pero como dije a los judíos, así os digo ahora a vosotros: A donde yo voy, vosotros no podéis ir. Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.”a La ley de Moisés decretaba que hubiese amor mutuo entre amigos y vecinos;b pero en el nuevo mandamiento, por el cual habían de regirse los apóstoles, se incorporaba un amor superior. Debían amarse los unos a los otros como Cristo los amaba; y este cariño fraternal habría de ser uno de los rasgos característicos de su apostolado, por medio del cual el mundo los reconocería como hombres que habían sido apartados.
Las palabras del Señor referentes a su inminente separación de ellos afligió a los hermanos. Pedro le hizo la pregunta: “Señor, ¿a dónde vas?” Jesús le respondió: “A donde yo voy, no me puedes seguir ahora; mas me seguirás después. Le dijo Pedro: Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Mi vida pondré por ti.” Pedro parece haber comprendido que su Maestro se dirigía a su muerte; y sin embargo, afirmó su disposición, sin amedrentarse, de andar aun por esa tenebrosa vía, más bien que separarse de su Señor. No podemos dudar la sinceridad del propósito de Pedro ni la determinación de su deseo en ese momento. En su intrépida declaración, sin embargo, había contado únicamente con la voluntad de su espíritu, y no había considerado en forma completa la debilidad de su carne. Jesús, que conocía a Pedro mejor que éste se conocía a sí mismo, tiernamente reprobó su desmedida confianza en sí mismo, y le dijo: “Simón, Simón, he aquí Satanás os ha pedido para zarandearos como a trigo; pero yo he rogado por ti, que tu fe no falte; y tú, una vez vuelto, confirma a tus hermanos.” El principal de los apóstoles, el hombre de piedra todavía tenía que ser convertido, o como más precisamente lo dice la Escritura “vuelto”;c porque tal como el Señor lo previó, Pedro iba a ser vencido en breve, aun al grado de negar que conocía a Cristo. Cuando aquél firmemente declaró su disposición de seguir a Jesús hasta la cárcel o la muerte, el Señor lo hizo callar, diciéndole: “Pedro, te digo que el gallo no cantará hoy antes que tú niegues tres veces que me conoces.”
Era necesario preparar a los apóstoles para hacer frente a un nuevo régimen, nuevas condiciones y nuevas exigencias; los esperaban persecuciones, y en breve iban a ser privados de la presencia alentadora del Maestro. Jesús les preguntó: “Cuando os envié sin bolsa, sin alforja, y sin calzado, ¿os faltó algo? Ellos dijeron: Nada. Y les dijo: Pues ahora, el que tiene bolsa, tómela, y también la alforja; y el que no tiene espada, venda su capa y compre una. Porque os digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito: Y fue contado con los inicuos; porque lo que está escrito de mí, tiene cumplimiento.” De acuerdo con esta profecía, Jesús pronto iba a ser contado con los transgresores,d y sus discípulos serían conocidos como partidarios de un criminal ejecutado. Al oír hablar de bolsa, alforja, zapatos y espada, algunos de los hermanos lo tomaron en forma literal, y declararon: “Señor, aquí hay dos espadas.” Con abrupta finalidad Jesús respondió: “Basta.” Ninguna necesidad inmediata de armas les había indicado, y ciertamente no las necesitaba para su propia defensa. Una vez más les había sido imposible sondar su significado, pero más tarde aprenderían por medio de la experiencia.e
Unicamente Juan, de todos los escritores evangélicos, nos proporciona la información que tenemos concerniente al último discurso que Jesús comunicó a los apóstoles antes de su crucifixión; y aconsejaríamos que todo lector estudiara cuidadosamente los tres capítulos en que se preservan estas sublimes palabras para el alumbramiento del género humano.f Notando la tristeza de los Once, el Maestro les dijo que se animaran, que fundaran su aliento y esperanza en la fe en El. “No se turbe vuestro corazón—les dijo—creéis en Dios, creed también en mí.” Entonces, como si estuviera descorriendo el velo entre lo terrenal y lo celestial, permitiendo que sus fieles siervos vislumbraran las futuras condiciones, continuó: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros. Y si me fuere y os preparare lugar, vendré otra vez, y os tomaré a mí mismo, para que donde yo estoy, vosotros también estéis. Y sabéis a dónde voy, y sabéis el camino.”g Así fue como en lenguaje sencillo y claro el Señor reveló la existencia de condiciones graduadas en la otra vida, y la variedad de ocupaciones y grados de gloria, lugar y categoría en los mundos eternos.h Había afirmado su propia Divinidad inherente, y por medio de la confianza que manifestaran en El y la obediencia a sus requerimientos, ellos encontrarían la manera de seguirlo al lugar donde iba a precederlos. Tomás, el amoroso, valiente, aunque algo incrédulo discípulo, deseando información más precisa, optó por preguntar: “Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo, pues, podemos saber el camino?” La respuesta de Jesús fue una reafirmación de su Divinidad: “Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie viene al Padre, sino por mí. Si me conocieseis, también a mi Padre conoceríais; y desde ahora le conocéis, y le habéis visto.”
