Hermosas mañanas
No debemos temer al futuro, ni flaquear en nuestra esperanza y alegría, porque Dios está con nosotros.
El jueves por la noche en Jerusalén, Jesús se reunió con Sus discípulos en el cuarto superior para observar la Pascua. Los hombres que lo acompañaban no sabían que a esa comida algún día se le llamaría la Última Cena. De haber sabido eso y lo que significaba, habrían llorado.
El Maestro, sin embargo, entendió perfectamente que la terrible experiencia de Getsemaní y del Gólgota comenzaría en breve. Las horas más sombrías de la historia del mundo eran inminentes, sin embargo, Jesús les dijo: “En el mundo tendréis aflicción. Pero confiad; yo he vencido al mundo” (Juan 16:33).
Hoy vivimos en una era de turbulencia e incertidumbre, una época que el Señor profetizó a Enoc que estaría marcada por “días de iniquidad y venganza” (Moisés 7:60). Quizás tengamos tribulaciones y tiempos difíciles por delante, pero también tenemos motivos para alegrarnos y regocijarnos, porque vivimos en la última dispensación, cuando Dios ha restaurado Su Iglesia y reino sobre la tierra, en preparación para el regreso de Su Hijo.
En una ocasión, el presidente Boyd K. Packer habló de sus nietos y del mundo cada vez más conflictivo en el que viven. Él dijo: “Presenciarán muchos acontecimientos durante su vida, algunos de los cuales pondrán a prueba su valentía e incrementarán su fe. Pero si buscan ayuda y orientación en oración, se les dará poder para vencer lo adverso”.
Y luego agregó: “Los valores morales de los cuales debe depender la civilización van decayendo en espiral a un ritmo cada vez más rápido. No obstante, no temo al futuro” (véase “No temas”, Liahona, mayo de 2006, págs. 77, 78).
Hermanos y hermanas, no debemos temer al futuro, ni flaquear en nuestra esperanza y alegría, porque Dios está con nosotros. Entre las primeras palabras de consejo que Jesús dio a sus discípulos recién llamados en Galilea se encuentran estas dos palabras de admonición: “No temáis” (Lucas 5:10). Repitió ese consejo muchas veces durante Su ministerio. A Sus santos en nuestros días, el Salvador ha dicho: “Sed de buen ánimo, pues, y no temáis, porque yo, el Señor, estoy con vosotros, y os ampararé” (D. y C. 68:6).
El Señor sostendrá a Su Iglesia y a Su pueblo, y los mantendrá a salvo hasta Su venida. Habrá paz en Sión y en sus estacas, pues Él ha proclamado: “a fin de que el recogimiento en la tierra de Sión y sus estacas sea para defensa y para refugio contra la tempestad y contra la ira, cuando sea derramada sin mezcla sobre toda la tierra” (D. y C. 115:6).
La Iglesia se erige como baluarte para la seguridad de sus miembros. Aunque las condiciones en el mundo a veces puedan llegar a ser muy difíciles, los Santos de los Últimos Días que sean fieles encontrarán refugio en las estacas de Sión. El Señor ha decretado que la piedra cortada del monte, no con mano, ha de rodar hasta que llene toda la tierra (véase Daniel 2:31–45; D. y C. 65:2). Y ningún poder humano podrá detener su curso porque Dios es el autor de esta obra, y Jesucristo es la piedra angular.
El profeta Nefi vio en visión que en los últimos días el poder del Cordero de Dios descendería “sobre el pueblo del convenio del Señor” y que tendrían “por armas su rectitud y el poder de Dios en gran gloria” (1 Nefi 14:14).
Cada uno de nosotros, y nuestras familias, puede armarse con el poder de Dios como una defensa si simplemente permanecemos fieles a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y dejamos que el Espíritu sea nuestro guía. Las pruebas llegarán, y tal vez no entendamos todo lo que nos pasa a nosotros y a nuestro alrededor. Pero si confiamos en el Señor con humildad y con calma, Él nos dará la fortaleza y la guía en todos los desafíos que enfrentemos. Cuando nuestro único deseo es agradarlo, seremos bendecidos con una profunda paz interior.
