Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio
Ruego que cada uno de nosotros escudriñe las Escrituras con diligencia, planifique su vida con un propósito, enseñe la verdad con testimonio y sirva al Señor con amor.
Dos veces al año, este magnífico Centro de Conferencias parece decirnos, con voz persuasiva: “Venid, los que tenéis de Dios el sacerdocio”1. Hay un espíritu particular que invade la reunión general del sacerdocio de la Iglesia.
Esta noche hay muchos miles de los nuestros por todo el mundo que prestan servicio al Señor en calidad de Sus misioneros. Tal como mencioné en mi mensaje esta mañana, actualmente contamos con más de 65.000 misioneros en el campo y miles más que esperan entrar en el centro de capacitación misional o cuyas solicitudes se están procesando en este momento. Amamos y felicitamos a aquellos que están dispuestos a servir y ansiosos por hacerlo.
En las Santas Escrituras no hay declaración más importante, responsabilidad más vinculante ni instrucción más directa que el mandato que dio el Señor resucitado al aparecerse en Galilea a los once discípulos. Él dijo:
“Por tanto, id y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo;
“enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”2.
Este mandato divino, junto con su gloriosa promesa, es nuestra máxima hoy, tal como lo fue en el meridiano de los tiempos. La obra misional es una característica distintiva de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Siempre lo ha sido y siempre lo será. Como dijo el profeta José Smith: “Después de todo lo que se ha dicho, el mayor y más importante deber es predicar el Evangelio”3.
En dos cortos años, todos los misioneros de tiempo completo que actualmente sirven en este ejército real de Dios habrán terminado su labor y habrán regresado a su casa y seres queridos. Para esos élderes, su reemplazo se encuentra esta noche entre los poseedores del Sacerdocio Aarónico de la Iglesia. Jóvenes, ¿están listos para responder? ¿Están dispuestos a trabajar? ¿Están preparados para servir?
En el mejor de los casos, la obra misional requiere un ajuste drástico a nuestro estilo de vida. Exige largas horas y gran devoción, sacrificio desinteresado y oración ferviente. Como resultado, el servicio misional dedicado rinde beneficios de gozo eterno que se extienden a lo largo de la vida terrenal y aún en la eternidad.
El desafío es ser siervos más útiles en la viña del Señor. Eso se aplica a todos nosotros, sin importar la edad que tengamos, y no sólo a los que se estén preparando para servir como misioneros de tiempo completo, puesto que el mandato de compartir el evangelio de Cristo se dirige a cada uno de nosotros.
Quisiera sugerir una fórmula que nos asegurará el éxito: primero, escudriñen las Escrituras con diligencia; segundo, planifiquen su vida con un propósito (y, agregaría, planifiquen su vida sin importar la edad que tengan); tercero, enseñen la verdad con testimonio; y cuarto, sirvan al Señor con amor.
Consideremos cada una de las cuatro partes de la fórmula.
Primero: Escudriñen las Escrituras con diligencia.
Las Escrituras testifican de Dios y contienen las palabras de vida eterna; se convierten en el fundamento de nuestro mensaje.
Las Santas Escrituras son el énfasis de los cursos de estudio de la Iglesia, que se preparan y se coordinan mediante el esfuerzo de correlación. También se nos insta a estudiar las Escrituras todos los días, tanto personalmente como en familia.
Permítanme dar una sola referencia que tiene aplicación inmediata en nuestra vida. En el Libro de Mormón, en el capítulo 17 de Alma, leemos la historia del gozo que sintió Alma cuando vio nuevamente a los hijos de Mosíah y observó su firmeza en la causa de la verdad. El registro nos dice que “se habían fortalecido en el conocimiento de la verdad; porque eran hombres de sano entendimiento, y habían escudriñado diligentemente las Escrituras para conocer la palabra de Dios.
“Mas esto no es todo; se habían dedicado a mucha oración y ayuno; por tanto, tenían el espíritu de profecía y el espíritu de revelación, y cuando enseñaban, lo hacían con poder y autoridad de Dios”4.
Hermanos, escudriñen las Escrituras con diligencia.
Segundo en nuestra fórmula: Planifiquen su vida con un propósito.
Es probable que ninguna generación de jóvenes haya enfrentado decisiones de tan grande alcance como los jóvenes de hoy. Es necesario prepararse para los estudios, la misión y el matrimonio. Para algunos, también se incluirá el servicio militar.
