2010–2019
Creemos en ser castos
Abril 2013


15:48

Creemos en ser castos

La obediencia a la ley de castidad aumentará nuestra felicidad en la vida terrenal y hará posible nuestro progreso en la eternidad.

Mi mensaje responde una pregunta fundamental de gran trascendencia espiritual: ¿Por qué la ley de castidad es tan importante? Ruego que el Espíritu Santo confirme la veracidad de los principios que resaltaré.

El plan de felicidad del Padre

La importancia eterna de la castidad sólo puede comprenderse en el contexto global del plan de felicidad de nuestro Padre Celestial para Sus hijos. “Todos los seres humanos, hombres y mujeres, son creados a la imagen de Dios. Cada uno es un amado hijo o hija procreado como espíritu por padres celestiales y… tiene… una naturaleza y un destino divinos” (“La Familia: Una Proclamación para el Mundo”, Liahona, noviembre de 2010, pág. 129). Todos los hombres vivían con Dios como Sus hijos procreados en espíritu antes de venir a la tierra en calidad de seres mortales. El plan del Padre permite que Sus hijos e hijas procreados en espíritu obtengan cuerpos físicos, adquieran experiencia terrenal y progresen hacia la exaltación.

La importancia del cuerpo físico

Nuestro cuerpo físico posibilita una amplitud de experiencias profundas e intensas que sencillamente no podríamos obtener en nuestra existencia premortal. De este modo, nuestra relación con otras personas, nuestra capacidad para reconocer la verdad y de actuar según ella, y nuestra habilidad de obedecer los principios y las ordenanzas del evangelio de Jesucristo aumentan por medio de nuestro cuerpo físico. En la escuela de la vida terrenal, experimentamos ternura, amor, bondad, felicidad, tristeza, desilusión, dolor e incluso los desafíos de las limitaciones físicas en modos que nos preparan para la eternidad. En pocas palabras, hay lecciones que debemos aprender y experiencias que debemos tener, como dicen las Escrituras, “según la carne” (1 Nefi 19:6; Alma 7:12–13).

El poder de la procreación

Después de que se creó la tierra, se puso a Adán en el Jardín de Edén. Sin embargo, es importante el hecho de que Dios dijo que “no era bueno que el hombre estuviese solo” (Moisés 3:18; véase también Génesis 2:18), y Eva se convirtió en la esposa y ayuda idónea de Adán. La combinación única de aptitudes espirituales, físicas, mentales y emocionales del hombre y la mujer era necesaria para llevar a cabo el plan de felicidad. “Pero en el Señor, ni el varón es sin la mujer, ni la mujer sin el varón” (1 Corintios 11:11). El propósito del hombre y la mujer es que aprendan a fortalecerse, bendecirse y completarse mutuamente.

El medio por el cual se crea la vida mortal ha sido divinamente establecido. “El primer mandamiento que Dios les dio a Adán y a Eva se relacionaba con el potencial que, como esposo y esposa, tenían de ser padres” (Liahona, noviembre de 2010, pág. 129). El mandamiento de multiplicarse y henchir la tierra sigue vigente hoy. Por tanto, el matrimonio entre un hombre y una mujer es el medio autorizado por el cual los espíritus premortales entran en la mortalidad. La abstinencia sexual absoluta antes del matrimonio y la total fidelidad dentro de él protegen la santidad de este medio sagrado.

El poder de la procreación es de importancia espiritual. El mal uso de ese poder degrada los propósitos del plan del Padre y de nuestra existencia mortal. Nuestro Padre Celestial y Su Hijo Amado son creadores y nos han confiado una porción de Su poder para crear. Las normas específicas respecto al uso correcto de la capacidad para crear vida son elementos cruciales en el plan del Padre. Lo que sentimos respecto a ese poder divino y cómo lo usamos determinarán en gran medida nuestra felicidad en la mortalidad y nuestro destino en la eternidad.

El élder Dallin H. Oaks explicó:

“El poder de crear vida es el poder más exaltado que Dios ha dado a Sus hijos. El modo de usarlo se ordenó en el primer mandamiento; pero hubo otro mandamiento importante que se dio para prohibir su mal uso. La importancia que damos a la ley de castidad se debe a la comprensión que tenemos del propósito de nuestro poder procreador para que se cumpla el plan de Dios…

“Fuera de los lazos del matrimonio, todas las formas de emplear el poder procreador son, en uno u otro grado, una degradación pecaminosa y una perversión del atributo más divino dado al hombre y a la mujer” (véase “El gran plan de salvación”, Liahona, enero de 1994, pág. 86).

