2010–2019
Nosotros seguimos a Jesucristo
Abril 2010


16:7

Nosotros seguimos a Jesucristo

Nos regocijamos por todo lo que el Salvador ha hecho por nosotros. Él ha hecho posible que cada uno de nosotros obtenga la salvación y la exaltación.

Es una responsabilidad significativa hablar en domingo de Pascua a los Santos de los Últimos Días por el mundo, quienes aman a nuestro Señor y Salvador Jesucristo. Esta mañana celebramos Su victoria sobre la muerte. Atesoramos nuestro entendimiento del sacrificio expiatorio que el Salvador realizó voluntariamente a nuestro favor y sentimos un sincero agradecimiento por ello. Su aquiescencia a la voluntad de Su Padre logró la victoria divina sobre la muerte y es el acontecimiento más trascendente en la historia de la humanidad. Agradezco esta oportunidad de hablar acerca de seguir al Salvador.

Los dos últimos días del ministerio mortal del Salvador antes de Su crucifixión son profundamente importantes y, en cierta forma, más allá de toda comprensión. Mucho de lo que es esencial para nuestro destino eterno ocurrió el jueves y luego el viernes, día en que Cristo fue crucificado. La Última Cena, la cena de la Pascua, el “instituido memorial del rescate de Israel de la servidumbre” comenzó el jueves por la noche1. En la Última Cena se iniciaron ordenanzas y doctrinas de gran importancia. Mencionaré sólo tres: Primero, el Salvador instaura la ordenanza de la Santa Cena. Él tomó pan, lo partió, oró sobre él y lo repartió a Sus discípulos diciendo: “Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí”2. De esa manera instituyó la Santa Cena. Segundo, Su hincapié dominante fue en las doctrinas que enseñaban el amor como un principio preeminente. Él enseñó: “En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tenéis amor los unos por los otros”3. Tercero, mediante la intercesión o dirección de Cristo, “se les prometió a los apóstoles el Espíritu Santo” como otro Consolador4.

Subsecuentemente, el Salvador efectuó la Expiación. Tomó sobre sí la “carga de los pecados de todo el género humano” y “… los horrores que Satanás… pudo infligirle”5. En ese proceso, soportó los fraudulentos tribunales que se habían tramado y los terribles y trágicos eventos que condujeron a Su crucifixión. Esto finalmente culminó en la triunfante resurrección de Cristo el domingo de Pascua. Cristo cumplió Su misión sagrada como Salvador y Redentor. Nosotros resucitaremos de la muerte y nuestro espíritu se reunirá con nuestro cuerpo. En base a nuestra dignidad personal podremos, mediante Su gracia, tener la gloriosa oportunidad de entrar nuevamente en la presencia de Dios6.

El profeta José Smith, al hablar de estos acontecimientos de la Pascua, dijo: “Los principios fundamentales de nuestra religión son el testimonio de los apóstoles y de los profetas concernientes a Jesucristo: que murió, fue sepultado, se levantó al tercer día y ascendió a los cielos, y todas las otras cosas que pertenecen a nuestra religión son únicamente apéndices de eso”7.

Aun cuando nos regocijamos en el significado divino de Getsemaní y del Calvario, nuestro enfoque siempre ha sido en el Señor resucitado. Frederic Farrar, el teólogo y creyente inglés, testificó que la primera generación de creyentes de la Iglesia Cristiana primitiva celebraba al Salvador como “…el Resucitado, el Eterno, el Cristo glorificado”, y “lo contemplaron, no como si estuviera en la cruz, sino en un trono”8.

El presidente Gordon B. Hinckley enseñó que nuestro mensaje al mundo es que ¡Él vive! El símbolo de Cristo para los Santos de los Últimos Días se encontrará en la expresión significativa de nuestra fe y en la forma en que vivamos Su evangelio9.

Al meditar sobre lo que significa ser cristianos hoy en día, piensen qué requerirá de nosotros nuestro sendero como discípulos. Les sugiero que consideremos y emulemos, en forma apropiada, lo que hizo el Salvador en esos dos últimos días de su vida mortal.