Aquí lo interrumpió Felipe con esta solicitud: “Señor, muéstranos el Padre, y nos basta.” Jesús contestó con una sentimental y subentendida reprensión: “¿Tanto tiempo hace que estoy con vosotros, y no me has conocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre; ¿cómo, pues, dices tú: Muéstranos el Padre?” Lo afligía pensar que sus amigos más íntimos y queridos sobre la tierra, aquellos a quienes había conferido la autoridad del Santo Sacerdocio, todavía no entendieran su unidad absoluta con el Padre, en cuanto a propósitos y hechos. Si el Padre Eterno hubiera estado entre ellos en Persona, en las condiciones que entonces existían, habría obrado precisamente en la misma forma en que obró el Muy Amado y Unigénito Hijo a quien conocían como Jesús, su Señor y Maestro. El Padre y el Hijo eran uno en corazón y pensamientos en forma tan absoluta, que conocer a uno de ellos significaba conocer a los dos; sin embargo, nadie podía llegar al Padre sino por conducto del Hijo. Al grado en que tuvieran fe en Cristo, y cumplieran su voluntad, los apóstoles podrían realizar las obras que Cristo había efectuado en la carne y cosas mayores aún, porque la misión terrenal del Señor tan sólo duraría unas horas más; y el desenvolvimiento del divino plan de las edades exigiría milagros mayores todavía que los que El había efectuado en el breve período de su ministerio.
Por la primera vez el Señor instruyó a sus apóstoles que oraran en su nombre al Padre, y les aseguró el éxito de sus peticiones justas, con estas palabras: “Y todo lo que pidiereis al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si algo pidiereis en mi nombre, yo lo haré.”i De esa ocasión en adelante el nombre de Jesucristo habría de ser el divinamente establecido talismán mediante el cual se invocarían los poderes del cielo para efectuar toda empresa justa.
Se prometió el Espíritu Santo a los apóstoles, el cual les sería enviado mediante la intercesión del Cristo, para serles “otro Consolador”, el Espíritu de Verdad, el cual—no obstante que el mundo lo rechazaría, como había despreciado a Cristo—moraría con los discípulos y estaría en ellos, aun como el Señor entonces moraba en ellos y el Padre en El. “No os dejaré huérfanos—aseguró Jesús a los hermanos—vendré a vosotros. Todavía un poco, y el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis; porque yo vivo, vosotros también viviréis. En aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí, y yo en vosotros.”j Siguió luego la promesa de que Cristo, aunque desconocido para el mundo, se manifestaría a los que lo habían amado y guardado sus mandamientos.
Judas Tadeo, también conocido como Lebeo,k “no el Iscariote”, como el cronista cuidadosamente indica, confuso por este concepto tan contrario a la tradición y al judaismo—de un Mesías que se daría a conocer solamente a unos pocos escogidos y no a Israel en general—se sintió constreñido a preguntar: “Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros, y no al mundo?” Jesús explicó que únicamente los fieles lograrían el compañerismo del Padre y de El. Nuevamente alentó a los apóstoles con la promesa de que cuando viniera el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviaría en nombre del Hijo, “él os enseñará todas las cosas, y os recordará todo lo que yo os he dicho”. Aquí se manifiesta de nuevo la personalidad distinta de cada uno de los miembros de la Trinidad, el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo.l Viendo que los discípulos todavía estaban turbados, Jesús los consoló, diciendo: “La paz os dejo, mi paz os doy”; y para que entendiesen que se refería a algo mayor que el saludo acostumbrado de la época—porque “la paz sea contigo” era el acostumbrado saludo diario entre los judíos—el Señor afirmó que les daría esa bendición en una forma más elevada, y no “como el mundo la da”. Aconsejándoles una vez más que dejaran a un lado su tristeza y no tuvieran miedo, Jesús añadió: “Habéis oído que yo os he dicho: Voy, y vengo a vosotros. Si me amarais, os habríais regocijado, porque he dicho que voy al Padre; porque el Padre es mayor que yo.” Claramente manifestó el Señor a sus siervos que les decía esas cosas de antemano a fin de que cuando se efectuaran los acontecimientos predichos, se confirmara la fe de los apóstoles en El, el Cristo. No tenía tiempo para decirles muchas cosas más, porque la siguiente hora presenciaría el comienzo de la lucha suprema. “Viene el príncipe de este mundo”—les dijo; y añadió con gozo triunfal: “Y él nada tiene en mí.”m
Valiéndose de una espléndida alegoría, el Señor ilustró la trascendental relación que existía entre los apóstoles y El, y entre El y el Padre, empleando para ello la figura de un labrador, una vid y sus ramas:n “Yo soy la vid verdadera, y mi Padre es el labrador. Todo pámpano que en mí no lleva fruto, lo quitará; y todo aquel que lleva fruto, lo limpiará para que lleve más fruto.” En ninguna de la principal literatura del mundo puede hallarse una analogía más espléndida. Sin el Señor, estos siervos ordenados eran tan impotentes e inservibles como la rama que es cortada del árbol. Así como ésta se torna fructífera sólo en virtud de la savia nutritiva que recibe del tronco enraizado, y si es cortada o desgajada se marchita, se seca y no sirve sino como combustible para ser quemado, en igual manera aquellos hombres, aun cuando tenían la ordenación del Santo Apostolado, sólo mientras permanecieran en constante comunión con el Señor, podrían ser fuertes y abundar en buenas obras. Sin Cristo, ¿qué eran, sino galileos iletrados, algunos de ellos pescadores, otro publicano, el resto sin particularidad que los distinguiera, y todos ellos débiles mortales? En calidad de pámpanos de la Vid, se hallaban limpios y sanos en esos momentos por motivo de las instrucciones y ordenanzas autoritativas con que habían sido bendecidos, y la obediencia reverente que habían manifestado.
