El estado de la Iglesia
Y éste es apenas el comienzo; sólo hemos empezado. Estamos entregados a una obra que tiene que ver con las almas de los hombres y las mujeres de todo lugar.
Mis amados hermanos y hermanas de todo el mundo, les hacemos llegar nuestros saludos en nombre de nuestro Redentor, junto con nuestro amor y bendiciones. Les encomio sinceramente por todo cuanto hacen para ver que avance la obra del Señor.
En ciertos momentos de tranquilidad, reflexiono en cuanto al crecimiento y el resultado de esta obra. Pienso en aquella reunión con un puñado de personas presentes en la granja de Peter Whitmer el 6 de abril de 1830. Allí se organizó la Iglesia y allí comenzó la larga marcha que la trae hasta su condición actual.
Nuestra gente ha pasado por opresión y persecución; se han visto expulsados y han sido víctimas de toda penuria concebible, y de todo ello ha surgido algo que hoy es absolutamente glorioso de contemplar.
En la apertura de esta obra el Señor declaró:
“Escuchad, oh pueblo de mi iglesia, dice la voz de aquel que mora en las alturas, y cuyos ojos están sobre todos los hombres; sí, de cierto digo: Escuchad, pueblos lejanos; y vosotros los que estáis sobre las islas del mar, oíd juntamente.
“Porque, en verdad, la voz del Señor se dirige a todo hombre, y no hay quien escape; ni habrá ojo que no vea, ni oído que no oiga, ni corazón que no sea penetrado…
“Y la voz de amonestación irá a todo pueblo por boca de mis discípulos, a quienes he escogido en estos últimos días.
“E irán y no habrá quien los detenga, porque yo, el Señor, los he mandado” (D. y C. 1:1–2, 4–5).
No puede cabernos ninguna duda en cuanto a nuestra responsabilidad para con los pueblos de la tierra, y tampoco puede haber ninguna duda de que estamos avanzando en el cumplimiento de esa responsabilidad.
Al dirigirme a ustedes hoy, la mayoría de los miembros de la Iglesia, sin importar dónde vivan, me pueden escuchar. Es un milagro. ¿Quién, en los albores de la Iglesia, hubiera siquiera soñado con todas las oportunidades que tenemos en esta época?
Contamos con firmes congregaciones en cada estado de los Estados Unidos y en toda provincia de Canadá. Lo mismo sucede en cada estado de México, en toda nación de América Central y a lo largo de las naciones de Sudamérica. Tenemos firmes congregaciones en Australia y Nueva Zelanda, y en las islas del Pacífico. Estamos bien establecidos en las naciones del Oriente. Nos encontramos en toda nación de Europa Occidental y en muchos países de Europa Oriental y estamos firmemente afianzados en África.
Se nos sigue reconociendo por las enormes virtudes de nuestros programas y por todo lo bueno que ellos logran.
En un periódico de California se publicó recientemente el siguiente comentario: “Las camisas blancas, las mochilas y las bicicletas los hacen plenamente reconocibles, aun antes de que veamos el Libro de Mormón.
“Conforman un estereotipo y con buena razón.
“Estos ejércitos de jóvenes —misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días— obedecen a un orden estricto al servir misiones en todo el mundo.
“Por dos años, dedican 60 horas semanales al trabajo eclesiástico, a orar, a estudiar y a hablar con la gente sobre el Evangelio que los instó a dejar atrás a familia, amigos y las comodidades del hogar.
“El contacto con sus seres queridos está limitado a cartas semanales y a dos llamadas telefónicas al año.
“Llevan una vida frugal, viven en casas o apartamentos compartidos con un compañero misionero; se levantan a las 6 de la mañana para estudiar y orar para obtener guía en la obra que desempeñarán hasta bastante después de la puesta del sol…
“Ellos dicen que la misión es un sacrificio y, a la vez, lo más ‘divertido’ que alguien pueda imaginar” (Priscilla Nordyke Roden, “Answering the Call”, San Bernardino County Sun, 26 de agosto de 2003, pág. B1).