La norma de la moralidad sexual

La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días tiene una única e inalterable norma de moralidad sexual: las relaciones íntimas son aceptables sólo entre un hombre y una mujer en la relación matrimonial prescrita en el plan de Dios. Esas relaciones no son una mera curiosidad para explorar, un apetito que satisfacer, ni un tipo de recreación o entretenimiento que debe procurarse egoístamente. No son una conquista que lograr ni simplemente un acto que realizar. Más bien, en la vida mortal son una de las máximas expresiones de nuestro potencial y naturaleza divinos, y un medio para fortalecer los lazos emocionales y espirituales entre esposo y esposa. Somos agentes bendecidos con el albedrío moral y lo que nos define es nuestra herencia divina como hijos de Dios y no las conductas sexuales, las actitudes contemporáneas ni las filosofías seculares.

El hombre natural

Hasta cierto punto, el hombre natural descrito por el rey Benjamín vive en cada uno de nosotros (véase Mosíah 3:19). El hombre o la mujer natural es impenitente, carnal y sensual (véase Mosíah 16:5; Alma 42:10; Moisés 5:13), es permisivo y dado a los excesos, es orgulloso y egoísta. Como enseñó el presidente Spencer W. Kimball: “El ‘hombre natural’ es el ‘hombre terrenal’ que ha permitido que las burdas pasiones animales sean más fuertes que sus inclinaciones espirituales” (véase “Corrientes oceánicas e influencias familiares”, Liahona, junio de 1984, pág. 5).

Por el contrario, el “hombre [o mujer] de Cristo” (Helamán 3:29) es espiritual y refrena todas las pasiones (véase Alma 38:12), es moderado y sobrio, es benevolente y abnegado. Los hombres y las mujeres de Cristo se aferran a la palabra de Dios, se niegan a sí mismos, toman Su cruz (véase Mateo 16:24; Marcos 8:34; Lucas 9:23; D. y C. 56:2) y avanzan por un camino estrecho y angosto de fidelidad, obediencia y devoción al Salvador y a Su evangelio.

Como hijos de Dios, heredamos aptitudes divinas de Él; pero, actualmente vivimos en un mundo caído. Los elementos con los que fue creado nuestro cuerpo son, por naturaleza, caídos y están siempre sujetos a la influencia del pecado, la corrupción y la muerte. Por esa razón, la caída de Adán y sus consecuencias espirituales y temporales nos afectan más directamente a través de nuestro cuerpo físico. Sin embargo, somos seres duales, ya que nuestro espíritu, nuestra parte eterna, se aloja en un cuerpo físico que está sujeto a la Caída. Como Jesús recalcó al apóstol Pedro: “El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil” (Mateo 26:41).

De modo que, la naturaleza precisa de la prueba de la vida terrenal puede resumirse con esta pregunta: ¿Responderé a las inclinaciones del hombre natural o me someteré al influjo del Santo Espíritu, me despojaré del hombre natural y me haré santo mediante la expiación de Cristo el Señor (véase Mosíah 3:19)? Ésa es la prueba. Todo apetito, deseo, tendencia e impulso del hombre natural puede vencerse por medio de la expiación de Jesucristo y a través de ella. Estamos aquí en la tierra para desarrollar cualidades divinas y para refrenar todas las pasiones de la carne.

El propósito del adversario

El plan del Padre ha sido diseñado para brindar guía a Sus hijos, ayudarlos a llegar a ser felices y a llevarlos de regreso a Él a salvo, con cuerpos resucitados y exaltados. El Padre Celestial desea que estemos unidos en la luz y llenos de esperanza. Por el contrario, Lucifer se esfuerza para confundir y hacer infelices a los hijos de Dios y para evitar su progreso eterno. El propósito principal del padre de las mentiras es que todos lleguemos a ser “miserables como él” (2 Nefi 2:27). En última instancia, Lucifer desea que estemos solos en la oscuridad y sin esperanza.

Satanás trabaja sin cesar a fin de tergiversar los aspectos más importantes del plan de Dios. Él no tiene un cuerpo y su progreso eterno se ha detenido. Así como el dique detiene el agua que fluye por el lecho de un río, de igual forma el progreso eterno del adversario se ha frustrado debido a que no posee un cuerpo físico. Por causa de su rebelión, Lucifer se ha privado de todas las bendiciones y experiencias mortales que son posibles mediante un cuerpo de carne y huesos. Él no puede aprender las lecciones que sólo un espíritu que tiene cuerpo puede aprender; él está resentido por la realidad de una resurrección literal y universal de toda la humanidad. Uno de los poderosos significados en las Escrituras del término condenado se ilustra en su incapacidad de continuar progresando y llegar a ser como nuestro Padre Celestial.