“Permaneced en mí”—fue la vehemente amonestación del Señor, pues de lo contrario sólo se volverían ramas marchitas. “Yo soy la vid—dijo, explicando la alegoría—vosotros los pámpanos; el que permanece en mí, y yo en él, éste lleva mucho fruto; porque separados de mí nada podéis hacer. El que en mí no permanece, será echado fuera como pámpano, y se secará; y los recogen, y los echan en el fuego, y arden. Si permanecéis en mí, y mis palabras permanecen en vosotros, pedid todo lo que queréis, y os será hecho. En esto es glorificado mi Padre, en que llevéis mucho fruto, y seáis mis discípulos.” De nuevo les declaró que su amor del uno por el otro era el elemento esencial de su amor continuo hacia Cristo.o En ese amor hallarían el gozo. Cristo les había servido de ejemplo de amor justo desde el día en que se conocieron; y estaba a punto de manifestarles la prueba suprema de su cariño, prefigurada en esta afirmación: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos.” Y graciosamente aseguró que aquellos hombres eran sus amigos: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su Señor; pero os he llamado amigos, porque todas las cosas que oí de mi Padre, os las he dado a conocer.” Esta íntima relación no modificaba en ningún respecto la posición de Cristo como su Señor y Maestro, porque El los había elegido y ordenado; y era su voluntad que viviesen en tal forma, que cuanto pidieran en el nombre de la santa amistad que El reconocía, el Padre se lo concedería.
Nuevamente se hizo referencia a las persecuciones que los esperaban, y a su llamado apostólico en calidad de testigos especiales e individuales del Señor.p Tendrían que reconocer el hecho de que el mundo los odiaba entonces, y los aborrecería con mayor intensidad más adelante; pero debían recordar que el mundo había aborrecido a su Maestro primero y que ellos fueron elegidos y apartados del mundo mediante su ordenación; por tanto, no debían creer que se escaparían del odio del mundo. Como se les había inculcado en forma particular, y ellos entendían como principio general, el siervo no era más que su amo, ni el apóstol más que su Señor. Quienes los aborrecían a ellos odiaban al Cristo; y los que odiaban al Hijo aborrecían al Padre; y grave será la condenación de tales. Si los inicuos judíos no hubieran cerrado sus ojos y tapado sus oídos a las poderosas obras y palabras llenas de gracia del Mesías, se habrían convencido de la verdad, la cual los habría salvado; pero quedaron sin pretexto o excusa para sus pecados; y Cristo afirmó que con su perversa manera de proceder se habían cumplido las Escrituras, porque lo odiaban sin causa.q Entonces, refiriéndose de nuevo a la gran y alentadora promesa del apoyo que recibirían cuando viniera el Espíritu Santo, el Señor dijo: “Pero cuando venga el Consolador, a quien yo os enviaré del Padre, el Espíritu de verdad, el cual procede del Padre, él dará testimonio acerca de mí. Y vosotros daréis testimonio también, porque habéis estado conmigo desde el principio.”
Jesús les declaraba aquellas cosas, “para que no tengáis tropiezo”; en otras palabras, para que los acontecimientos sin precedente que entonces se cernían sobre ellos, no les cayeran de sorpresa, los desviaran, y los hicieran dudar y caer. Se previno a los apóstoles que serían perseguidos y expulsados de las sinagogas, y que habría época en que sería tan enconado el odio hacia ellos, y tan espesas las tinieblas satánicas en los pensamientos y espíritu de la gente, que quien llegase a matar a uno de ellos justificaría su nefando crimen diciendo que le había hecho un servicio a Dios. Percibiendo la tristeza que sentían, porque se iba a alejar de ellos, el Señor nuevamente intentó animarlos, diciendo: “Pero yo os digo la verdad: Os conviene que yo me vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendría a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré.”
La certeza de que descendería el Espíritu Santo, por medio de quien recibirían la fuerza para hacer frente a toda necesidad y emergencia, fue el tema inspirador de esta parte del discurso del Señor. El Espíritu Santo les enseñaría muchas cosas que Cristo aún tenía que decir a sus apóstoles, las cuales eran incapaces de entender en ese tiempo. “Pero cuando venga el Espíritu de verdad—les aseguró Jesús—él os guiará a toda la verdad; porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oyere, y os hará saber las cosas que habrán de venir. El me glorificará; porque tomará de lo mío, y os lo hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío; por eso dije que tomará de lo mío, y os lo hará saber.”r
Volviendo al asunto de su partida, tan próxima en esos momentos que sólo era cuestión de horas, el Señor dijo, ampliando un poco lo que previamente había declarado: “Todavía un poco, y no me veréis; y de nuevo un poco, y me veréis; porque yo voy al Padre.”s Los apóstoles se pusieron a reflexionar, y algunos de ellos se preguntaron entre sí el significado del Señor, pero era tan profunda la solemnidad de la ocasión que no se atrevieron a inquirir en alta voz. Jesús entendió su perplejidad y graciosamente les explicó que dentro de poco llorarían y se lamentarían mientras el mundo se regocijaría—esto sería por motivo de su muerte—pero les prometió que su tristeza se convertiría en gozo a causa de su resurrección, de la cual ellos serían testigos. Comparó su entonces presente estado al de la mujer que sufre dolores de parto, la cual con el gozo de haber dado a luz se olvida de su angustia. Ningún hombre tendría el poder para arrebatarles la felicidad que los esperaba; y de allí en adelante no debían suplicar a Cristo solamente, sino al Padre en el nombre de Cristo. “En aquel día—dijo el Señor—no me preguntaréis nada. De cierto, de cierto os digo, que todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre; os lo dará. Hasta ahora nada habéis pedido en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea cumplido.”t Iban a ser ascendidos al gran honor y elevada dignidad de poder dirigirse directamente al Padre mediante la oración, pero en el nombre del Hijo; pues el Padre los amaba porque habían amado a Jesús, el Hijo, y lo habían aceptado como el Enviado del Padre.