Lo mismo se podría escribir de nuestros misioneros en los más de 120 países donde se les encuentra sirviendo.
Qué milagroso es que tengamos unos sesenta mil de ellos, la mayoría jóvenes, dando de su tiempo y compartiendo su testimonio con el mundo.
Hace poco me reuní con un grupo de misioneros que al día siguiente serían relevados y regresarían a su hogar. Eran de varios países del mundo, desde Mongolia hasta Madagascar. Estaban bien arreglados y se les veía resplandecientes y llenos de entusiasmo. Testificaron sobre su amor por la Iglesia, por su presidente de misión y por sus compañeros. Qué cosa tan maravillosa es este singular y magnífico programa de la Iglesia.
Lo mismo podemos decir de otros programas.
Recientemente fuimos reconocidos en la prensa por haber donado tres millones de dólares para vacunar a niños contra el sarampión en África. Ese dinero no provino de los diezmos sino de contribuciones hechas por fieles miembros a la obra humanitaria efectuada por la Iglesia. Nos hemos unido a la Cruz Roja Americana, a la Fundación de las Naciones Unidas, al Centro para el Control y la Prevención de Enfermedades, al Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, a la Organización Mundial de la Salud y a la Organización Panamericana de la Salud en un esfuerzo para vacunar a 200 millones de niños y así prevenir más de un millón de muertes causadas por el sarampión en los próximos cinco años. Sólo nuestra contribución ofrecerá vacunas a tres millones de pequeños.
Qué cosa tan magnífica y maravillosa, y lo mismo acontece con todos nuestros programas humanitarios.
Un asunto más.
En marzo de 2001, anunciamos que la Iglesia estaba estableciendo un plan para ayudar a los jóvenes que regresaban de la misión y a otros en la obtención de educación y capacitación que les otorgara mejores oportunidades de empleo en países menos favorecidos y con menos oportunidades.
Invitamos a todos cuantos quisieran ayudar en este plan a contribuir a un fondo llamado el Fondo Perpetuo para la Educación, siguiendo el modelo del Fondo Perpetuo para la Emigración establecido en el siglo XIX. Les daré un breve informe de lo que está sucediendo con ese plan.
Gracias a sus generosas contribuciones, hemos podido satisfacer las crecientes necesidades de préstamos. Hasta la fecha, la Iglesia ha concedido unos diez mil préstamos a jóvenes de ambos sexos en América Latina, Asia, África y otras áreas de la Iglesia. Estos jóvenes se han comprometido a devolver el dinero prestado para que otros puedan disfrutar de las mismas oportunidades que ellos reciben.
Muchos ya se han graduado y gozan de los beneficios de la capacitación que recibieron. Hasta la fecha, unos 600 jóvenes y jovencitas han completado su capacitación y la mayoría de ellos han encontrado buenos empleos. Muchos más se recibirán en los próximos meses y pasarán a formar parte de la fuerza laboral en sus respectivas comunidades. Harán un aporte valioso al mundo, criarán familias y servirán en la Iglesia. Muchos ya están logrando esos objetivos.
Por ejemplo, Patrick fue el primer estudiante que culminó sus estudios en Jamaica gracias al Fondo Perpetuo para la Educación. Su capacitación básica en administración le permitió obtener un buen empleo en el aeropuerto nacional con un futuro promisorio; e inmediatamente comenzó a pagar su préstamo.
Flavia, una hermana de una de las zonas más pobres de Sudamérica, había encontrado pocas oportunidades y medios para obtener una buena capacitación y un empleo fijo hasta que recibió ayuda por medio del Fondo Perpetuo para la Educación. Estudió computación y con la ayuda del Centro de Empleos de la Iglesia, encontró trabajo en una buena empresa. “En la actualidad”, nos informa, “soy responsable de la función de consultoría financiera en uno de los hospitales más grandes de Recife, donde opero un avanzado sistema de computación después de haber formado parte del equipo que lo implantó en la empresa”.
