2000–2009
Y no hay para ellos tropiezo
Octubre 2006


2:3

Y no hay para ellos tropiezo

Mediante el fortalecedor poder de la expiación de Jesucristo, ustedes y yo seremos bendecidos para evitar sentirnos ofendidos y triunfar sobre la ofensa.

En esta ocasión, ruego que el Espíritu Santo nos preste ayuda tanto a mí como a ustedes al repasar juntos importantes principios del Evangelio.

Una de mis actividades preferidas como líder del sacerdocio es visitar a los miembros en sus hogares. Disfruto en particular de saludar a los miembros a los que se suele describir como “menos activos” y de conversar con ellos.

Durante los años en los que fui presidente de estaca, acostumbraba ponerme en contacto con alguno de los obispos y le solicitaba que, tras orar sobre ello, seleccionase a personas o a familias a las que podríamos visitar juntos. Antes de salir, el obispo y yo nos arrodillábamos para suplicar a nuestro Padre Celestial que nos diese orientación e inspiración tanto a nosotros como a los miembros a los que iríamos a ver.

Nuestras visitas eran sencillas y precisas. Expresábamos a los miembros afecto y gratitud por la oportunidad de encontrarnos en su casa, y les reiterábamos que habíamos llegado hasta allí como siervos del Señor comisionados por Él. Además, les poníamos de relieve el hecho de que los echábamos de menos y de que los necesitábamos, al mismo tiempo que ellos necesitaban las bendiciones del Evangelio restaurado. Al principio de la conversación, yo solía hacerles una pregunta como ésta: “Por favor, ¿nos ayudarían a entender por qué razón no están participando activamente en los programas de la Iglesia y, por ende, de sus bendiciones?”.

Cabe decir que he hecho centenares de visitas por el estilo. Cada persona, cada familia, cada hogar y cada respuesta eran diferentes. No obstante, a través de los años, he descubierto un factor común en muchas de las respuestas a mis preguntas. A menudo, me daban respuestas como las siguientes:

“Hace varios años, un hermano dijo algo en la Escuela Dominical que me ofendió, por lo que desde entonces no he vuelto a Iglesia”.

“Nadie de esa rama me saludó ni se acercó a mí y me sentí como un intruso. Me sentí ofendido por lo poco amistosos que son en esa rama”.

“No me pareció bien el consejo que me dio el obispo. No volveré a poner un pie en ese edificio mientras él ocupe ese cargo”.

Y así, mencionaban muchas otras razones por las que se habían ofendido, desde diferencias doctrinales entre los adultos hasta el haber recibido insultos y burlas crueles de los jóvenes y el haber sido excluido por ellos. Pero el factor reiterativo era: “Me sentí ofendido por…”

El obispo y yo los escuchábamos con atención y con sinceridad, y en seguida, uno de nosotros les preguntaba acerca de su conversión al Evangelio restaurado y de su testimonio de éste. Mientras conversábamos, a esas buenas personas se les llenaban los ojos de lágrimas al recordar el testimonio confirmador del Espíritu Santo y describir sus anteriores experiencias espirituales. La mayoría de las personas “menos activas” a las que he visitado tenían un testimonio perceptible y tierno de la veracidad del Evangelio restaurado. Sin embargo, no estaban participando en las actividades ni en las reuniones de la Iglesia.

A continuación, yo les decía algo así: “Permítame llegar a entender bien lo que le ha ocurrido. Por motivo de que alguien en la Iglesia le ha ofendido, usted no ha sido bendecido mediante la ordenanza de la Santa Cena y se ha apartado de la compañía constante del Espíritu Santo; debido a que alguien en la Iglesia le ha ofendido, se ha separado de las ordenanzas del sacerdocio y del Santo Templo; además, ha interrumpido su oportunidad de prestar servicio al prójimo y de aprender y de progresar. Y está dejando barreras que impedirán el progreso espiritual de sus hijos, de los hijos de sus hijos y de las generaciones que les seguirán”. En muchas ocasiones, las personas se quedaban pensando unos momentos y, en seguida, respondían: “Nunca he pensado en ello de esa manera”.

Al llegar a ese punto, el obispo y yo les hacíamos la siguiente invitación: “Estimado amigo: Hemos venido hoy a aconsejarle que el momento de dejar de sentirse ofendido es ahora mismo. No sólo nosotros le necesitamos a usted, sino que usted necesita las bendiciones del Evangelio restaurado de Jesucristo. Por favor, regrese y hágalo ahora”.

Escojan no sentirse ofendidos

Cuando creemos o afirmamos que se nos ha ofendido, solemos querer decir que nos hemos sentido insultados, maltratados, desairados o que nos han faltado al respeto. Y, desde luego, al relacionarnos con las demás personas, vamos a ser objeto de expresiones torpes que nos hagan sentir vergüenza, de observaciones carentes de escrúpulos y maliciosas, por las que podríamos sentirnos ofendidos. No obstante, básicamente, es imposible que otra persona los ofenda a ustedes o que me ofenda a mí. De hecho, creer que otra persona nos ha ofendido es fundamentalmente falso, puesto que el sentirnos ofendidos es un sentimiento que escogemos experimentar y no un estado inferido a nosotros ni impuesto sobre nosotros por otra persona o cosa.