Una vez más el Señor afirmó solemnemente: “Salí del Padre, y he venido al mundo; otra vez dejo al mundo, y voy al Padre.” Los discípulos se regocijaron al oír esta clara aseveración, y exclamaron: “He aquí ahora hablas claramente, y ninguna alegoría dices. Ahora entendemos que sabes todas las cosas, y no necesitas que nadie te pregunte; por esto creemos que has salido de Dios.” En su satisfacción existía el peligro de una confianza desmedida en sí mismos, y el Señor los amonestó, diciendo que en una hora muy próxima todos serían esparcidos por distintos lados, dejando a Jesús abandonado con sólo la presencia del Padre. Refiriéndose al mismo asunto, les dijo que no pasaría la noche sin que todos fueran escandalizados de El, porque la Escritura decía: “Heriré al pastor, y las ovejas serán dis-persadas.”u A Pedro, el de las protestas más vehementes, se le había dicho, como ya hemos visto, que esa noche negaría a su Señor tres veces antes que cantara el gallo; sin embargo, todos ellos habían declarado que serían fieles en cualquier circunstancia.v Afirmando nuevamente la realidad física de su resurrección, Jesús prometió a los apóstoles que después de levantarse de la tumba iría delante de ellos a Galilea.x
Para concluir este último discurso, el más solemne de los que pronunció en la carne, el Señor dijo: “Estas cosas os he hablado para que en mí tengáis paz. En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.”y
La oración final
Tras el impresionante discurso dirigido a los apóstoles siguió una oración que no podía ser elevada a nadie sino al Padre Eterno, y que sólo el Hijo de ese Padre podía ofrecer.z Ha sido llamada, y no impropiamente, la oración sumo-sacer-dotal del Señor. En ella Jesús reconoció al Padre como la fuente de su poder y autoridad, la cual comprende aun la facultad para conceder la vida eterna a cuantos sean dignos: “Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo a quien has enviado.” En calidad de informe reverente sobre la obra que se le había señalado, el Hijo declaró: “Yo te he glorificado en la tierra; he acabado la obra que me diste que hiciese. Ahora pues, Padre, glorifícame tú para contigo, con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo fuese.” Con amor insondable el Señor rogó por aquellos que el Padre le había dado, es decir, los apóstoles que entonces se hallaban presentes, los cuales habían sido llamados del mundo y permanecido fieles al testimonio que dieron de El como Hijo de Dios. De ellos se había perdido solo uno, el hijo de perdición. Con fervorosas frases devotas suplicó el Señor:
“No ruego que los quites del mundo, sino que los guardes del mal. No son del mundo, como tampoco yo soy del mundo. Santifícalos en tu verdad; tu palabra es verdad. Como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Y por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. Mas no ruego solamente por éstos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno; como tú, oh Padre, en mí, y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros; para que el mundo crea que tú me enviaste. La gloria que me diste, yo les he dado, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos, y tú en mí, para que sean perfectos en unidad, para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo estoy, también ellos estén conmigo, para que vean mi gloria que me has dado; porque me has amado desde antes de la fundación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido, y éstos han conocido que tú me enviaste. Y les he dado a conocer tu nombre, y lo daré a conocer aún, para que el amor con que me has amado, esté en ellos, y yo en ellos.”
Habiendo cantado un himno, Jesús y los Once salieron al Monte de los Olivos.a
La agonía del Señor en el Getsemaníb
Jesús y los once apóstoles salieron de la casa en donde habían cenado, pasaron por la puerta de la ciudad, que usualmente permanecía abierta toda la noche durante un festival público, cruzaron el arroyo de Cedrón y entraron en un olivar conocido como el Getsemaní,c en una de las laderas del Monte de los Olivos. Dejó a ocho de los apóstoles cerca de la entrada, con esta instrucción: “Sentaos aquí entre tanto que voy allí y oro”; y con la sincera amonestación de orar para “que no entréis en tentación”. Acompañado de Pedro, Santiago y Juan caminó un poco más adelante, y no tardó en sentir una profunda tristeza que hasta cierto grado parece que a El mismo le causó sorpresa, pues leemos que “comenzó a entristecerse y a angustiarse en gran manera”. Se vio impelido a negarse aun el compañerismo de estos tres que había escogido, y les indicó: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo. Yendo un poco adelante, se postró sobre su rostro, orando y diciendo: Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú.” Esta súplica, según S. Marcos, fue la siguiente: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí esta copa; mas no lo que yo quiero, sino lo que tú.”d
Por lo menos uno de los tres que vigilaban oyó esta parte de su apasionada súplica; pero no tardaron todos en ser vencidos por el cansancio y dejaron de velar. Tal como sucedió en el Monte de la Transfiguración, cuando el Señor apareció en gloria, también aquí, en la hora de su humillación más profunda, estos tres se quedaron dormidos. Volviendo a ellos con el alma acongojada, Jesús los halló durmiendo, y dirigiéndose a Pedro, que tan recientemente había proclamado en alta voz su determinación de seguir al Señor aun hasta la prisión o la muerte, Jesús exclamó: “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora? Velad y orad, para que no entréis en tentación”; y agregó con ternura: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil.” La amonestación dada a los apóstoles de orar en esa oportunidad para no caer en tentación, pudo haber nacido de las exigencias de la ocasión, en la cual, si tuvieran que guiarse por su propia cuenta, podrían ser tentados a abandonar prematuramente a su Señor.