Como éstos, hay muchos ejemplos más. Nos complace informar que el plan está funcionando bien y que gradualmente se está expandiendo a medida que ganamos experiencia. Los primeros informes de pago de préstamos son alentadores. Una vez más les agradecemos su generosidad, interés y oraciones a favor del Fondo Perpetuo para la Educación.
Se ha dicho que en una época el sol nunca se puso sobre el imperio británico. Ese imperio se ha visto reducido, pero podemos afirmar que el sol nunca se pone sobre la obra del Señor al seguir influyendo para bien en la vida de los hombres en toda la tierra.
Y éste es apenas el comienzo; sólo hemos empezado. Estamos entregados a una obra que tiene que ver con las almas de los hombres y las mujeres de todo lugar. Nuestra labor trasciende fronteras y con la ayuda del Señor habrá de continuar. Aquellas naciones que aún no nos han abierto sus puertas, un día lo harán. Tal es mi fe, tal es mi creencia y tal es mi testimonio.
La pequeña piedra que fue cortada del monte no con mano sigue rodando hasta llenar la tierra (véase Daniel 2:31–45; D. y C. 65:2).
Al comenzar esta gran conferencia, les digo a los Santos de los Últimos Días en todo el mundo: que Dios les bendiga. Guarden la fe; sean fieles a sus convenios; caminen a la luz del Evangelio y edifiquen el reino de Dios sobre la tierra.
La Iglesia se encuentra en una condición maravillosa y no sólo puede mejorar, sino que mejorará, crecerá y se fortalecerá.
Somos personas comunes y corrientes dedicadas a un esfuerzo extraordinario. Somos hombres que poseemos el Sacerdocio del Dios viviente. Aquellos que nos han precedido hicieron cosas maravillosas y ahora tenemos nosotros la oportunidad y el desafío de continuar en esta gran obra, cuyo futuro apenas si podemos imaginar.
Gracias, mis hermanos y hermanas, por su fe y por su fidelidad. Gracias por el amor que sienten hacia ésta que es la obra del Todopoderoso. Vivimos en el mundo, trabajamos en el mundo, pero debemos estar por encima del mundo al entregarnos a la obra del Señor y tratar de edificar Su reino sobre la tierra. Unamos ahora nuestro sentir en esta gran conferencia de hombres y mujeres que son, por cierto, hermanos y hermanas como hijos de Dios.
Durante estos dos días, escucharemos a muchos de nuestros hermanos, a ninguno de los cuales se le ha dicho de qué tiene que hablar, pero que sí han procurado la guía del Señor para poder decir algo que ayude, que inspire y que eleve a todos cuantos los oigan.
Ruego que las bendiciones de los cielos les acompañen y que sean fieles y leales a la gran y gloriosa causa que han acogido, y lo hago humildemente, en el nombre de nuestro Redentor, a saber, el Señor Jesucristo. Amén.
Ahora tenemos algo muy especial. Me gustaría pedirle al hermano David B. Haight que se acerque al púlpito. Él es un guerrero extraordinario. Tiene noventa y siete años y ha vivido más que ningún otro apóstol en la historia de esta dispensación. Hace poco enfermó y ha tenido un poco de dificultad, pero quería venir esta mañana a saludarlos como muestra de agradecimiento hacia ustedes y para expresarles su amor. A él, nuestro querido amigo, le decimos: Dios te bendiga y te restablezca. Te amamos, te apoyamos y oramos por ti. Que las bendiciones del cielo descansen sobre ti, querido hermano Haight. Gracias.
Élder Haight: Gracias.
Presidente Hinckley: ¿Quieres saludar a esta gente?
Élder Haight: Sí, claro que sí. Los saludo. Gracias, gracias. Es un placer estar con ustedes.
Presidente Hinckley: Gracias.
Élder Haight: Gracias.
Presidente Hinckley: Le permitiremos ahora retirarse; él verá la conferencia por televisión. ¡Qué extraordinario soldado ha sido él en el ejército del Señor! Muchísimas gracias hermano Haight.