2000–2009
¡Oh, sed prudentes!
Octubre 2006


2:3

¡Oh, sed prudentes!

Ruego que nos centremos en las maneras sencillas de servir en el reino de Dios y nos esforcemos siempre por cambiar vidas, incluso la nuestra.

Hermanos y hermanas, al estudiar recientemente el Libro de Mormón, me llamó la atención una de las enseñanzas del profeta Jacob. Como recordarán, Jacob era uno de los dos hijos del padre Lehi nacidos en el desierto después de que la familia partiera de Jerusalén. Jacob fue testigo de milagros y presenció también la división de su familia causada por la desobediencia y la rebelión. Jacob conocía y amaba a Lamán y a Lemuel, así como conocía y amaba a Nefi, y la disensión entre éstos le afectaba de manera íntima y personal. En lo que a Jacob concernía, no era un asunto de ideología, filosofía o incluso de teología, sino que se trataba de la familia.

La tierna angustia del alma de Jacob es evidente ya que le preocupaba enormemente que su pueblo “[rechazara] las palabras de los profetas” en cuanto a Cristo y “[negara]… el poder de Dios y el don del Espíritu Santo… [e hiciera] irrisión del gran plan de redención” (Jacob 6:8).

Y entonces, justo antes de despedirse, pronuncia siete sencillas palabras que constituyen el texto básico de mi mensaje de esta mañana. La súplica de Jacob fue: “¡Oh, sed prudentes! ¿Qué más puedo decir?” (Jacob 6:12).

Ustedes que son padres y abuelos entienden cómo debió sentirse Jacob en aquel entonces. Él amaba a su pueblo porque, además, también era su familia. Les había enseñado tan claramente como había podido y con toda la energía de su alma. Les advirtió inequívocamente lo que podía suceder si elegían no “[entrar] por la puerta estrecha, y [continuar] en el camino que es angosto” (Jacob 6:11). No sabía qué más decir para advertir, instar, inspirar y motivar; así que, de manera sencilla y profunda, dijo: “¡Oh, sed prudentes! ¿Qué más puedo decir?”.

Me he reunido con miembros de la Iglesia en muchos países del mundo y me impresionan el ánimo y la energía de muchos de ellos. Se está llegando al corazón de la gente y su vida está siendo bendecida, y la obra avanza con dinamismo, algo por lo que me siento profundamente agradecido; sin embargo, veo que como miembros de la Iglesia debemos ser muy prudentes en todo lo que hagamos.

El Señor, en Su infinita sabiduría, ha ordenado que Su Iglesia funcione con un ministerio laico; eso significa que se nos ha mandado velar los unos por los otros y servirnos mutuamente. Debemos amarnos unos a otros como nos aman nuestro Padre Celestial y el Señor Jesucristo. Nuestros llamamientos y nuestras circunstancias varían de cuando en cuando, lo cual nos brinda oportunidades singulares y diversas de servir y progresar. La mayoría de los líderes y maestros de la Iglesia están anhelosamente consagrados en el cumplimiento de sus responsabilidades; algunos no con tanta eficacia como otros, es cierto, pero casi siempre hay un esfuerzo sincero por ofrecer un servicio significativo en el Evangelio.

En ocasiones, hay personas que concentran tanta energía al prestar servicio en la Iglesia que sus vidas se desequilibran y comienzan a creer que los programas que administran son más importantes que las personas a las que sirven. Complican su servicio con adornos y ornamentos innecesarios que ocupan demasiado tiempo, cuestan mucho dinero y absorben muchísima energía. Se niegan a delegar o a permitir que otras personas progresen en sus respectivas responsabilidades.

Como consecuencia de dedicar demasiado tiempo y energía a su servicio en la Iglesia, los lazos familiares eternos pueden deteriorarse y el rendimiento laboral se ve afectado. Eso no es bueno, ni desde el punto de vista espiritual ni de ninguna otra índole. Si bien puede haber ocasiones en las que los llamamientos de la Iglesia requieran mayor esfuerzo y una atención poco común, debemos esforzarnos por mantener el equilibrio de las cosas. Jamás debemos permitir que nuestro servicio sustituya la atención que precisan otras importantes prioridades de nuestra vida. Recuerden el consejo del rey Benjamín: “Y mirad que se hagan todas estas cosas con prudencia y orden; porque no se exige que un hombre corra más aprisa de lo que sus fuerzas le permiten” (Mosíah 4:27).

Permítanme sugerirles seis maneras de prestar servicio bien y con prudencia.

