“Hecho Semejante Al Hijo De Dios”
“No debe existir nada superficial, despreocupado ni indiferente con respecto a poseer e l sacerdocio. Una vez que se acepte, no se debe pasar por alto, ni descuidar, ni dejar de lado. Es un manto de honor y poder que puede ser nuestro para siempre”.
Después de que los hijos de Israel cruzaron el río Jordán y Jericó había sido destruida, se enfrentaron con la ciudad de Hai. Hai era una ciudad más pequeña que Jericó y con menos gente para defenderla y Josué pensó en conquistarla con sólo tres mil soldados. Pero los hombres de Hai derrotaron al ejército de Israel y los hicieron huir. Josué se postró ante el Señor y preguntó la razón de su derrota, tras lo cual vino la respuesta y una lección.
Cuando Jericó fue destruida, el Señor les prohibió tomar ninguna posesión preciosa que se encontrara allí. Pero cierto hombre llamado Acán, se apoderó de parte de los despojos y trató de ocultarlos. “Pues [lo] vi”, dijo y lo “codicié y tomé; y he aquí que está escondido bajo tierra en medio de mi tienda” (Josué 7:21). El Señor mandó que se destruyera el botín y Acán fue apedreado hasta morir.
Quizás nos parezca difícil entender la forma en que la falta de honradez de un hombre haya tenido un efecto de tan largo alcance como para causar la derrota del ejército de Israel y la muerte de treinta y seis hombres. El élder James E. Talmage observó: “Se había violado una ley de justicia: habían metido a un anatema al campamento del pueblo del convenio; esta transgresión resistió la corriente de ayuda divina, y no fue sino hasta cuando se santificó el pueblo que les fue restituido el poder” (Artículos de fe, pág. 115; véase también Josué 7:10-13).
Cuando una persona viola cualquier mandamiento de Dios, si no hay arrepentimiento, el Señor retira Su influencia protectora y sustentadora. Cuando perdemos poder con Dios, sabemos con toda certeza que el problema está en nosotros y no en Dios. “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis” (D. y C. 82:10). Nuestros delitos acarrean desesperación; entristecen y extinguen el “fulgor perfecto de esperanza” que ofrece Cristo (2 Nefi 31:20). Sin la ayuda de Dios quedamos a nuestra cuenta.
El sacerdocio es la autoridad para actuar como un agente autorizado del Señor para llevar a cabo ordenanzas que proporcionan bendiciones espirituales certeras a todas las personas. Es el poder de transmitir la disposición y la voluntad de Dios en el gobierno de la Iglesia, en la obtención de Su palabra por medio de la revelación, en la prédica del Evangelio y en la administración de las ordenanzas de exaltación, tanto para los vivos como para los muertos. En verdad es algo tremendo el poseer el sacerdocio de Dios.
Se nos ha dicho “que los derechos del sacerdocio están inseparablemente unidos a los poderes del cielo, y que éstos no pueden ser gobernados ni manejados sino conforme a los principios de la rectitud” (D. y C. 121:36). El presidente Spencer W. Kimball nos recuerda: “El poder del sacerdocio que poseen no tiene límites. Cualquier limitación proviene de ustedes si no están en armonía con el Espíritu del Señor y se limitan ustedes mismos en el poder que ejercen” (véase The Teachings of Spencer W. Kimball, ed, Edward L Kimball, 1982, 498; cursiva agregada; “Guardemos los convenios y honremos el sacerdocio”, Liahona, enero de 1994, pág. 43).
Como poseedores del sacerdocio de Dios debemos recordar que somos “linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios” (1 Pedro 2 9). Se nos ha mandado “sali[r] de entre los inicuos, y conserva[rnos] aparte, y no [tocar] sus cosas inmundas” (Alma 5:57).
Cuando un hombre, joven o anciano, acepta y recibe el sacerdocio, recibe una responsabilidad sagrada de magnificar ese sacerdocio; esto requiere que cada uno de nosotros sirva con diligencia, enseñe con fe y testimonio, que eleve y fortalezca la vida de las personas con quienes nos relacionemos. Esto quiere decir que no podemos vivir sólo para nosotros mismos, sino que somos responsables del progreso, del desarrollo y del bienestar de los demás.
No se debe ordenar en forma automática a ningún oficio del sacerdocio basado sólo en la edad o en las circunstancias. Bendito es el líder del sacerdocio que entrevista en forma consciente a cada candidato para un oficio en el sacerdocio y recibe del candidato un informe del servicio honorable prestado anteriormente, una afirmación de SU dignidad y de su pureza personal y la confirmación de un mayor esfuerzo y de SU intención en el futuro de estar dispuesto a llevar y a cumplir las grandes responsabilidades del oficio en el sacerdocio.
No debe existir nada superficial, despreocupado ni indiferente con respecto a poseer el sacerdocio. Una vez que se acepte, no se debe pasar por alto, ni descuidar, ni dejar de lado. Es un manto de honor y poder que puede ser nuestro para siempre.
Al aceptar un llamamiento en el sacerdocio, todo hombre se compro mete por SU propia integridad a actuar de cierto modo. Esto trae consigo un sentido de responsabilidad, lo que genera en cada uno el poder de fortalecerse para hacer cosas positivas y un medio para disuadirnos de la pereza.
A los que toman a la ligera estos sagrados y santos llamamientos, el élder George Q. Cannon advierte: “Debemos honrar el sacerdocio que poseemos o ese sacerdocio, en vez de exaltarnos, será el medio por el cual nos condenemos … Es causa de temor el recibir el sacerdocio de Dios y no magnificarlo” (Gospel Truth, sel. de Jerreld L. Newquist, 2 tomos, 1957, tomo I, pág. 229).
Al considerar el sacerdocio, no olvidemos su título verdadero: El Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios. Jesucristo es el gran sumo sacerdote de Dios; es la fuente de todo el poder y la autoridad del sacerdocio en esta tierra. Como nuestro Salvador, Mediador y Redentor, es nuestro más grande ejemplo del camino que debemos seguir, ya sea en palabra, en hechos, en creencia, en doctrina, en fe, en ordenanzas y en nuestra rectitud personal. “Pues para esto fuisteis llamados; porque también Cristo padeció por nosotros, dejándonos ejemplo, para que sigáis sus pisadas” (1 Pedro 2:21).
El nos ha prometido la gloria, la vida eterna, la exaltación, incluso todo lo que Él tiene, si llevamos fielmente Su sacerdocio y magnificamos todos nuestros llamamientos. Llegaremos a ser coherederos con Él en el reino de Su Padre. El apóstol Pablo acertó al decir: “Y todos los que son ordenados a este sacerdocio son hechos semejantes al Hijo de Dios, permaneciendo sacerdotes para siempre” (TJS, Hebreos 7:3, Guía para el Estudio de las Escrituras).
Doy mi testimonio solemne de que puede ser así, “confiando íntegramente en los méritos de aquel que es poderoso para salvar” (2 Nefi 31:19), aun nuestro Señor y Salvador, Jesucristo. En el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.