“Haced Esto En Memoria De Mi”
“Si recordar es lo mas importante que debemos hacer, ¿en que debemos pensar cuando se nos ofrecen esos sencillos y preciosos emblemas?”
Las horas que estaban por transcurrir cambiarían el significado de la historia de la humanidad; serían el momento mas grandioso de la eternidad, el milagro mas extraordinario de todos; serían la contribución suprema a un plan concebido desde antes de la fundación del mundo para la felicidad de todo hombre, mujer y niño que viviera en el. La hora del sacrificio expiatorio había llegado. El propio Hijo de Dios, Su Unigénito en la carne, pronto se convertiría en el Salvador del mundo.
El lugar era Jerusalén durante la época de la Pascua, una celebración llena de simbolismo por lo que habría de suceder. Mucho tiempo atrás, se había “pas[ado] por encima” de las casas de los afligidos y esclavizados israelitas, se les había perdonado la vida y finalmente liberado por medio de la sangre de un cordero, untada sobre el dintel y los postes de las casas egipcias (véase Exodo 12:21-24). Eso, a su vez, había sido sólo una reiteración simbólica de lo que se les había enseñado a Adán y a todos los profetas que le sucedieron desde el comienzo del mundo: que los corderos puros y sin mancha de las primicias de los rebaños israelitas eran una semejanza, señal y representación del grandioso y supremo sacrificio del Cristo que habría de venir (véase Moisés 5:5-8).
En aquel día, después de todos esos años y de todas esas profecías y ofrendas simbólicas, el símbolo estaba por convertirse en realidad. La noche en la que el ministerio de Jesus estaba por llegar a su fin, la declaración que había hecho Juan el Bautista al comienzo de ese ministerio cobro mayor significado que nunca: “… He aquí el Cordero de Dios” (Juan 1:29).
Al estar por terminarse aquella ultima cena preparada en forma especial, Jesus tomo el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio a Sus Apóstoles, diciendo: “Tomad, comed” (Mateo 26:26). “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mi” (Lucas 22:19). De igual manera, tomo la copa de vino, que tradicionalmente se diluía con agua, y, habiendo dado gracias, la paso para que bebieran de ella los que se encontraban presentes, diciendo: “Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre”, “que … es derramada para remisión de los pecados”. “Haced esto en memoria de mi”. “Así, pues, todas las veces que comiéreis este pan, y beberéis esta copa, la muerte del Señor anunciáis hasta que el venga” (Lucas 22:20; Mateo 26:28; Lucas 22: 19; 1 Corintios 11:26).
Desde aquel acontecimiento que tuvo lugar en el aposento alto, en la víspera de Getsemaní y del Gólgota, los hijos de la promesa han estado bajo convenio de recordar el sacrificio de Cristo en esta forma nueva, mas perfecta, mas santa y personal.
Con el trozo de pan, siempre partido, bendecido y ofrecido primero, recordamos Su cuerpo herido y Su corazón quebrantado, Su sufrimiento físico sobre la cruz cuando clamo: “Tengo sed” y finalmente: “Dios mío, Dios mío, ¿por que me has desamparado?”(Juan 19:28; Mateo 27:46).
El sufrimiento físico del Salvador garantiza que, por medio de Su misericordia y gracia (véase 2 Nefi 2:8), todo miembro de la familia humana quedara libre de los lazos de la muerte y será resucitado triunfalmente de la tumba. Claro esta que el momento de la resurrección y el grado de exaltación que obtengamos se basan en nuestra fidelidad.
Con un vasito de agua recordamos el derramamiento de la sangre de Cristo y la profundidad de Su sufrimiento espiritual, la angustia que comenzó en el huerto de Getsemaní, en donde dijo: “Mi alma esta muy triste, hasta la muerte” (Mateo 26:38).
“Y estando en agonía, oraba mas intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra” (Lucas 22:44).
El sufrimiento espiritual del Salvador y el derramamiento de Su sangre inocente, que El ofreció en forma tan amorosa y voluntaria, pagues la deuda de lo que las Escrituras llaman la “transgresión original” de Adán (Moisés 6:54). Además, Cristo sufrió por los pecados, los sufrimientos y los dolores de todo el resto de la humanidad, proporcionando también la remisión de todos nuestros pecados, a condición de que obedezcamos los principios y las ordenanzas del evangelio que El enseñó (véase 2 Nefi 9:21-23). Como el apóstol Pablo escribió, fuimos “comprados por precio” (1 Corintios 6:20). ¡Que precio tan caro y cuan misericordiosa compra!
Es por esa razón que toda ordenanza del evangelio se concentra, de una forma u otra, en la expiación del Señor Jesucristo ; y no hay duda de que esa es la razón por la que recibimos esa ordenanza particular, con todos sus simbolismos, mas regularmente y con mas frecuencia que ninguna otra en la vida. Se presenta en lo que se conoce como “la mas sagrada, la mas santa de todas las reuniones de la Iglesia” (Joseph Fielding Smith, Doctrina de Salvación, comp. por Bruce R. McConkie, 3 tomos, Salt Lake City: Bookcraft, 1954-1956, 2:320).
