1990–1999
La amistad: un principio del Evangelio
Abril 1999


La Amistad: Un Principio Del Evangelio

“Si en verdad deseamos ser instrumentos en las manos de nuestro Padre Celestial para llevar a cabo Sus propósitos eternos, debemos tan sólo ser un amigo”.

Buenos días, hermanos y hermanas.

Aunque uno nunca está totalmente cómodo con una asignación como ésta, agradezco sinceramente la oportunidad de dirigirme a todos ustedes en esta hermosa mañana de Pascua.

Mi sabio padre una vez me dijo que si escuchaba atentamente lo que las personas decían desde el púlpito, sabría cuáles principios del Evangelio les preocupaban y con cuáles estaban teniendo dificultades. A través de los años, las observaciones de mi padre me han servido para tener mucho cuidado con la selección de los temas de mis discursos. Sin embargo, debo admitir algo. Desde que el presidente Gordon B. Hinckley nos expresó las tres necesidades fundamentales de todo miembro nuevo de la Iglesia: de tener un amigo, una responsabilidad y el ser nutrido por la buena palabra de Dios, me he sentido personalmente preocupado en mi papel de amigo.

El profeta José Smith enseñó que “la amistad es uno de los grandes principios fundamentales del ‘mormonismo”. Ese pensamiento debe inspirarnos y motivarnos porque creo que la amistad es una necesidad fundamental de nuestro mundo. Pienso que todos añoramos profundamente la amistad, la satisfacción y la seguridad que sólo brindan las relaciones estrechas y duraderas. Quizás una de las razones por las que las Escrituras mencionan muy poco el principio de la amistad específicamente es porque se debe manifestar en forma muy natural a medida que vivimos el Evangelio. De hecho, si el sublime atributo cristiano de la caridad tiene una prima hermana, es la amistad. Parafraseando un poco al apóstol Pablo, la amistad “es sufrid[a], es benign[a]; [la amistad] no tiene envidia … no se envanece … no busca lo suyo, no se irrita … no guarda rencor … [la amistad] nunca deja de ser”.

Al igual que mucho de lo que vale la pena en la vida, la necesidad que tenemos de amistad a menudo se satisface mejor en el hogar. Si nuestros hijos sienten amistad dentro de la familia, entre ellos mismos y con los padres, no sentirán tanta desesperación de ser aceptados fuera

de ella. Pienso que uno de los logros más satisfactorios para mi esposa y para mí es el haber vivido lo suficiente para ver a nuestros hijos convertirse en buenos amigos. Definitivamente es un milagro que los miembros de nuestra familia, que en su tierna edad a veces se amenazaban el uno al otro con hacerse graves daños físicos, ahora se buscan y disfrutan de su mutua amistad. En forma similar, creo que no hay mejor cumplido que los padres puedan recibir que el que sus hijos digan que los consideran sus mejores amigos.

La amistad también es una parte vital y maravillosa del cortejo y del matrimonio. La relación entre un hombre y una mujer que comienza con la amistad, que después madura y se convierte en romance y que culmina con el matrimonio, usualmente se convertirá en una amistad eterna. Nada es más inspirador en este mundo actual de matrimonios que se desbaratan con tanta facilidad que el observar a un marido y su mujer apreciarse calladamente el uno al otro y disfrutar de su amistad año tras año al experimentar juntos las bendiciones y las pruebas de la mortalidad. Un informe publicado recientemente sobre una investigación acerca de parejas que han llegado a los 25 años de casados indica que “la parte esencial de un matrimonio duradero … es un concepto sencillo con un profundo impacto: la amistad”. En una carta conmovedora que el profeta José Smith escribió a su esposa, Emma, durante las separaciones y las tribulaciones de Misuri, la consoló diciendo: “Oh, mi afectuosa Emma, quiero que recuerdes que soy un amigo fiel, para ti y para los niños, para siempre jamás”

La inspirada organización de la Iglesia también fomenta la amistad. Desde nuestros años más tiernos hasta la edad más avanzada formamos parte de grupos en los que la amistad y la sociabilidad pueden florecer. En entrevistas, reuniones, clases, quórumes, consejos, actividades y una gama de diversas oportunidades más, podemos hacer amistades y encontrar comprensión. El saludo prescrito para dar la bienvenida a los élderes que asistían a la Escuela de los Profetas en Kirtland expresa el espíritu de amistad que bien podría servir de credo para cada uno de nosotros: “… os recibo en confraternidad, con una determinación que es fija, inalterable e inmutable, de ser vuestro amigo … por la gracia de Dios en los lazos de amor”.

Los intercambios que llevamos a cabo con otras personas en la Iglesia son más agradables y productivos cuando van acompañados de sentimientos sinceros de amistad. Por ejemplo, la enseñanza de un maestro del Evangelio que no hace amistad con sus alumnos casi nunca tendrá una influencia y un efecto duraderos. Todavía valoro la dedicatoria de una sola frase que me escribió un maestro de seminario al que yo amaba y del que aprendí mucho cuando me dijo que estaba agradecido de ser mi amigo.