Despertados de su sueño, los tres apóstoles vieron que el Señor se retiraba de nuevo, y lo oyeron exclamar con agonía: “Padre mío, si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, hágase tu voluntad.” Volviendo por segunda vez a los que en medio de su tristeza había pedido que velaran con El, nuevamente los encontró dormidos, “porque los ojos de ellos estaban cargados de sueño”; y habiéndolos despertado se sintieron tan avergonzados que “no sabían qué responderle”. Por tercera vez se apartó a su vigilia solitaria y lucha individual, y se le oyó implorar al Padre con las mismas palabras de anhelante súplica. S. Lucas nos dice que “se le apareció un ángel del cielo para fortalecerle”; pero ni aun la presencia de este visitante sobrenatural pudo desvanecer la terrible angustia de su alma. “Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra.”e
Pedro había vislumbrado el tenebroso camino que había declarado estar enteramente dispuesto a recorrer; y los dos hermanos, Santiago y Juan, ahora podían comprender, más que nunca, cuán desprevenidos se encontraban, tanto el uno como el otro, para beber la copa que el Señor habría de apurar hasta las heces.f
Cuando volvió por la última vez a los discípulos que había dejado para que vigilaran, Jesús les dijo: “Dormid ya, y descansad, He aquí ha llegado la hora, y el Hijo del Hombre es entregado en manos de pecadores.” No tenía objeto seguir vigilando, pues ya se veían en la distancia las antorchas de la banda que se aproximaba, encabezada por Judas. Jesús exclamó: “Levantaos, vamos; ved, se acerca el que me entrega.” Al lado de los Once, el Señor tranquilamente esperó la llegada del traidor.
Para la mente finita, la agonía de Cristo en el jardín es insondable, tanto en lo que respecta a intensidad como a causa. Carece de fundamento el concepto de que su padecimiento fue provocado por el temor de la muerte. Para El la muerte era el paso preliminar de su resurrección y su triunfante regreso, no sólo al Padre de quien había venido, sino a un estado de gloria superior aun a la que había poseído antes; además, en El se hallaba el poder para entregar su vida voluntariamente.g Luchó y gimió bajo el peso de una carga que ningún otro ser que ha vivido sobre la tierra puede siquiera concebir de ser posible. No fue el dolor físico, ni la angustia mental solamente, lo que lo hizo padecer tan intenso tormento que produjo una emanación de sangre de cada poro, sino una agonía espiritual del alma que sólo Dios era capaz de conocer. Ningún otro hombre, no importa cuan poderosa hubiera sido su fuerza de resistencia física o mental, podría haber padecido en tal forma, porque su organismo humano hubiera sucumbido, y un síncope le habría causado la pérdida del conocimiento y ocasionado la muerte anhelada. En esa hora de angustia Cristo resistió y venció todos los horrores que Satanás, “el príncipe de este mundo”h pudo inflingirle. Este combate supremo con los poderes del maligno sobrepujó y eclipsó la terrible lucha comprendida en las tentaciones que sobrevinieron al Señor inmediatamente después de su bautismo.i
En alguna forma efectiva y terriblemente real, aun cuando incomprensible para el hombre, el Salvador tomó sobre sí la carga de los pecados de todo el género humano, desde Adán hasta el fin del mundo. La revelación moderna nos ayuda a entender en parte este espantoso trance. En marzo de 1830 Jesucristo, el Señor glorificado, habló en esta forma: “Porque he aquí, yo, Dios, he padecido estas cosas por todos, para que no padezcan, si se arrepienten. Mas si no se arrepienten, tendrán que padecer como yo he padecido; padecimiento que hizo que yo, Dios, el más grande de todos, temblara a causa del dolor, y echara sangre por cada poro, y padeciera, tanto en el cuerpo como en el espíritu, y deseara no tener que beber la amarga copa y desmayar. Sin embargo, gloria sea al Padre, yo bebí, y acabé mis preparativos para con los hijos de los hombres.”j
Del terrible conflicto en el Getsemaní, Cristo salió triunfante. Aunque en la angustiosa tribulación de esa temible hora había pedido que se apartara de sus labios la amarga copa, siempre fue condicional la solicitud, cuantas veces la repitió; ni por un momento quedó olvidado que el deseo supremo del Hijo era cumplir la voluntad del Padre. Los demás acontecimientos trágicos de la noche y los crueles sufrimientos que lo esperaban al día siguiente—todo lo cual alcanzaría su punto culminante en el espantoso tormento de la cruz—no excederían la amarga congoja que victoriosamente había resistido.
La traición y el arrestok
Durante el período de la última y en extremo cariñosa comunión del Señor con los Doce, Judas había estado tramando su alevosa conspiración con las autoridades sacerdotales. Es probable que se confirmó la resolución de efectuar el arresto esa noche cuando Judas informó que Jesús se hallaba dentro de los muros de la ciudad, y sería cosa fácil aprehenderlo. Los magistrados judíos juntaron un grupo de guardias o policias del templo y consiguieron una banda de soldados romanos al mando de un tribuno; esta banda o cohorte probablemente era un destacamento de la guarnición de Antonia, comisionado para esa misión nocturna a instancias de los principales sacerdotes.l Esta compañía de hombres y oficiales, combinación de autoridades eclesiásticas y militares, salió de noche, con Judas a la cabeza, y la determinación de tomar preso a Jesús. Iban provistos de linternas, antorchas y armas. Judas probablemente los condujo primero a la casa donde había estado con los otros apóstoles y el Señor, cuando fue despedido; y hallando que el pequeño grupo había salido, el traidor llevó a la multitud a Getsemaní porque conocía el lugar, y sabía que “muchas veces Jesús se había reunido allí con sus discípulos”.