En la espléndida distribución de todas las creaciones de Dios, existen tanto las cosas que actúan como aquéllas sobre las cuales se actúa (véase 2 Nefi 2:13–14). Los hijos y las hijas de nuestro Padre Celestial hemos sido bendecidos con el don del albedrío moral, la capacidad de actuar y de escoger independientemente. Habiendo sido dotados del albedrío, ustedes y yo venimos a ser agentes, y ante todo hemos de actuar y no permitir tan sólo que se actúe sobre nosotros. El creer que alguien o algo podrá hacernos sentir ofendidos, irritados, lastimados emocionalmente o amargados disminuye nuestro albedrío moral y nos transforma en objetos sobre los cuales se actúa. Sin embargo, en calidad de agentes, ustedes y yo tenemos el poder de actuar y de escoger la forma en la que reaccionaremos ante una situación agraviadora o hiriente.

Thomas B. Marsh, que fue el primer Presidente del Quórum de los Doce Apóstoles en esta dispensación, escogió sentirse ofendido por un asunto tan insignificante como la nata de la leche (véase Deseret News, abril de 1856, pág. 44). Brigham Young, en cambio, fue severa y públicamente reprendido por el profeta José Smith, pero escogió no sentirse ofendido por ello (véase Truman G. Madsen, “Hugh B. Brown—Youthful Veteran”, New Era, abril de 1976, pág. 16).

En muchos casos, el escoger sentirse ofendido es síntoma de un mal espiritual mucho más profundo y más grave. Thomas B. Marsh permitió que se actuase sobre él y lo que al final se desprendió de ello fueron la apostasía y el sufrimiento. Brigham Young fue un agente que ejerció su albedrío y actuó en conformidad con principios correctos, y llegó a ser un instrumento poderoso en las manos del Señor.

El Salvador ha sido el mayor ejemplo del modo en que debemos reaccionar ante sucesos o situaciones potencialmente insultantes.

“Y el mundo, a causa de su iniquidad, lo juzgará como cosa de ningún valor; por tanto, lo azotan, y él lo soporta; lo hieren y él lo soporta. Sí, escupen sobre él, y él lo soporta, por motivo de su amorosa bondad y su longanimidad para con los hijos de los hombres” (1 Nefi 19:9).

Mediante el fortalecedor poder de la expiación de Jesucristo, ustedes y yo seremos bendecidos para evitar sentirnos ofendidos y triunfar sobre la ofensa. “Mucha paz tienen los que aman tu ley, Y no hay para ellos tropiezo”, es decir, no hay ofensa para ellos (Salmos 119:165).

El laboratorio de aprendizaje de los últimos días

Tal vez consideremos que la capacidad de superar la ofensa está fuera de nuestro alcance; sin embargo, dicha capacidad no está reservada ni circunscrita a líderes destacados de la Iglesia como Brigham Young. La naturaleza misma de la expiación del Redentor y el propósito de la Iglesia restaurada tienen por objeto ayudarnos a recibir precisamente esa clase de fortaleza espiritual.

Pablo enseñó a los santos de Efesos que el Salvador estableció Su Iglesia “a fin de perfeccionar a los santos para la obra del ministerio, para la edificación del cuerpo de Cristo,

“hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, a un varón perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo” (Efesios 4:12–13).

Por favor, fíjense en el empleo del dinámico vocablo “perfeccionar”. Como lo describió el élder Neal A. Maxwell, la Iglesia “no es una casa de reposo para los que ya son perfectos” (“El hermano ofendido”, Liahona, julio de 1982, pág. 78), sino que la Iglesia es un laboratorio de aprendizaje y un taller de trabajo en el que adquirimos experiencia al practicar los unos con los otros en el proceso continuo de “perfeccionar a los santos”.

El élder Maxwell también explicó con profunda comprensión que en este laboratorio de aprendizaje de los últimos días que se conoce como la Iglesia restaurada, los miembros de ella constituyen “el material clínico” (véase “Jesus the Perfect Mentor”, Ensign, febrero de 2001, pág. 13) que es esencial para el progreso y la superación de las personas. La maestra visitante aprende su deber al prestar servicio y al querer a sus hermanas de la Sociedad de Socorro. El maestro inexperto aprende valiosas lecciones al enseñar tanto a los miembros de la clase que participan como a aquellos que prestan poca atención y de ese modo llega a ser un maestro más eficaz. Un nuevo obispo aprende a ser obispo por medio de la inspiración y del trabajar con los miembros del barrio que le apoyan de todo corazón, aun cuando reconocen sus flaquezas humanas.