Primero, consideren la instauración de la Santa Cena por el Salvador. El Salvador sabía lo que iba a sucederle. Su misión sagrada y expiatoria, que comenzó con la guerra en los cielos en la vida premortal, iba a desenvolverse esa noche y al día siguiente. Aún así, ante la inminencia de los tribunales de Sus adversarios, no existe ni la más leve evidencia de que Él estaba preparando una defensa contra las acusaciones falsas. En lugar de ello, el Salvador instauró la sagrada ordenanza de la Santa Cena entre Sus discípulos. Al contemplar esa solemne ocasión, mis sentimientos están profundamente conmovidos. La reunión sacramental es la reunión más sagrada y santa de todas las reuniones de la Iglesia. Después de Su resurrección, el Salvador instituyó la Santa Cena entre los nefitas10. Si vamos a ser Sus discípulos y miembros dedicados de Su Iglesia, debemos recordar y reverenciar la Santa Cena; ella permite que cada uno de nosotros exprese con un corazón quebrantado y un espíritu contrito nuestra disposición de seguir al Salvador, de arrepentirnos y llegar a ser santos mediante la expiación de Cristo11. La Santa Cena nos permite testificar a Dios que recordaremos a Su Hijo y guardaremos Sus mandamientos al renovar nuestro convenio bautismal12. Esto incrementa nuestro amor y aprecio tanto por el Padre como por el Hijo.

El Salvador también hizo hincapié en el amor y la unidad, y declaró que seríamos reconocidos como Sus discípulos si nos amamos unos a otros. Ante esa Expiación de consecuencias eternas que Él estaba por llevar a cabo, dicho mandamiento requiere nuestra obediencia. Manifestamos nuestro amor por Dios cuando guardamos Sus mandamientos y prestamos servicio a Sus hijos. No comprendemos plenamente la Expiación, pero podemos dedicar nuestra vida a tratar de ser más amorosos y bondadosos, sea cual sea la adversidad que afrontemos.

El mandato del Señor a Sus discípulos de amarse unos a otros, y el modo dramático y poderoso en que enseñó este principio en la Última Cena, es uno de los episodios más conmovedores y hermosos de los últimos días de Su vida mortal.

Él no estaba enseñando una clase sencilla de comportamiento ético. Éste era el Hijo de Dios suplicando a Sus apóstoles y a todos los discípulos que vendrían después de ellos, que recordaran y siguieran la más fundamental de Sus enseñanzas. La forma en que nos relacionamos con los demás y los tratamos es una medida de nuestra disposición de seguir a Jesucristo.

Al escuchar los mensajes de esta conferencia se conmoverán nuestros corazones y haremos resoluciones y compromisos de ser mejores. Pero el lunes por la mañana regresaremos al trabajo, a la escuela, al vecindario y a un mundo que, en muchos casos, está en confusión. Muchos en este mundo se sienten atemorizados y enojados unos con otros. Si bien comprendemos esos sentimientos, debemos ser corteses en nuestro modo de hablar y respetuosos al tratar con los demás; esto se aplica especialmente cuando no estamos de acuerdo. El Salvador nos enseñó que amáramos aun a nuestros enemigos13. La gran mayoría de nuestros miembros hace caso a este consejo; pero hay algunos que piensan que expresar su enojo personal o sus opiniones más recónditas es más importante que comportarse como vivió y enseñó Jesucristo. Invito a cada uno de nosotros, en forma personal, a reconocer que la forma en que discrepamos es una verdadera medida de quiénes somos y de si verdaderamente seguimos al Salvador. Es apropiado estar en desacuerdo, pero no es apropiado ser desagradable. La violencia y el vandalismo no son la respuesta a los desacuerdos. Si demostramos amor y respecto, incluso en circunstancias adversas, llegaremos a ser más como Cristo.