Mientras Jesús hablaba aún con los Once, a quienes había despertado con la noticia de que el traidor se acercaba, Judas y la multitud llegaron. Como señal de identificación, concertada de antemano, el malvado Iscariote, con duplicidad alevosa, se acercó, y con una manifestación hipócrita de cariño, dijo: “¡Salve, Maestro!”, y profanó la sagrada faz del Señor con un beso.m Parece que Jesús comprendió el significado traicionero del acto, pues así lo indica su triste, pero penetrante y condenatorio reproche: “Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?” Entonces, aplicándole el título con el cual había honrado a los otros apóstoles, el Señor dijo: Amigo, haz aquello para lo cual has venido.n Fue una reiteración de lo que le mandó mientras cenaban: “Lo que vas a hacer, hazlo más pronto.”
La compañía armada vaciló, a pesar de que su guía les había dado la señal convenida. Jesús se acercó a los oficiales que se hallaban con Judas, y preguntó: “¿A quién buscáis?” Cuando respondieron: “A Jesús nazareno”, el Señor declaró: “Yo soy.” En lugar de adelantarse para echar mano de El, la multitud retrocedió y muchos de ellos cayeron a tierra a causa del miedo. La sencilla dignidad y dócil pero compelente fuerza de la presencia de Cristo probó ser más potente que sus armas de guerra y robustos brazos. Nuevamente les preguntó: “¿A quién buscáis?”; y otra vez contestaron: “A Jesús nazareno.” Entonces les dijo Jesús: “Os he dicho que yo soy; pues si me buscáis a mí, dejad ir a éstos.” Así dijo, refiriéndose a los apóstoles que estaban en peligro de ser aprehendidos; y en esta manifestación de la solicitud de Cristo por la seguridad personal de los Once, Juan vió el cumplimiento de lo que el Señor tan recientemente había expresado en su oración: “De los que me diste, no perdí ninguno.”o Cabía la posibilidad de que si alguno de ellos hubiese sido arrestado con Jesús y sujetado al cruel tratamiento y humillación atormentadora de las horas subsiguientes, se habría debilitado su fe, que en esa época carecía de madurez y resistencia, así como en los años sucesivos muchos de los que tomaron sobre sí el nombre de Cristo se dejaron vencer por la persecución, y apostataron.p
Cuando los oficiales se adelantaron y echaron mano de Jesús, algunos de los apóstoles, dispuestos a luchar y morir por su querido Maestro, preguntaron: “Señor, ¿heriremos a espada?” Pedro, sin esperar respuesta, desenvainó su arma y asestando un golpe desacertado contra la cabeza de uno de los que se hallaban más cerca, le cortó la oreja. El herido era Malco, siervo del sumo sacerdote. Jesús pidió a sus apresadores que lo soltaran con la sencilla solicitud: “Basta ya; dejad.”q Se adelantó y sanó al herido tocándole la oreja. Volviéndose a Pedro, el Señor reprendió su desenfreno y le mandó que volviera la espada a su vaina, recordándole que “todos los que toman la espada, a espada perecerán”. Entonces, para mostrar la inutilidad de una resistencia armada, y recalcar el hecho de que El se entregaba voluntariamente, de conformidad con un plan previsto y predicho, el Señor continuó, diciendo: “¿Acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras, de que es necesario que así se haga?”r A lo cual añadió: “La copa que el Padre me ha dado, ¿no la he de beber?”s
Aunque se entregó sin resistir, no por eso olvidó Jesús sus derechos; y a los oficiales sacerdotales, principales sacerdotes, capitán de la guardia del templo y ancianos del pueblo que se hallaban presentes, dirigió esta protesta interrogativa contra aquella ilícita aprensión nocturna: “¿Como contra un ladrón habéis salido con espadas y con palos para prenderme? Cada día me sentaba con vosotros enseñando en el templo, y no me prendisteis. Mas todo esto sucede, para que se cumplan las Escrituras de los profetas.” Según S. Lucas, las últimas palabras del Señor fueron: “Mas ésta es vuestra hora, y la potestad de las tinieblas.” Desatendiendo su pregunta, y sin consideración a su porte sumiso, el tribuno y los alguaciles de los judíos lo ataron con cuerdas, y preso, a merced de sus enemigos mortales, Jesús fué llevado de allí.
Los once apóstoles, viendo que era inútil la resistencia, no sólo por motivo de la disparidad de números y cantidad de armas, sino principalmente por la determinación de Cristo en rendirse, se volvieron y huyeron. Todos lo abandonaron tal como El lo había predicho. Cierto acontecimiento, que sólo en el Evangelio según S. Marcos hallamos, muestra que verdaderamente se hallaban en peligro. Un joven, despertado de su sueño por el alboroto de la compañía, había salido sin más ropa que una sábana. Su interés en el arresto de Jesús y su proximidad dieron lugar a que algunos de los guardias y soldados echaran mano de él; pero se soltó de ellos y huyó, dejando la sábana en sus manos.
