Ser honesta conmigo misma y con Dios
La autora vive en Utah, EE. UU.
Mi orgullo me impedía admitir que la reprimenda del obispo fuera verdad, pero ¿realmente podría discutir con el Espíritu Santo?
Hacia la mitad de mi misión, mi compañera y yo tuvimos dificultades para trabajar bien con nuestro líder misional de barrio. Habíamos tenido varios desacuerdos, así que decidimos hablar con el obispo para saber lo que debíamos hacer. En el fondo esperaba que el obispo simplemente tuviera una conversación con él y solucionara nuestros problemas por nosotras.
En lugar de eso, me había dicho que estaba siendo orgullosa y excesivamente crítica con los demás. Me fui a casa pataleando, sintiéndome incomprendida y frustrada; ¿cómo podía decir eso de mí? ¿Le importaban siquiera nuestros esfuerzos por compartir el Evangelio?
Mientras caminaba con mi compañera di rienda suelta a mis sentimientos, pero de pronto me vino una frase a la mente: “… los culpables hallan la verdad dura” (1 Nefi 16:2). Aquello hizo que me detuviera. Para mí era obvio que ese pensamiento provenía del Espíritu. Puede que mi orgullo me hubiera impedido admitir que la reprimenda del obispo fuera verdad, pero ¿realmente podría discutir con el Espíritu Santo?
Yo era culpable, y Dios me lo estaba haciendo saber.
Cómo acabar con la autojustificación
En ese momento estuve muy tentada a ignorar las cosas que estaba haciendo mal. “… a ninguno nos agrada admitir que nos estamos desviando del sendero”, coincide el élder Dieter F. Uchtdorf, del Cuórum de los Doce Apóstoles. “Como consecuencia, cuando examinamos nuestra vida, miramos a través del filtro de prejuicios, excusas e historias que nos contamos a nosotros mismos para justificar pensamientos y hechos indignos”1.
En mi caso, me había convencido a mí misma de que protestaba por el bien de la obra misional en nuestra área, y en lugar de aceptar el fiel servicio de nuestro líder misional de barrio, imperfecto a mi parecer, de pronto me di cuenta de que estaba siendo desagradecida, impaciente y francamente desagradable. Gracias a esa impresión del Espíritu pude ver mis hechos como lo que realmente eran.
Una revisión de la realidad espiritual
Recibir una reprimenda tan directa del Espíritu fue doloroso, pero en el mejor de los sentidos. Me hizo darme cuenta de que tenía que ser honesta conmigo misma en cuanto a mis defectos.
Entendí que el Espíritu podía ser mi mejor aliado en el proceso. Sentí que el élder Larry R. Lawrence, de los Setenta, me hablaba directamente a mí cuando invitó a los miembros de la Iglesia a “[preguntar] al Señor lo siguiente [con humildad]: ‘¿Qué es lo que me está impidiendo progresar?’… Si son sinceros”, dijo, “la respuesta pronto será clara; será revelación dirigida solo a ustedes”2. Supe que tenía el poder no solo para recibir impresiones en cuanto a mis debilidades, sino también para mejorarlas.
De la debilidad a la fortaleza
Mi experiencia me enseñó que “[si mis] debilidades y flaquezas permanecen a oscuras entre las sombras, el poder redentor del Salvador no puede sanarlas ni convertirlas en fortalezas”3.
No obstante, si soy suficientemente valiente para ser vulnerable y admitir con humildad mis debilidades, Dios puede ayudarme a convertirlas en fortalezas por medio de Su gracia (véanse Éter 12:27, 1 Pedro 5:5).
Después de todo, reconocer con honestidad nuestras debilidades —o vernos a nosotros mismos como realmente somos— es el primer paso del sendero hacia un cambio positivo. A medida que siga siendo honesta y procurando la guía del Espíritu, mi Padre Celestial me ayudará a saber lo que necesito cambiar en mi vida; y a medida que confíe en Jesucristo, en Su expiación y en Su poder purificador, veré una mejora en mí.
Aunque no fue agradable reconocer mis errores en el momento de la reprimenda, sé que cuando elijo ser humilde y sincera conmigo y con Dios soy más feliz y más tolerante conmigo misma. Sé que, a pesar de mis defectos, soy de valor divino para mi Padre Celestial, pero Él aún desea que yo mejore. Mediante el poder de Su Hijo, Jesucristo, y el arrepentimiento sincero, puedo llegar a ser mucho mejor de lo que jamás hubiera podido imaginar.