Primero: céntrense en las personas y en los principios, no en los programas. Una de las cosas más importantes que hacemos mediante el Evangelio de Jesucristo es edificar a las personas. El servir adecuadamente a los demás requiere esfuerzo para comprenderlos como personas: su personalidad, sus puntos fuertes, sus inquietudes, sus esperanzas y sus sueños, a fin de facilitarles la ayuda y el sostén adecuados. Si les soy sincero, es mucho más fácil administrar programas que entender y servir de verdad a la gente. El objeto principal de las reuniones de líderes de la Iglesia debe ser cómo ministrar a la gente. La información y la coordinación más rutinarias pueden ahora tramitarse a través de llamadas telefónicas, mensajes de correo electrónico o del correo postal para que las agendas de las reuniones de presidencia y de consejo se centren en las necesidades de las personas.

Nuestra meta debe ser siempre valernos de los programas de la Iglesia para edificar, alentar, ayudar, enseñar, amar y perfeccionar a la gente. “Recordad que el valor de las almas es grande a la vista de Dios” (D. y C. 18:10). Los programas son herramientas. Su administración y dotación de personal no debe tener prioridad sobre las necesidades de las personas a la que deben servir y bendecir.

Segundo: sean innovadores. Cuando trabajamos para magnificar nuestros llamamientos, debemos buscar la inspiración del Espíritu a fin de solucionar los problemas de la forma que será de más provecho para las personas a las que servimos. Contamos con manuales de instrucciones cuyas pautas se deben seguir; pero dentro de ese marco disponemos de importantes oportunidades para pensar, ser creativos y utilizar nuestros talentos personales. La instrucción de magnificar nuestros llamamientos no es un mandato de adornarlos y hacerlos complejos. Innovar no significa, necesariamente, expandir; muchas veces equivale a simplificar.

Dado que el principio eterno del albedrío nos otorga la libertad de elegir y pensar por nosotros mismos, de-bemos ser cada vez más diestros en la solución de problemas. Tal vez cometamos algún error, pero en tanto sigamos las pautas y los principios del Evangelio, aprenderemos de esos errores y tendremos mayor comprensión de las personas y seremos más eficaces al servirles.

Ser innovador también significa que no se nos tiene que decir todo lo que debemos hacer. El Señor dijo: “No conviene que yo mande en todas las cosas; porque el que es compelido en todo es un siervo perezoso y no sabio” (D. y C. 58:26). Hermanos y hermanas, confiamos en que hagan uso de la inspiración; confiamos en que lo hagan dentro del marco de las normas y los principios de la Iglesia. Confiamos en que sean prudentes al deliberar en consejo para contribuir a edificar la fe y el testimonio de las personas a las que sirven.

Tercero: dividan el trabajo y deleguen responsabilidades. Existe una diferencia entre el ser responsable de que se haga un trabajo y el hacerlo uno mismo; por ejemplo, han quedado atrás los días en que el presidente de un quórum de élderes sienta la necesidad de terminar de hacer él mismo las visitas de orientación familiar que los demás no hayan hecho. Eso se aplica igualmente a las presidentas de la Sociedad de Socorro en relación con las maestras visitantes. Eso no sólo es imprudente, sino que no es orientación familiar ni visitas de maestras visitantes. La orientación familiar no tiene que ver con cifras ni informes de visitas a los hogares; las visitas y las cifras no son más que unidades para medir. La orientación familiar tiene que ver con el amor por la gente, con dar servicio y cuidado a los hijos de nuestro Padre Celestial.

Es necesario dar asignaciones, delegar responsabilidades y permitir que los miembros cumplan con sus mayordomías de la mejor manera posible. Aconsejen, asesoren, persuadan, motiven, pero no realicen el trabajo por ellos. Permitan a los demás progresar y progresar, aunque ello signifique obtener resultados menos perfectos en los informes.

Cuarto: eliminen la culpa. Espero que no haga falta decir que la culpa no es una técnica de motivación apropiada para los líderes y maestros del Evangelio de Jesucristo. Siempre debemos motivar con amor y aprecio sinceros, en vez de crear sentimientos de culpa. Me gusta la expresión: “encuentra a alguien que esté haciendo algo bueno”.