Notas Al Capitulo 33
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El día de la Fiesta de la Pascua.—Por muchos siglos han abundado las controversias respecto al día en que cayó la Fiesta de la Pascua la semana en que ocurrió la muerte de nuestro Señor. Los cuatro autores evangélicos dan fe del hecho de que fue crucificado en viernes, el día antes del sábado judío, y que resucitó en domingo, el día después del sábado de los judíos. Por lo que han escrito los tres evangelistas sinópticos, inferimos que la última cena se efectuó la tarde del primer día de los panes sin levadura, y fue, por tanto, el principio del viernes judío. Por lo que leemos en Mateo 26:2, 17. 18, 19 y los pasajes correspondientes en Marcos 14:14-16; Lucas 22:11-13 y también Lucas 22:7, 15, parece que en la estimación del propio Señor y los apóstoles, la última cena fue la observancia de la Pascua. Sin embargo, Juan, cuya relación fue posterior a los evangelios sinópticos, y probablemente tuvo estos escritos delante de sí, pues tal se infiere del carácter suplementario de su testimonio o “Evangelio”, parece indicar que la última cena que Jesús y los Doce comieron juntos aconteció antes de la Fiesta de la Pascua (Juan 13:1,2); y el mismo escritor nos informa que el día siguiente, que era viernes, los judíos no quisieron entrar en el pretorio romano por temor de contaminarse, y así no poder comer la Pascua (18:28). Debe tenerse presente que el término “Pascua” se aplicaba por uso común no sólo al día o tiempo que duraba la observancia, sino también a la propia comida y particularmente al cordero inmolado. (Mateo 26:17; Marc. 14:12, 14, 16; Lucas 22:8, 11, 13, 15; Juan 18:28; compárese con I Cor. 5:7) Juan también detalla que el día de la crucifixión fue “la víspera de la Pascua” (19:14), y que el día siguiente, que era el sábado o día de reposo “era de gran solemnidad” (versículo 31), es decir, un día de reposo de doble trascendencia, porque también era día de fiesta.
Mucho es lo que se ha escrito para tratar de explicar esta discrepancia aparente. No intentaremos en estas páginas ningún análisis de los conceptos divergentes de eruditos bíblicos sobre este asunto; el tema es de importancia incidental en lo que respecta a los hechos fundamentales de la traición y crucifixión de nuestro Señor. Para breves bosquejos de opiniones y argumentos concisos, podemos referir al estudiante a uno de los siguientes: Comprehensive Bible Dictionary, por Smith, artículo “Pascua”; Life and Times of Jesus the Messiah, por Edersheim, págs. 480-482, 566-568; Life of Christ, por Farrar, apéndice, Discertación No. 10; Life of the Lord, por Andrews, y Dissertations de Gresswell. Basta decir que la incongruencia aparente se puede explicar mediante una de varias suposiciones. La primera y la más probable es que la Pascua a que se refiere Juan, y para la cual los sacerdotes deseaban conservarse libres de contaminación levítica, bien pudo haber sido no la cena durante la cual se servía el cordero pascual, sino la comida suplementaria llamada chagigah. En ésta se comía un guisado de carne, llamado sacrificio, que había llegado a considerarse con igual veneración que la que se atribuía a la cena pascual. En segundo lugar, muchas autoridades sobre antigüedades judías sostienen que durante el tiempo de Cristo, así como en épocas anteriores y posteriores, anualmente se dedicaban dos noches a la observancia pascual, y que en cualquiera de ellas era lícito comer el cordero; y que se había concedido esta prórroga de tiempo, tomando en consideración el aumento de población que exigía la matanza ceremonial de más corderos de lo que era posible degollar en un solo día; y en relación con este detalle es interesante notar que Josefo (Wars, vi, cap. 9:3) cita la cantidad de 256.500 corderos degollados en una sola Pascua. En el mismo párrafo Josefo declara que los corderos habrían de ser muertos entre la novena y undécima hora (de las tres a las cinco de la tarde). De acuerdo con esta explicación Jesús y los Doce pudieron haber comido la cena de la Pascua la primera de las dos noches, y los judíos, que al día siguiente temían contaminarse, pudieron haber aplazado su observancia hasta la segunda noche. En tercer lugar, la última cena pascual del Señor pudo haberse verificado en una hora más temprana que la de la observancia general, sabiendo Jesús que esa noche sería su última sobre la tierra. Los que apoyan este concepto interpretan el mensaje comunicado al hombre que dispuso el aposento para la última cena, “mi tiempo está cerca” (Mateo 26:18) como indicación de que Cristo y los apóstoles sentían una urgencia especial de observar la Pascua antes del día usualmente señalado. Otras autoridades afirman que se había introducido un error de un día en la cronología de los judíos, y que Jesús comió la Pascua en la verdadera fecha, pero los judíos demoraron un día. Si “la víspera de la Pascua” (Juan 19:14) fue el día en que se efectuó la crucifixión de Cristo, quiere decir que nuestro Señor—el verdadero sacrificio, del cual todas las víctimas inmoladas sobre el altar sólo habían sido un tipo—murió en la cruz mientras en el templo eran degollados los corderos pascuales.