Un obispo, por más hábil que sea en asuntos administrativos, debe ser un amigo de los niños, los jóvenes y los adultos si les va a ayudar a alcanzar su potencial espiritual. Me sentí conmovido una vez cuando una señorita que yo conocía acudió a su obispo para confesarle una transgresión seria. Estaba preocupada porque no sabía cómo reaccionaría el obispo al saber que se había apartado del sendero del Evangelio, y acudió a él sólo después de mucha insistencia. Cuando le pregunté después cómo había reaccionado, me dijo con mucha emoción que él había llorado con ella y que ahora, al trabajar con él para obtener el perdón del Señor, consideraba a su obispo como uno de sus mejores amigos.

Como Santos de los Ultimos Días enfrentamos un desafío particular al establecer y conservar amistades. Debido a que nuestra devoción al matrimonio, a la familia y a la Iglesia es tan fuerte, a menudo nos sentimos restringidos en tiempo y energía para extender la mano de amistad a los que están fuera de nuestro grupo inmediato. Yo experimenté ese mismo dilema en estos días al tratar de tomarme un poco de tiempo en casa para preparar este discurso. En dos ocasiones llegaron a visitarme amigos de hace tiempo, a quienes amo mucho y a los que sólo veo de vez en cuando. Durante esos momentos, que debieron haber sido llenos de calidez y reminiscencias, irónicamente me di cuenta de que en mi interior sentía impaciencia por finalizar la visita ¡para poder seguir escribiendo mi discurso sobre la amistad!

Ahora me avergüenzo. ¡Qué egoístas podemos ser! Qué poco dispuestos a que se nos importune, a servir, a bendecir y a ser bendecidos. ¿Qué clase de padres, vecinos o siervos del Señor Jesucristo podemos ser si no somos amigos? En esta era de la informática, ¿no es la amistad todavía la mejor tecnología para compartir las verdades y la forma de vivir que atesoramos? El que seamos renuentes a extender voluntariamente nuestra mano de amistad, ¿no es acaso un obstáculo importante que nos impide ayudar a Dios a lograr Sus propósitos eternos?

Hace años, cuando yo servía como obispo, una familia recién conversa se mudó a nuestra comunidad rural en Utah. Estas buenas personas se habían unido a la Iglesia en el este de los Estados Unidos donde se les había recibido calurosamente y se les había puesto a trabajar en su pequeña rama. Cuando llegaron a nuestro barrio, que era más grande y más estable, de alguna manera fueron pasados por alto. Algunos de los miembros de la familia, en especial el padre, se desilusionaron con la Iglesia y con sus miembros.

Un domingo por la mañana, cuando me di cuenta de que el padre no estaba en la reunión del sacerdocio, salí del centro de reuniones y fui a su casa. Me invitó a pasar y tuvimos una conversación muy sincera acerca de los problemas que estaba teniendo con su nueva fe y con sus vecinos. Después de considerar varias opciones para resolver la dificultad, ninguna de las cuales parecía agradarle mucho, le pregunté con un tono de frustración en la voz lo que podíamos hacer para ayudarle. Nunca olvidaré su respuesta:

“Pues bien, obispo”, me dijo (tendré que parafrasear un poco), “por amor del cielo, si va a hacer algo, por favor no me asignen un amigo”.

Ese día aprendí una gran lección. Nadie quiere ser un “proyecto”; todos queremos recibir cariño espontáneo. Y si hemos de tener amigos, queremos que sean sinceros, y no “asignados”.

Hermanos y hermanas, mi mensaje este día es muy sencillo: si en verdad deseamos ser instrumentos en las manos de nuestro Padre Celestial para llevar a cabo Sus propósitos eternos, debemos tan sólo ser un amigo. Consideren el poder que tiene cada uno de nosotros, 10 millones de miembros, de [nuestra] propia y libre voluntad, de extender la mano de amistad incondicional a los que todavía no son de nuestra fe. Ya no se nos acusaría de ofrecer una hogaza de pan caliente y un corazón frío. Imagínense las consecuencias positivas si toda familia activa de la Iglesia ofreciera su interés constante y amistad sincera a una familia menos activa o a una nueva en la Iglesia. Cada uno de nosotros tiene el poder de ser un amigo. Viejos y jóvenes, ricos y pobres, educados y humildes, en todo idioma y país, todos tenemos la capacidad para ser un amigo.

Nuestro Salvador, poco antes de Su Crucifixión, dijo a Sus discípulos: “Nadie tiene mayor amor que este, que uno ponga su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos”. Habiendo sido tan abundantemente bendecidos mediante la amistad de Cristo, ruego que ahora seamos para los demás lo que Él es para nosotros: un verdadero amigo. En ningún momento seremos más semejantes a Cristo que cuando seamos un amigo. Testifico del inestimable valor de los amigos en mi propia vida y esta mañana expreso mi gratitud a todos ellos. Sé que cuando nos ofrecemos en amistad, hacemos una contribución sumamente importante a la obra de Dios y a la felicidad y el progreso de Sus hijos. En el nombre de Jesucristo. Amén.

NOTAS

  1. Enseñanzas del Profeta José Smith, pág. 386.

  2. 1 Corintios 13:4-8.

  3. John Gottam, como se cita en Karen S. Pcterson, “Friendship Makes Marriages a Success”, USA Today, I de abril de 1999, pág. ID.

  4. Daniel H. Ludlow, Encyclopedla of Mormonism, 5 tomos, 1992, tomo III, pág. 1345.

  5. D. y C. 88:133.

  6. Juan 15:13-14.