Dado que nuestro cuerpo físico es tan crucial en el plan de felicidad del Padre y en nuestro crecimiento espiritual, Lucifer busca frustrar nuestro progreso tentándonos a usar el cuerpo en forma indebida. Una de las ironías más grandes de la eternidad es que el adversario, que es miserable precisamente por no tener un cuerpo, nos tienta a compartir su miseria mediante el uso incorrecto de nuestro cuerpo. Justamente la herramienta con la que no cuenta es el objetivo principal de sus intentos para conducirnos a la destrucción espiritual.

La violación de la ley de castidad es un pecado grave y un abuso de nuestro tabernáculo físico. Para quienes conocen y entienden el Plan de Salvación, la profanación del cuerpo es un acto de rebelión (véanse Mosíah 2:36–37; D. y C. 64:34–35) y una negación de nuestra verdadera identidad como hijos e hijas de Dios. Al mirar más allá de la mortalidad y contemplar la eternidad, es fácil discernir que la falsa compañía que propone el adversario es temporal y vana.

Las bendiciones de ser castos

Alma le aconsejó a su hijo Shiblón que “[refrenara] todas [sus] pasiones para que [estuviera] lleno de amor” (Alma 38:12). De manera significativa, dominar al hombre natural en nosotros hace que tengamos un amor por Dios y Sus hijos más abundante, más profundo y más duradero. El amor aumenta mediante la justa represión y disminuye por la impulsiva gratificación.

El presidente Marion G. Romney declaró:

“No puedo imaginar bendiciones que se deseen más fervientemente que las prometidas a los puros y a los virtuosos. Jesús habló de recompensas específicas para las diferentes virtudes, pero reservó las mayores, según mi parecer, para los de corazón puro ‘porque’, dijo, ‘verán a Dios’ (Mateo 5:8). Y no sólo verán al Señor sino que se sentirán cómodos en Su presencia.

“Ésta es… la promesa del Salvador: ‘Deja que la virtud engalane tus pensamientos incesantemente; entonces tu confianza se fortalecerá en la presencia de Dios’ (D. y C. 121:45)” (véase “Confiad en el Señor”, Liahona, agosto de 1979, pág. 56).

Además se nos promete que, al seguir el camino de la virtud, “el Espíritu Santo será [nuestro] compañero constante” (D. y C. 121:46). Así, el vivir la ley de castidad da lugar a algunas de las bendiciones más grandes que los hombres puedan recibir en la vida terrenal: la confianza espiritual apropiada en la presencia de familiares, amigos, miembros de la Iglesia y, finalmente, del Salvador. Nuestro anhelo innato de pertenencia se satisface mediante la rectitud, al caminar en la luz con esperanza.

El principio del arrepentimiento

Algunos de los que reciban este mensaje necesitarán arrepentirse de pecados sexuales o de otro tipo. A menudo se habla del Salvador como el Gran Médico; ese título tiene importancia simbólica y literal. Todos hemos experimentado el dolor en relación a una lesión o herida física. Al sentir dolor, solemos buscar alivio y agradecemos los medicamentos y tratamientos que ayudan a calmar nuestro sufrimiento. Consideren el pecado como una herida espiritual que provoca culpa o, como lo describió Alma, un “remordimiento de conciencia” (Alma 42:18). La culpa es para nuestro espíritu lo que el dolor es para nuestro cuerpo: una advertencia de peligro y una protección contra daño adicional. De la expiación del Salvador proviene el reconfortante bálsamo que puede curar nuestras heridas espirituales y quitar la culpa. Sin embargo, ese bálsamo sólo puede aplicarse mediante los principios de la fe en el Señor Jesucristo, el arrepentimiento y la obediencia constante. Los resultados del arrepentimiento sincero son paz de conciencia, consuelo, y sanación y renovación espirituales.

Su obispo o presidente de rama es el médico espiritual autorizado para ayudarlos a arrepentirse y a sanar. Pero por favor recuerden que, el grado y la intensidad del arrepentimiento deben igualar la naturaleza y la gravedad de sus pecados, sobre todo para los Santos de los Últimos Días que están bajo convenio sagrado. Las heridas espirituales graves requieren tratamiento prolongado y tiempo para sanar completa y totalmente.

Una promesa y un testimonio

La doctrina que he descrito les parecerá arcaica y anticuada a muchas personas en un mundo que se burla cada vez más de la santidad de la procreación y minimiza el valor de la vida humana. Pero la verdad del Señor no cambia según las modas, la popularidad ni las encuestas de la opinión pública. Les prometo que la obediencia a la ley de castidad aumentará nuestra felicidad en la vida terrenal y hará posible nuestro progreso en la eternidad. La castidad y la virtud son, siempre han sido y siempre serán “más [caras] y [preciosas] que todas las cosas” (Moroni 9:9). De esto testifico; en el nombre del Señor Jesucristo. Amén.