La promesa del Espíritu Santo que el Salvador hizo a los Doce es de importancia suprema para reconocer la función preeminente del Espíritu Santo, el tercer miembro de la Trinidad. El Espíritu Santo es un personaje de espíritu, el Consolador, que da testimonio del Padre y del Hijo, revela la verdad de todas las cosas y santifica a quienes se hayan arrepentido y bautizado. A Él se lo llama el Santo Espíritu de la Promesa y, como tal, confirma la aceptación de Dios de los hechos, ordenanzas y convenios justos de cada uno de nosotros14. Aquellos que son sellados por el Santo Espíritu de la Promesa reciben todo lo que el Padre tiene15.

Vivimos en un mundo ruidoso y contencioso donde es posible ver u oír información, música e incluso puras insensateces prácticamente a toda hora del día. Si queremos tener la inspiración del Espíritu Santo, debemos encontrar tiempo para aminorar la marcha, meditar, orar y vivir de modo que seamos dignos de recibir Sus susurros y actuar en base a ellos. Evitaremos cometer grandes errores si hacemos caso a Sus advertencias. Es nuestro privilegio como miembros el recibir luz y conocimiento de Él hasta el día perfecto16.

Las pruebas expiatorias que el Salvador afrontó en Getsemaní y en la cruz son un gran ejemplo para nosotros. Él afrontó aflicciones mentales, físicas y espirituales más allá de nuestra comprensión. En el Jardín, Él oró a Su Padre diciendo: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú”17. Como Sus discípulos, habrá tiempos en que seremos probados y perseguidos injustamente, se burlarán de nosotros inmerecidamente y afrontaremos tormentas temporales y espirituales de tal magnitud que parecerán imposibles de sobrellevar; experimentaremos amargas copas por las que oraremos para que pasen de nosotros. Nadie está exento de las tormentas de la vida.

Nos estamos preparando para la segunda venida del Salvador. Las Escrituras son claras con respecto a que nadie sabe cuándo ocurrirá eso; pero las Escrituras nos dicen que en los últimos días, entre las amargas copas que afrontaremos, habrá “…terremotos en diferentes lugares”18 y “…las olas del mar que se precipita[rán] allende sus límites”19.

Recientemente han ocurrido terremotos y maremotos devastadores en varios lugares, entre ellos en Chile, Haití y las islas del Pacífico. Hace unas semanas, el obispo presidente H. David Burton, el élder Tad R. Callister y yo nos reunimos con los santos que habían perdido a seres queridos como resultado del maremoto que asoló el lado este de Samoa el septiembre pasado. La capilla estaba llena y fue una emotiva reunión; nos fue posible asegurar a esos miembros selectos que, debido a la expiación de Jesucristo, ellos podrán reunirse nuevamente con los seres queridos que han perdido.

El presidente de estaca, Sonny Purcell, estaba conduciendo su automóvil cuando vio una enorme ola acercarse a lo lejos en el mar. Tocó el claxon o bocina, detuvo a los niños en la calle que se dirigían a la escuela y les advirtió que corrieran hacia terrenos más elevados y lugares seguros tan rápido como pudieran; los niños siguieron sus instrucciones. Manejó de manera desesperada, buscó a su hija de cuatro años, la puso en el auto y luego trató de llegar hasta su madre. Antes de alcanzar a su madre, la pared de agua levantó el auto y lo arrastró más de 90 metros, depositándolo sobre un árbol. Se apresuró a asegurar a su hija sobre el techo del auto y nadó para rescatar a su madre que se encontraba tomada de la rama de otro árbol cerca de su casa. Con gran esfuerzo nadó con ella hasta el automóvil, a un lugar seguro. Muchos no fueron tan afortunados. No tuvieron tiempo de llegar a terrenos más elevados, a un lugar seguro. Muchos perdieron la vida, en particular los jóvenes y ancianos.

Les dijimos a las familias samoanas que miembros de todo el mundo habían expresado amor y preocupación, y habían orado por ellos y contribuido a las ofrendas de ayuno y a la ayuda humanitaria, tanto para los miembros como para sus vecinos. Lo mismo ocurrió con los miembros y sus vecinos en Chile y en Haití. Hacemos eso porque seguimos a Jesucristo.