En los primeros días de la Restauración, los miembros de la Iglesia se enfrentaron a duras pruebas. El presidente Brigham Young dijo sobre esa época: “Cuando me he visto rodeado por el populacho, amenazado por todos lados de muerte y destrucción, no creo sino en haberme sentido gozoso y con buen espíritu, como ahora me siento. Las perspectivas podrían haber sido inciertas y muy graves, pero con el Evangelio nunca he pasado momento alguno en el que no haya tenido la convicción de que el resultado sería provechoso para la causa de la verdad” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Brigham Young, 1995, pág. 373).
Paul, mi compañero de misión, era alguien que siempre irradiaba alegría. La esclerosis múltiple lo aquejó siendo un joven padre. Sin embargo, a pesar de la adversidad que siguió, él continuó sirviendo a los demás con alegría y buen humor. Una vez entró en mi oficina sentado en su primera silla de ruedas y declaró: “¡La vida comienza con una silla de ruedas motorizada!”. Siempre lo recordaré, unos años antes de su muerte, sosteniendo en alto la antorcha olímpica y yendo en su silla de ruedas mientras cientos lo vitoreaban. Al igual que esa llama siempre ardiente, la fe de Paul nunca se atenuó en la tormenta de la vida.
Cuando yo era estudiante de la Universidad Brigham Young, vivía en una casa con varios jóvenes. Mi compañero de cuarto, Bruce, tal vez sea la persona más optimista que he conocido. Ni una vez lo oímos decir nada negativo de ninguna persona ni de circunstancia alguna, y era imposible no sentirse animado en su presencia. Su buen ánimo provenía de una confianza continua en el Salvador y en Su evangelio.
En un frío día de invierno, otro amigo mío, Tom, estaba caminando por el campus de la universidad. Eran sólo las 7:00 de la mañana, y el área estaba desierta y obscura. Estaba cayendo mucha nieve, y soplaba un fuerte viento. “Qué mal tiempo”, pensó Tom; caminó un buen trecho, y en la oscuridad y en la nieve oyó a alguien cantar.
Efectivamente, en medio de la fuerte nevada, estaba el siempre optimista amigo, Bruce. Con los brazos extendidos hacia el cielo, estaba cantando un tema de Oklahoma la obra musical de Broadway: “¡Oh, qué hermosa mañana! ¡Oh, qué hermoso día! Tengo un sentimiento hermoso, todo está ocurriendo como lo deseo” (véase Richard Rodgers y Oscar Hammerstein II, “Oh, What a Beautiful Morning”, 1943).
En los años transcurridos desde entonces, esa voz llena de vida en medio de una oscura tormenta se ha convertido para mí en un símbolo de lo que significan la fe y la esperanza. Incluso en un mundo sombrío, nosotros, como Santos de los Últimos Días, podemos cantar con alegría, sabiendo que los poderes del cielo están con la Iglesia de Dios y Su pueblo. Podemos regocijarnos en el conocimiento de que una hermosa mañana nos espera —el amanecer del día del milenio, cuando el Hijo de Dios se levantará en el Este y reinará otra vez sobre la tierra.
Pienso además en otras dos bellas mañanas de la historia del mundo. En la primavera de 1820, en la mañana de un día hermoso y despejado en Palmyra, Nueva York, un joven llamado José Smith entró en una arboleda y se arrodilló en oración. La respuesta a esa oración, la aparición del Padre y del Hijo, marcó el comienzo de la dispensación del cumplimiento de los tiempos y la restauración de la Iglesia de Jesucristo sobre la tierra.
Sin embargo, otra hermosa mañana surgió hace casi 2.000 años en las afueras de la ciudad amurallada de Jerusalén. Sin duda el sol resplandecía con el brillo excepcional de la mañana de Pascua. Un pequeño grupo de mujeres había ido a visitar la tumba del jardín, esperando ungir el cuerpo de su Señor crucificado. Dos ángeles les salieron al encuentro y declararon: “¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí, sino que ha resucitado” (Lucas 24:5–6).
Doy testimonio del triunfo de Jesucristo sobre el pecado y la muerte. Testifico del plan misericordioso de nuestro Padre Eterno y de Su amor eterno. Al levantarnos cada mañana, que podamos mirar al cielo y decir con fe: “Oh, qué hermosa mañana”; lo ruego en el nombre de Jesucristo. Amén.