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¿Comió Judas Iscariote el Sacramento de la Cena del Señor?—De las breves notas que tenemos sobre lo que aconteció durante la última cena, no se puede contestar en forma definitiva esta pregunta. Cuando más, sólo se puede deducir una inferencia, no una conclusión. De acuerdo con las narrativas de S. Mateo y S. Marcos, el Señor anunció que había un traidor entre los Doce durante la primera parte de la comida, mientras que la institución del Sacramento ocurrió más tarde. Según S. Lucas, la profecía de la traición vino después de la administración del pan y vino sacramentales. Todos los evangelistas sinópticos concuerdan en que el Sacramento de la Cena del Señor se administró antes que se levantaran de la mesa, aunque es palpable que la participación del Sacramento fue un acto separado y distinto. Juan (13:2-5) declara que el lavamiento de los pies ocurrió después de concluida la cena, y nos proporciona buena razón para suponer que Judas fue lavado con los otros (versículos 10, 11), y que más tarde (versículos 26-30) salió, ya entrada la noche, con el objeto de traicionar a Jesús. El acto de dar el “bocado” a Judas (versículos 26, 27), aun cuando ya virtualmente había concluido la cena, no contradice la afirmación, según Juan, de que la cena, propiamente llamada, terminó antes que se efectuara el lavamiento de los pies; el acto no parece haber sido tan extraordinario que haya causado sorpresa. A muchos les ha parecido posible que, por motivo de su vileza completa, no se permitió a Judas participar con los otros apóstoles en la santa ordenanza del Sacramento; otros opinan que le fue permitido participar, quizá como motivo posible de impulsarlo a que abandonara su inicuo propósito, aunque era ya su última hora, o para que llenase su copa de iniquidad hasta que rebosara. La opinión personal del autor se basa en este último concepto.
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3. El lavamiento de los pies.—El 27 de diciembre de 1832 se restableció la ordenanza del lavamiento de los pies por medio de revelación. Fue constituida en uno de los requisitos de admisión a la escuela de los profetas, y se recibieron instrucciones detalladas referentes a su administración (véase Doc. y Con. 88:140, 141). El 19 de enero de 1841 se recibió información adicional sobre las ordenanzas relacionadas con los lavamientos. (Véase Doc. y Con. 124:37-39)
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4. Discontinuación del último discurso del Señor a los apóstoles.—Estamos seguros que Jesús pronunció parte de su discurso, después de la última cena, en el aposento alto donde El y los Doce habían estado comiendo, y posiblemente comunicó la última parte y ofreció la oración (Juan capítulos 15, 16, 17) al aire libre mientras El y los discípulos caminaban hacia el Monte de los Olivos. El capítulo 14 de S. Juan termina con estas palabras: “Levantaos, vamos de aquí”; y el siguiente capítulo empieza con otra sección del discurso. Por lo que leemos en Mateo 26:30-35 y Marcos 14:26-31, podemos inferir que la predicción referente a que Pedro negaría a su Señor se pronunció mientras la pequeña compañía se dirigía de la ciudad al monte. Por otra parte, Juan (18:1) narra que “habiendo dicho Jesús estas cosas”, es decir, el discurso y la última oración, “salió con sus discípulos al otro lado del torrente de Cedrón”. La circunstancia del lugar no influye en lo más mínimo en ninguna de las sublimes declaraciones que el Señor habló en esa noche de solemne conversación con los suyos, y de comunicación entre El y su Padre.
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Getsemaní.—El nombre significa “lagar de aceite” y probablemente se refiere a una prensa que se conservaba allí para extraer el aceite de los olivos cultivados en ese lugar. S. Juan menciona que el sitio era un jardín, y esta designación nos conduce a conceptuarlo como un terreno vallado de propiedad particular. El mismo escritor (Juan 18:1, 2) indica que era un lugar al cual solía ir Jesús cuando deseaba apartarse para orar, o conversar confidencialmente con los discípulos.
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El sudor de sangre.—S. Lucas, el único de los escritores evangélicos que menciona el sudor de sangre, al hablar de la agonía de nuestro Señor en el Getsemaní, declara que “era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (22:44). Muchos expositores críticos niegan que realmente haya ocurrido una transpiración de sangre, basados en que el evangelista no lo afirma positivamente y que los tres apóstoles, los únicos testigos humanos presentes, no pudieron haber distinguido si era sangre o sudor que caía en gotas, porque se hallaban algo distantes, y era de noche; y esto aun cuando hubiera estado alumbrando la luz del plenilunio que ocurrió en la época de la Pascua. Las Escrituras modernas quitan toda duda. (Véase Doc. y Con, 19:16-19 citado en el texto, pág. 644); también 18:11. Véase otra profecía particular del sudor del sangre en el Libro de Mormón, Mosíah 3:7.
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“Basta ya; dejad.”—Muchos entienden que estas palabras, pronunciadas por Jesús al extender la mano para sanar la herida de Maleo, fueron dirigidas a los apóstoles, mandándoles que no intervinieran más. Trench (Miracles, pág. 355) interpreta el significado en esta forma: “Basta: habéis resistido hasta aquí, pero no debe continuar; no quiero más.” La interpretación disputada es de poca importancia en lo que respecta al efecto que este incidente surtió en los acontecimientos subsiguientes.
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La copa como símbolo.—La frecuente mención, por parte de nuestro Señor, de sus padecimientos previstos, en que los compara a la copa que el Padre le había dado a beber (Mateo 26:39, 42; Marc. 14:36; Lucas 22:42; Juan 18:11; compárese con Mateo 20:22; Marc. 10:38; 1 Cor. 10:21), concuerda con el uso que en el Antiguo Testamento se daba a la palabra “copa” como expresión simbólica de una bebida amarga o venenosa que representaba padecimientos. Véase Salmo 11:6; 75:8; Isa. 51:17, 22; Jer. 25:15, 17; 49:12. Sirve de constraste el significado contrario que tiene la palabra en algunos pasajes, v. gr.: Salmo 16:5; 23:5; 116:13; Jer. 16:7.