Quizás no siempre le demos esa clase de significado a la reunión sacramental de todas las semanas. ¿Cuan “sagrada” y “santa” es? ¿La consideramos como nuestra Pascua, la forma de recordar nuestra protección, salvación y redención?
Por ser tan trascendental, esta ordenanza, que conmemora nuestra liberación del ángel de las tinieblas, debe tomarse con mas seriedad de la que por lo general se le da. Debe ser un momento importante, reverente, de reflexión; que promueva sentimientos e impresiones espirituales. Por tanto, no debe realizarse de prisa; no es algo que se tenga que hacer “a la carrera” para de ese modo empezar con el verdadero propósito de la reunión sacramental, sino que esta ordenanza es el verdadero propósito de la reunión; y todo lo que se diga, se cante y se ore en esos servicios debe estar en armonía con la grandiosidad de tan sagrada ordenanza.
La administración y el reparto de la Santa Cena van precedidos de un himno, que todos debemos cantar, sea cual sea el talento que tengamos para hacerlo. De todos modos, los himnos sacramentales son como oraciones, ¡y todos podemos expresarnos en una oración!
Jamás podremos comprender
las penas que sufrió,
mas para darnos salvación
El en la cruz murió.
Un elemento importante de nuestra adoración es el unirnos en esas líricas y conmovedoras expresiones de gratitud.
En esa perspectiva sagrada, les pedimos a ustedes, jóvenes del Sacerdocio Aarónico, que preparen, bendigan y repartan los emblemas del sacrificio del Salvador de una manera digna y reverente. ¡Que privilegio extraordinario y confianza tan sagrada se les ha otorgado a tan temprana edad! No puedo pensar en mayor elogio que el cielo les pudiera conceder. En verdad les amamos; traten de vivir lo mejor posible y de vestirse con lo mejor que tengan cuando participen en el sacramento de la Santa Cena del Señor.
Permítanme sugerir que, siempre que sea posible, tanto los diáconos, como los maestros y presbíteros que administran la Santa Cena lleven camisa blanca. Para las sagradas ordenanzas de la Iglesia, con frecuencia utilizamos ropa ceremonial; por tanto, una camisa blanca se podría considerar un tierno recordatorio de la ropa blanca que utilizaron en la pila bautismal y un precedente de la camisa blanca que pronto se pondrán en el templo y en la misión.
No deseamos que esta simple sugerencia tenga un tono farisaico ni formalista; no queremos diáconos ni presbíteros uniformados que se preocupen excesivamente por ninguna otra cosa excepto su propia pureza. Sin embargo, la forma en que la gente joven se vista puede enseñarnos un principio santo a todos y ciertamente dar a los demás una impresión de santidad. Como el presidente David O. McKay dijo una vez: “Una camisa blanca contribuye al carácter sagrado de la Santa Cena” (véase “Conference Report”, octubre de 1956, pág. 89).
En el lenguaje sencillo y hermoso de las oraciones sacramentales que esos jóvenes presbíteros ofrecen, la palabra principal que escuchamos parecería ser: recordarle. En la primera y un poco mas larga oración que se ofrece para bendecir el pan, se menciona nuestra disposición de tomar sobre nosotros el nombre del Hijo de Dios y de guardar los mandamientos que El nos ha dado.
Ninguna de esas frases se menciona en la bendición del agua, aun cuando se da por sentado y se espera que las cumplamos. Lo que se recalca en ambas oraciones es que todo se hace en memoria de Cristo.
Cuando tomamos la Santa Cena, testificamos que siempre le recordaremos para que siempre podamos tener Su Espíritu con nosotros (véase D. y C. 20:77, 79).
Si recordar es lo mas importante que debemos hacer, len que debemos pensar cuando se nos ofrecen esos sencillos y preciosos emblemas?
Podríamos recordar la vida preterrenal del Salvador y todo lo que sabemos que hizo como el gran Jehová, el Creador de los cielos y de la tierra y de todas las cosas que hay en ella; podríamos recordar que aun en el gran concilio de los cielos El nos amaba y fue maravillosamente fuerte, que aun allí triunfamos mediante el poder de Cristo y nuestra fe en la sangre del Cordero (véase Apocalipsis 12:10-11) .
Podríamos recordar la sencilla grandeza de su nacimiento terrenal a una joven mujer, que posiblemente tuviera la edad de las jovencitas de nuestra organización de las Mujeres Jóvenes, que habló por cada una de las mujeres fieles de todas las dispensaciones de los tiempos, cuando dijo: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra” (Lucas 1:38).
Podríamos recordar Su magnifico pero virtualmente desconocido padre “adoptivo”, un humilde carpintero que nos enseñó, entre otras cosas, que han sido personas tranquilas, sencillas y sin pretensiones, las que han sacado adelante esta magnifica obra desde el comienzo y continúan haciéndolo en la actualidad. Si prestan servicio en forma casi anónima, recuerden que de esa forma también lo hizo uno de los mejores hombres que ha vivido sobre la faz de la tierra.