Al reunirnos con las familias en Samoa, el significado espiritual de subir a terrenos más elevados, de vivir una vida mejor y aferrarnos a las ordenanzas salvadoras fue sumamente claro. El ejemplo y la vida del Salvador nos enseñan a evitar espiritualmente los senderos bajos donde dominan las cosas de este mundo. Al estrechar la mano de los miembros después de nuestra reunión, una hermana me dijo que su familia no había ido al templo y habían perdido a una hija. Con lágrimas, me dijo que la meta de ellos ahora era prepararse para recibir las sagradas ordenanzas del templo, de modo que pudieran estar juntos eternamente.

Al meditar sobre lo que esa hermana dijo y en las condiciones actuales del mundo, he sentido la urgencia de aconsejar a cada uno de ustedes a que busquen los terrenos más elevados, el refugio y la protección eterna del templo.

El domingo de Pascua del 3 de abril de 1836, una semana después de la dedicación del Templo de Kirtland, los Doce oficiaron en el reparto de los emblemas de la Santa Cena del Señor a los miembros. Después de la reunión, seguido de una solemne y silenciosa oración, el Salvador apareció en majestuosidad al profeta José y a Oliver Cowdery y, por medio de Moisés, Elías y Elías el profeta, se inició la restauración de llaves adicionales del sacerdocio, entre ellas el sagrado poder de sellar que une a las familias por la eternidad20.

Hoy, en esta mañana de Pascua, nos regocijamos por todo lo que el Salvador ha hecho por nosotros. Él ha hecho posible que cada uno de nosotros obtenga la salvación y la exaltación; pero nosotros, como los niños samoanos, debemos correr lo más rápido posible al terreno elevado que Él nos ha proporcionado para nuestra seguridad y paz.

Una de las maneras de hacerlo es al adherirnos a las enseñanzas de nuestro profeta viviente, el presidente Thomas S. Monson. Él es un ejemplo excelente de alguien que sigue al Salvador.

En esta gloriosa mañana de Pascua, resuenan dentro de mí las atesoradas palabras escritas por Eliza R. Snow, una fiel servidora de la Restauración:

¡Oh cuán glorioso y cabal,

el plan de redención,

merced, justicia y amor

en celestial unión!21.

Doy mi testimonio apostólico de que Jesucristo vive y es el Salvador y Redentor del mundo. Él ha proporcionado la senda a la verdadera felicidad. De eso testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.

Notas

  1. James E. Talmage, Jesús el Cristo, 1982, pág. 625.

  2. Lucas 22:19.

  3. Véase Juan 13:34–35.

  4. James E. Talmage, Jesús el Cristo, pág. 634; véase también Juan 14:16–17.

  5. James E. Talmage, Jesús el Cristo, pág. 644.

  6. Véase 2 Nefi 9:6–24.

  7. Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: José Smith, 2007, págs. 51–52; véase también Doctrina y Convenios 20:22–25.

  8. Frederic W. Farrar, The Life of Lives—Further Studies in the Life of Christ, 1900, pág. 209.

  9. Gordon B. Hinckley, “Esta resplandeciente mañana de la Pascua de Resurrección”, Liahona, julio de 1996, pág. 70; “El símbolo de nuestra fe”, Liahona, abril de 2005, págs. 2–6.

  10. Véase 3 Nefi 18:1–11.

  11. Véase Mosíah 3:19.

  12. Véase Mosíah 18:8–10; Doctrina y Convenios 20:37, 77–79.

  13. Véase Mateo 5:44.

  14. Véase Doctrina y Convenios 132:7.

  15. Véase Romanos 8:16–17; Efesios 1:13–14; Doctrina y Convenios 76:51–60.

  16. Véase Doctrina y Convenios 50:24.

  17. Mateo 26:39.

  18. Mateo 24:7; José Smith—Mateo 1:29.

  19. Doctrina y Convenios 88:90.

  20. Véase Doctrina y Convenios 110.

  21. “Jesús, en la corte celestial”, Himnos, Nº 116.