La preparación para una misión comienza con anticipación. Además de la preparación espiritual, un padre sabio proporcionará los medios mediante los cuales un hijo joven pueda comenzar un fondo misional personal. Quizá también se le anime con el paso de los años a estudiar un idioma extranjero, para que, de ser necesario, se puedan utilizar sus habilidades con el idioma. Con el tiempo llega ese día glorioso cuando el obispo y el presidente de estaca invitan al joven a tener una entrevista. Se establece la dignidad y se completa la recomendación misional.
En ningún otro momento espera toda la familia con mayor ansiedad al cartero y la carta con el remitente de 47 East South Temple, Salt Lake City, Utah. La carta llega; el suspenso es irresistible; el llamamiento se lee. Con frecuencia el campo donde se le asigna a trabajar es lejos de casa. Sin embargo, independientemente del lugar, la respuesta del misionero preparado y obediente es la misma: “Serviré”.
Los preparativos para partir comienzan. Hombres jóvenes, espero que aprecien los sacrificios que sus padres hacen con tan buena disposición para que ustedes puedan prestar servicio. El trabajo que ellos harán los sostendrá, su fe los animará, sus oraciones los apoyarán. La misión es un asunto familiar. Aunque extensos continentes o el vasto océano los separe, sus corazones son uno.
Hermanos, al planificar su vida con un propósito, recuerden que sus oportunidades misionales no están limitadas al período de un llamamiento formal. Para ustedes que prestan servicio en las fuerzas armadas, ese tiempo puede y debe ser provechoso. Cada año nuestros jóvenes en uniforme traen muchas almas al reino de Dios al honrar su sacerdocio, vivir los mandamientos de Dios y enseñar a otras personas la palabra divina del Señor.
No dejen de tener en cuenta el privilegio de ser misioneros mientras estén estudiando una carrera profesional; su ejemplo como Santos de los Últimos Días se observará, juzgará y muchas veces se imitará.
Hermanos, independientemente de su edad y de sus circunstancias, les aconsejo que planifiquen su vida con un propósito.
Ahora el tercer punto de nuestra fórmula: Enseñen la verdad con testimonio.
Obedezcan el consejo del apóstol Pedro, que instó: “…estad siempre preparados para responder con mansedumbre y reverencia a cada uno que os demande razón de la esperanza que hay en vosotros”5. Eleven su voz y testifiquen sobre la verdadera naturaleza de la Trinidad. Declaren su testimonio en cuanto al Libro de Mormón. Expresen las gloriosas y hermosas verdades contenidas en el Plan de Salvación.
Cuando presté servicio como presidente de misión en Canadá hace más de 50 años, un joven misionero que provenía de una pequeña comunidad rural se maravillaba por el tamaño de la ciudad de Toronto. Era bajo de estatura, pero alto en testimonio. Al poco tiempo de su llegada, junto con su compañero, tocaron a la puerta de Elmer Pollard, en Oshawa, Ontario, Canadá. El Sr. Pollard sintió lástima por los jóvenes que, en una tormenta de nieve que dejaba muy poca visibilidad, iban de casa en casa, por lo que los invitó a pasar. Ellos le presentaron su mensaje, pero él no sintió el Espíritu. Con el tiempo les pidió que se fueran y que no volvieran. Las últimas palabras que dijo a los élderes cuando iban bajando del porche las pronunció con escarnio: “¡No pueden decirme que realmente creen que José Smith fue un profeta de Dios!”.
La puerta se cerró. Los misioneros caminaron por el sendero. El joven campesino le dijo a su compañero: “Élder, no le respondimos al Sr. Pollard. Él dijo que no creíamos que José Smith fuera un verdadero profeta. Regresemos y testifiquémosle”. Al principio el misionero con mayor experiencia vaciló, pero finalmente estuvo de acuerdo en ir con su compañero. Su corazón estaba lleno de temor cuando se acercaron a la puerta de la que se les acababa de echar. Tocaron, enfrentaron al Sr. Pollard, pasaron un momento angustioso y entonces, con poder nacido del Espíritu, el misionero con poca experiencia habló: “Sr. Pollard, usted dijo que nosotros no creíamos realmente que José Smith fue un profeta de Dios. Le testifico que José sí fue un profeta, que sí tradujo el Libro de Mormón, que vio a Dios el Padre y a Jesús, el Hijo. Lo sé”.
Tiempo después, el Sr. Pollard, que ahora es el hermano Pollard, se puso de pie en una reunión del sacerdocio y dijo: “Esa noche no pude dormir. En mis oídos resonaban las palabras: ‘José Smith sí fue un profeta de Dios. Lo sé. Lo sé. Lo sé’. Al día siguiente llamé a los misioneros por teléfono y les pedí que regresaran. Su mensaje, junto con su testimonio, cambió mi vida y la de mi familia”. Hermanos, enseñen la verdad con testimonio.