Podríamos recordar los milagros y las enseñanzas de Cristo, la forma en que El sanó y prestó ayuda a Sus semejantes; podríamos recordar que devolvió la vista al ciego, el oído al sordo y el movimiento al lisiado, al mutilado y al atrofiado. Entonces, en esos días en que sintamos que nuestro progreso se ha detenido o nuestra alegría y la visión del futuro se ha empanado, podremos seguir adelante con firmeza en Cristo, con una fe inquebrantable en El y un fulgor perfecto de esperanza (véase 2 Nefi 31:19-20).
Podríamos recordar que aun a pesar de la misión solemne que se le había encomendado, el Salvador encontraba deleite en la vida, disfrutaba de la gente y les dijo a Sus discípulos que tuvieran animo. El dijo que debíamos sentirnos tan llenos de regocijo con el evangelio como alguien que haya encontrado una verdadera perla de gran precio a las puertas de su casa. Podríamos recordar que Jesus encontró gozo y felicidad especiales en los niños, y recalcó que todos deberíamos ser como ellos: inocentes y puros, prestos para reír, amar y perdonar, y lentos para recordar cualquier ofensa.
Podríamos recordar que Cristo llamo amigos a Sus discípulos y que los amigos son los que nos dan su apoyo en los momentos de soledad o a las puertas de la desesperación; podríamos recordar a un amigo con el cual necesitemos ponernos en contacto o, mejor aun, a alguien a quien debamos ofrecer nuestra amistad. Al hacerlo, podríamos recordar que Dios muchas veces nos proporciona Sus bendiciones por medio del servicio oportuno y caritativo de otra persona. Para alguien que se encuentre cerca de nosotros, es posible que seamos el medio por el cual el cielo da contestación a una apremiante oración.
Podríamos, y deberíamos, recordar las cosas maravillosas que hemos recibido en nuestra vida y que “todas las cosas que son buenas vienen de Cristo” (Moroni 7:24). Los que recibimos abundantes bendiciones podríamos recordar el valor de aquellos que nos rodean y que enfrentan mas dificultades que nosotros pero que permanecen animados, que hacen todo lo que esta a su alcance y confían en que la Estrella Resplandeciente de la Mañana aparecerá nuevamente para ellos, como por cierto lo hará (véase Apocalipsis 22:16).
Habrá ocasiones en que tendremos razón para recordar el trato cruel que se le dio, el rechazo que sufrió y la injusticia-la terrible injusticia-que padeció. Cuando nosotros enfrentemos algo semejante en la vida, podremos recordar que Cristo también estuvo atribulado por doquier, mas no angustiado; confuso, mas no desesperado; perseguido, mas no desamparado; derribado, pero no destruido (véase 2 Corintios 4:8-9).
Cuando nos lleguen esas épocas difíciles, podemos recordar que Jesus tuvo que descender debajo de todo antes de ascender a lo alto, y que sufrió dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases para estar lleno de misericordia y saber cómo socorrer a Su pueblo en sus enfermedades (véase D. y C. 88:6; Alma 7:1 1-12) .
El esta allí para sostener y fortalecer a los que vacilen o tropiecen. Al final, esta allí para salvarnos, y por todo ello El dio su vida. Por mas obscuros que parezcan nuestros días, para el Salvador del mundo han sido aun mucho mas tenebrosos.
De hecho, en Su cuerpo resucitado y en toda otra forma perfecto, el Señor de esta mesa sacramental ha optado por mantener las heridas en las manos, los pies y el costado para beneficio de Sus discípulos, como señales, por así decirlo, de que aun los que son perfectos y puros pasan por trances dolorosos; señales de que el dolor en este mundo no es una evidencia de que Dios no nos ama. Es el Cristo herido el que es el capitán de nuestra alma, el que todavía lleva consigo las cicatrices de Su sacrificio, las lesiones del amor, la humildad y el perdón.
Son esas heridas las que El invita a ver y palpar, a viejos y jóvenes, antes y ahora (véase 3 Nefi 11:15; 18:25). Entonces recordamos con Isaías que fue por cada uno de nosotros que nuestro Maestro fue “despreciado y desechado … varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3). En todo eso podríamos pensar cuando un joven presbítero arrodillado nos invita a recordar a Cristo siempre.
Esta ordenanza no se realiza mas con una cena, pero continua siendo un banquete. Por medio de ella podemos adquirir la fortaleza que precisaremos para hacer frente a lo que se nos presente en la vida, y al hacerlo, demostraremos mas compasión hacia los demás a lo largo del camino.
En esa noche de profunda angustia y sufrimiento, Cristo les pidió a Sus discípulos una sola cosa: que le apoyaran y se mantuvieran junto a El en esa hora de pesar y dolor. “¿Así que no habéis podido velar conmigo una hora?”, preguntó entristecido (Mateo 26:40). Yo creo que esa misma pregunta nos la hace a todos nosotros cada domingo en que se parten, bendicen y reparten los emblemas de Su vida.
Jesus, en la corte celestial,
mostró Su gran amor
al ofrecerse a venir
y ser el Salvador.
“Cuan asombroso es lo que dio por mí” (Himnos, No. 118). Testifico de El, quien es el Autor de todo, y lo hago en el nombre de Jesucristo. Amen.