Aun así, hay personas que tienen sentimientos de culpa debido a su servicio en la Iglesia; dichos sentimientos pueden surgir cuando nuestro tiempo y atención se debaten entre las exigencias y las prioridades. Como seres mortales, no nos es posible hacer todo a la vez; por tanto, debemos hacer todas las cosas “con prudencia y orden” (Mosíah 4:27). Con frecuencia, ello implicará desviar provisionalmente nuestra atención de una prioridad a favor de otra. A veces las exigencias familiares requerirán nuestra plena atención; otras veces las responsabilidades laborales serán lo primero, y habrá ocasiones en que así será con los llamamientos en la Iglesia. El buen equilibrio se logra al hacer las cosas en el momento propicio, sin demorar nuestra preparación ni aguardar al último minuto para cumplir con nuestras responsabilidades.

Además de eso, debemos recordar que Cristo vino para erradicar la culpa al perdonar a los que se arrepienten (véase Alma 24:10). Vino a traer paz al alma atribulada. “La paz os dejo”, dijo. “Mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da. No se turbe vuestro corazón, ni tenga miedo” (Juan 14:27). Mediante Su milagrosa expiación nos insta: “Llevad mi yugo sobre vosotros… y hallaréis descanso para vuestras almas” (Mateo 11:29).

Cuando el poder de la Expiación comienza a obrar en nuestra vida, logramos entender que el Salvador ya cargó con el peso de nuestra culpa. Oh, que seamos lo suficientemente sabios para entender, para arrepentirnos según sea necesario, y para despojarnos de nuestra culpa.

Quinto: con detenimiento debemos dividir nuestros recursos de tiempo, ingresos, energía e interés. Me gustaría compartir con ustedes un pequeño secreto. Algunos ya lo han descubierto; si no es así, es tiempo de que lo sepan. No importa cuáles sean las necesidades de su familia ni sus responsabilidades en la Iglesia, no existe tal cosa como “he terminado”. Siempre habrá más de lo que podamos hacer; siempre habrá otro asunto familiar que exija atención, otra lección que preparar, otra entrevista que realizar, otra reunión a la que asistir. Sólo tenemos que ser prudentes para proteger nuestra salud y seguir el consejo que el presidente Hinckley ha dado con frecuencia, de que nos limitemos a hacer las cosas lo mejor que podamos.

A mi entender, la clave reside en conocer y comprender nuestras propias capacidades y limitaciones, y entonces medir nuestro ritmo, distribuir el tiempo, la atención y los recursos con prudencia para ayudar a los demás, incluso a nuestra familia, en su búsqueda de la vida eterna.

Sexto: unas palabras a los líderes sobre el asignar responsabilidades a los miembros y en particular a los conversos recientes. El presidente Hinckley dijo que cada miembro nuevo de la Iglesia necesita una responsabilidad. Puede asignarse cualquier responsabilidad siempre que ésta no abrume a los nuevos miembros; antes bien, debe darles suficiente oportunidad de sentirse cómodos en la Iglesia al aprender su doctrina y trabajar junto con miembros que sean amigables. Eso debe anclarlos al Evangelio restaurado al hacer crecer su testimonio y brindarles un servicio significativo.

Hermanos y hermanas, ruego que nos centremos en las maneras sencillas de servir en el reino de Dios y nos esforcemos siempre por cambiar vidas, incluso la nuestra. Lo más importante en nuestras responsabilidades de la Iglesia no son las estadísticas que se informan ni las reuniones que se llevan a cabo, sino que la gente —a la que se ministra individualmente, como hizo el Salvador— haya sido edificada, haya recibido aliento y, al final, haya cambiado. Nuestra labor es ayudar a los demás a hallar la paz y el gozo que sólo el Evangelio puede darles. En seis palabras, Jesús resumió la forma en que podemos lograrlo, cuando dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15).

La actualidad se asemeja mucho a la época de Jacob. Mi consejo es como el de él: “que os arrepintáis y vengáis con íntegro propósito de corazón, y os alleguéis a Dios como él se allega a vosotros” (Jacob 6:5). Hermanos y hermanas, sean prudentes con sus familias, sean prudentes al cumplir con sus llamamientos en la Iglesia, sean prudentes con su tiempo y al equilibrar todas sus responsabilidades. ¡Oh sean prudentes, mis amados hermanos y hermanas! ¿Qué más puedo decir?

Humildemente ruego que Dios nos bendiga con sabiduría para amar a Su Hijo Jesucristo, y con prudencia, para ayudar a llevar a cabo Su obra. Testifico que Él vive, que ésta es Su Iglesia y que estamos en Su obra. Que la paz del Señor esté con nosotros, y que continuemos sabiamente con nuestras responsabilidades. En el nombre de Jesucristo. Amén.