El último punto de nuestra fórmula es servir al Señor con amor. No hay sustituto para el amor. Los misioneros que tienen éxito aman a sus compañeros, a sus líderes misionales y a las valiosas personas a las que enseñan. En la sección cuatro de Doctrina y Convenios, el Señor estableció los requisitos para las labores del ministerio. Consideremos sólo unos cuantos versículos:
“…oh vosotros que os embarcáis en el servicio de Dios, mirad que le sirváis con todo vuestro corazón, alma, mente y fuerza, para que aparezcáis sin culpa ante Dios en el último día…
“y fe, esperanza, caridad y amor, con la mira puesta únicamente en la gloria de Dios, lo califican para la obra.
“Tened presente la fe, la virtud, el conocimiento, la templanza, la paciencia, la bondad fraternal, piedad, caridad, humildad, diligencia”6.
Cada uno de ustedes que escucha mi voz bien podría hacerse la pregunta: “¿He aumentado el día de hoy en fe, en virtud, en conocimiento, en piedad, en amor?”.
Por medio de su devoción dedicada ya sea en casa o en el extranjero, las almas a las que ayuden a salvar bien podrían ser las de aquellos a quienes más aman.
Hace muchos años unos amigos muy queridos, Craig Sudbury y su madre, Pearl, fueron a mi oficina antes de que Craig partiera a la Misión Australia Melbourne. Era notable la ausencia de Fred Sudbury, el padre de Craig. Veinticinco años antes, la madre de Craig se había casado con Fred, que no compartía el amor que ella tenía por la Iglesia y que, de hecho, no era miembro.
Craig me confió el profundo y perdurable amor que tenía por sus padres y la esperanza de que, de alguna manera, el Espíritu enterneciera el corazón de su padre y le abriera el corazón al evangelio de Jesucristo. Oré en busca de inspiración en cuanto a la forma en que se pudiera cumplir ese deseo. La inspiración llegó y le dije a Craig: “Sirve al Señor con todo tu corazón; sé obediente a tu sagrado llamamiento; escribe una carta a tus padres cada semana y, de vez en cuando, escríbele una carta personal a tu papá en la que le digas lo mucho que lo amas y la razón por la que estás agradecido de ser su hijo”. Me dio las gracias y, junto con su madre, salió de la oficina.
No volví a ver a la mamá de Craig por dieciocho meses, después de lo cual vino a mi oficina y en frases entrecortadas por las lágrimas, me dijo: “Ya han pasado casi dos años desde que Craig se fue a la misión. No ha fallado ni una sola vez en escribirnos una carta cada semana. Hace poco, mi esposo, Fred, se puso de pie por primera vez en una reunión de testimonios y me sorprendió a mí y dejó atónitos a todos los presentes cuando anunció que había tomado la decisión de convertirse en miembro de la Iglesia. Dijo que él y yo iríamos a Australia a reunirnos con Craig al final de su misión para que Fred pudiera ser el último bautismo de Craig como misionero de tiempo completo”.
Ningún otro misionero se ha sentido más orgulloso que Craig Sudbury cuando, en la lejana Australia, ayudó a su padre a bajar al agua que les llegaba a la cintura y, con la mano en forma de escuadra, repitió esas sagradas palabras: “Frederick Charles Sudbury, habiendo sido comisionado por Jesucristo, yo te bautizo en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”.
El amor había obtenido su victoria. Sirvan al Señor con amor.
Hermanos, ruego que cada uno de nosotros escudriñe las Escrituras con diligencia, planifique su vida con un propósito, enseñe la verdad con testimonio y sirva al Señor con amor.
El perfecto Pastor de almas, el misionero que redimió a la humanidad, nos dio Su garantía divina:
“Y si acontece que trabajáis todos vuestros días proclamando el arrepentimiento a este pueblo y me traéis aun cuando fuere una sola alma, ¡cuán grande será vuestro gozo con ella en el reino de mi Padre!
“Y ahora, si vuestro gozo será grande con un alma que me hayáis traído al reino de mi Padre, ¡cuán grande no será vuestro gozo si me trajereis muchas almas!”7.
De Él, quien pronunció estas palabras, declaro mi testimonio: Él es el Hijo de Dios, nuestro Redentor y nuestro Salvador.
Ruego que continuamente respondamos a Su amable invitación: “Sígueme tú”8. En Su santo nombre, el nombre mismo de Jesucristo el Señor. Amén.