La fe, el servicio y la constancia
Al cultivar nuestra fe, al progresar por conducto del servicio, y al permanecer constantes y fieles, pase lo que pase, sentiremos el amor del Salvador.
Hace treinta y nueve años, dos misioneros del Señor llamaron a la puerta de la vivienda de mi familia en Glasgow, Escocia. Su inteligencia, humildad y fe nos conmovieron profundamente. Siempre que estaban en casa sentíamos amor y paz; era un sentimiento de absoluta bondad.
Su enseñanza era personal, sincera y nos resultaba familiar. Sencillamente sentimos que era verdad, y unas semanas más tarde fuimos bautizados y confirmados; los miembros y los líderes de nuestra nueva familia de la Iglesia nos acogieron de inmediato con amistad y amabilidad.
Así comenzó nuestro trayecto en el Evangelio, el cual ha enriquecido y bendecido cada aspecto de nuestra vida, dándonos un objetivo y una guía profundos, perdurables y de tranquilidad. Hoy compartiré tan sólo tres principios básicos del Evangelio que se aprenden a lo largo del camino, con la esperanza de que sean de ayuda para los nuevos miembros de la Iglesia.
El primero es el poder motivador y transformador de la fe en Jesucristo, que es como oxígeno espiritual. Cuando permitimos que la fe fluya libremente en nosotros, ésta despierta y aviva nuestros sentidos espirituales e infunde vida a nuestra alma.
A medida que la fe fluye, llegamos a estar sensiblemente en armonía con los susurros del Espíritu; nuestra mente se ilumina, nuestro pulso espiritual se acelera y nuestro corazón se enternece.
La fe alimenta la esperanza. Nuestra perspectiva cambia; nuestra visión se aclara; empezamos a buscar lo mejor, y no lo peor, en la vida y en los demás. Adquirimos un sentido más profundo del propósito y del significado de la vida; la desesperación da paso al regocijo.
Dicha fe es un don del cielo, pero puede buscarse y cultivarse. Como se indica en el diccionario bíblico en inglés, a menudo: “La fe se aviva al escuchar el testimonio de los que tienen fe”1. Después, la fe se nutre a medida que nos permitimos creer. Como todas las demás virtudes, la fe se fortalece cuando se ejerce, a medida que vivimos y actuamos como si nuestra fe ya fuera profunda. La fe es el resultado del deseo justo, de la creencia y de la obediencia.
Eso se manifiesta en el Libro de Mormón, en el ejemplo del padre del rey Lamoni, que oyó el testimonio de Aarón y estuvo dispuesto a creer y a actuar, lo cual lo condujo a decir en humilde oración: “Si hay un Dios, y si tú eres Dios, ¿te darías a conocer a mí?, y abandonaré todos mis pecados para conocerte”2.
Lo mismo puede ocurrirnos a nosotros si permitimos que el espíritu de testimonio nos conmueva, si creemos, si deseamos, si meditamos y si buscamos: si cultivamos nuestra fe.
Segundo, progresamos cuando servimos. El presidente George Albert Smith enseñó: “Lo que embellece nuestra vida no es lo que recibimos sino lo que damos”3.
El servicio desinteresado es un antídoto maravilloso para los males que brotan de la epidemia mundial de la satisfacción personal. Algunos se amargan o se inquietan cuando consideran que no se les presta suficiente atención, cuando podrían realzar su vida si sólo prestaran más atención a las necesidades de los demás.
La respuesta yace en ayudar a solucionar los problemas de los que nos rodean en vez de preocuparnos por los nuestros; en vivir para aligerar las cargas, aun cuando nosotros mismos nos sintamos abrumados; en poner el hombro a la lid en vez de quejarnos de que las oportunidades de la vida parecen esfumarse.
El ofrecer nuestra alma al servicio de los demás nos ayuda a superar las angustias, las preocupaciones y los desafíos. A medida que concentramos nuestras energías en aliviar las cargas de los demás, ocurre algo milagroso: nuestras propias cargas disminuyen, llegamos a ser más felices y nuestra vida adquiere mayor significado.
Tercero, el ser discípulos no nos garantiza que no tendremos tormentas en la vida. Aun al seguir adelante cuidadosa y fielmente por el sendero estrecho y angosto, nos encontramos con obstáculos y desafíos. Hay días, quizás incluso meses y años, en los que la vida simplemente es difícil. Experimentamos una considerable cuota de adversidad, de pena, de soledad, de dolor y de sufrimiento, y a veces parece que recibimos más de lo que nos correspondería.
¿Qué podemos hacer cuando nos golpea la adversidad? Sólo podemos hacer una cosa: permanecer firmes y perseverar hasta el fin; permanecer firmes, constantes y fieles. La verdadera tragedia de los torbellinos de la vida surge sólo cuando dejamos que éstos nos aparten de nuestro camino certero.
En esos momentos de crisis y de desafíos, algunos eligen abandonar la fe justo cuando más necesitan asirse de ella. Pasan por alto la oración en el momento preciso en que necesitan intensificarla. Echan a un lado despreocupadamente la virtud justo cuando deben valorarla. Abandonan a Dios por el temor, tan humano, pero erróneo, de que Él nos ha abandonado.
La verdad es que nuestra única seguridad, garantía y esperanza es asirnos constantemente a lo que es bueno. Cuando los vapores de tinieblas nos rodean, sólo estaremos perdidos si elegimos soltarnos de la barra de hierro, que es la palabra de Dios.
La parábola del Salvador sobre el hombre prudente que edificó su casa sobre la roca tiene poder precisamente porque ilustra que también el hombre prudente padeció desafíos en la vida. Descendió la lluvia, vinieron ríos y soplaron vientos; y aún así sobrevivió a todo eso porque había construido sobre cimientos firmes y, ante todo, permaneció allí cuando vino la tormenta.
En su descripción de un peregrino, o del progreso de un discípulo, John Bunyan escribió:
“Quien quiera ver valor importante,
déjenlo venir aquí, ¡adelante!
Aquí una persona será constante
no importa los desafíos que enfrente,
no hay nada que lo desaliente
en su intento de ser un buen caminante4”.
El apóstol Pablo exhortó a los colosenses: “…[permaneced] fundados y firmes en la fe, y sin moveros de la esperanza del evangelio que habéis oído…”5.
A la gente de Corinto le dio este poderoso testimonio:
“Estamos atribulados en todo, mas no angustiados; en apuros, mas no desesperados;
“perseguidos, mas no desamparados; derribados, pero no destruidos”6.
¿Qué hizo posible que mantuvieran esa perspectiva? Pablo dio la razón: “Porque Dios, que mandó que de las tinieblas resplandeciese la luz, es el que resplandeció en nuestros corazones, para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo”7.
Mi testimonio es que, al cultivar nuestra fe, al progresar por conducto del servicio, y al permanecer constantes y fieles, pase lo que pase, sentiremos el amor del Salvador. Nosotros mismos nos ponemos en la situación propicia para tener acceso a la amplitud y a la magnitud de las bendiciones de la Expiación; existe una transformación: pasamos de ser miembros a ser discípulos. Somos fortalecidos, purificados, renovados y sanados espiritual y emocionalmente.
De eso testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.