El comprender que la Iglesia es un laboratorio de aprendizaje contribuye a prepararnos para la inevitable realidad: de alguna forma y en algún momento, alguien en esta Iglesia hará o dirá algo que podrá considerarse ofensivo. Un suceso así ciertamente le ocurrirá a cada uno de nosotros e, indudablemente, más de una vez. Aun cuando las personas no tengan la intención de lastimarnos ni de ofendernos, actuarán alguna vez con falta de consideración y de tacto.

Si bien ustedes y yo no podemos ejercer control en las intenciones ni en el comportamiento de las demás personas, sí determinamos la forma en la que actuaremos. Les ruego que recuerden que tanto ustedes como yo somos agentes dotados de albedrío moral y que podemos escoger no sentirnos ofendidos.

Durante un peligroso periodo de guerra, hubo un intercambio de epístolas entre Moroni, capitán de los ejércitos nefitas, y Pahorán, juez superior y gobernador de la tierra. Moroni, cuyo ejército padecía porque el gobierno no les había proporcionado ayuda suficiente, escribió a Pahorán “por vía de reprobación” (Alma 60:2) y le acusaba severamente de insensibilidad, desidia y negligencia. Pahorán hubiera podido sentirse fácilmente ofendido por el mensaje de Moroni, pero escogió no ofenderse y le respondió en tono compasivo, describiéndole la rebelión que había habido en contra del gobierno y de la que Moroni no estaba al tanto. En su epístola le decía: “He aquí, Moroni, te digo que no me regocijo por vuestras grandes aflicciones, sí, ello contrista mi alma… Ahora bien, me has censurado en tu epístola, pero no importa; no estoy enojado, antes bien, me regocijo en la grandeza de tu corazón” (Alma 61:2, 9).

Uno de los grandes indicadores de nuestra propia madurez espiritual se pone de manifiesto en la forma en la que reaccionamos ante las debilidades, la inexperiencia y las acciones potencialmente ofensivas de los demás. Algún objeto, algún suceso o alguna expresión podrá ser insultante, pero ustedes y yo podremos escoger no sentirnos ofendidos, y decir junto con Pahorán: “no importa”.

Dos invitaciones

Doy fin a mi mensaje con dos invitaciones.

Invitación Nº 1

Los invito a aprender acerca de las enseñanzas del Salvador con respecto al trato entre las personas y a aplicarlas a episodios que podrían interpretarse como ofensivos.

“Oísteis que fue dicho: Amarás a tu prójimo y aborrecerás a tu enemigo.

“Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen;

“Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa tendréis? ¿No hacen también lo mismo los publicanos?

“Y si saludáis a vuestros hermanos solamente, ¿qué hacéis de más? ¿No hacen también así los gentiles?

“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mateo 5:43–44; 46–48).

No deja de ser interesante que a la admonición: “Sed, pues, vosotros perfectos…” preceda de inmediato el consejo sobre el modo en que debemos actuar ante los que nos hacen mal y nos ofenden. Evidentemente, los estrictos requisitos que llevan a la perfección de los santos comprenden asignaciones que nos ponen a prueba. Si alguna persona dice o hace algo que consideramos insultante, nuestra primera obligación es negarnos a sentirnos ofendidos y, en seguida, comunicarnos en privado, con sinceridad y directamente con esa persona. Ese modo de actuar invita a la inspiración del Espíritu Santo y permite que se aclaren los conceptos erróneos, y que al mismo tiempo, se comprendan las verdaderas intenciones.

Invitación Nº 2

Es probable que muchas de las personas y de las familias que tienen mayor necesidad de oír este mensaje referente al escoger no sentirse ofendidas no estén participando con nosotros en la conferencia de hoy. Me imagino que todos nosotros conocemos a miembros que se mantienen alejados de la Iglesia por motivo de que han escogido sentirse ofendidos y que serían bendecidos si volvieran.

Por favor, ¿seleccionarán a alguna persona a la que visitarán e invitarán a volver a adorar al Señor con nosotros? Quizá podrían llevarle una copia de este mensaje, o tal vez prefieran analizar los principios que hemos examinado hoy. Y, por favor, recuerden que todo esto debe expresarse con amor y con mansedumbre, y de ninguna manera con espíritu de superioridad moral ni de orgullo.

Al responder a esta invitación con fe en el Salvador, les testifico y les prometo que se abrirán puertas, será llena nuestra boca, el Espíritu Santo dará testimonio de la verdad eterna y el fuego del testimonio se reavivará.

Como Su siervo, hago eco de las palabras del Maestro, cuando Él declaró: “Estas cosas os he hablado, para que no tengáis tropiezo [ofensa]” (Juan 16:1). Doy testimonio de la realidad y de la divinidad del Salvador viviente y de Su poder para ayudarnos a evitar el sentirnos ofendidos y a superar las ofensas. En el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.