Recordemos en quién hemos confiado
Nuestra esperanza de vivir de nuevo con el Padre depende de la expiación de Jesucristo.
Cuando tenía nueve años, mi abuela materna, de cabellos canos y apenas metro y medio de altura, vino a pasar unas semanas en nuestro hogar. Una tarde, mientras ella estaba con nosotros, mis dos hermanos mayores y yo decidimos cavar un hoyo en un campo que había frente a nuestra casa, cruzando la calle. No recuerdo por qué lo hicimos [pero] a veces los niños cavan hoyos. Nos ensuciamos un poco, pero no era nada que fuera a causarnos demasiados problemas. Otros niños del vecindario vieron lo emocionante que era cavar un hoyo y empezaron a ayudarnos, y todos nos ensuciamos un poco más. La tierra estaba dura, así que tomamos una manguera del jardín y echamos un poco de agua en el fondo del hoyo para ablandar la tierra. Nos manchamos de barro mientras cavamos, pero el hoyo se hizo más profundo.
Alguien del grupo decidió que debíamos convertir el hoyo en una piscina, así que la llenamos de agua. Como yo era el menor y deseaba sentirme integrado, me convencieron para que saltara y la probara. Ahora sí que estaba sucio. Al principio no había pensado en terminar todo cubierto de barro, pero así es como acabé.
Cuando empezó a hacer frío, crucé la calle con la intención de entrar en casa, pero mi abuela se puso frente a la puerta y me impidió pasar. Me dijo que si lo hacía, dejaría manchas de barro en la casa que ella acababa de limpiar. Así que hice lo que haría cualquier niño de nueve años bajo esas circunstancias y corrí hacia la puerta de atrás, pero ella fue más rápida de lo que yo pensaba. Me enojé, pataleé y exigí entrar en casa, pero la puerta permaneció cerrada.
Estaba mojado, lleno de barro, tenía frío y, en mi mente infantil, creía que iba a morir en mi propio patio. Finalmente, le pregunté a mi abuela qué tenía que hacer para entrar en casa y antes de que me diera cuenta, yo estaba en el patio del fondo mientras ella me lavaba con una manguera. Después de lo que me pareció una eternidad, mi abuela dijo que estaba limpio y me dejó pasar. En la casa hacía más calor y pude ponerme ropa seca y limpia.
Con esa especie de parábola de la vida real, examinen detenidamente las siguientes palabras de Jesucristo: “Y nada impuro puede entrar en su reino; por tanto, nada entra en su reposo, sino aquellos que han lavado sus vestidos en mi sangre, mediante su fe, y el arrepentimiento de todos sus pecados y su fidelidad hasta el fin”1.
Estar fuera de casa mientras mi abuela me lavaba con una manguera fue desagradable e incómodo. Que se nos niegue la oportunidad de regresar a nuestro Padre Celestial y de estar con Él porque elegimos permanecer en el hoyo de barro del pecado o ensuciarnos con ello, sería eternamente trágico. No debemos engañarnos a nosotros mismos en cuanto a lo que se requiere para regresar a nuestro Padre Celestial y permanecer en Su presencia. Tenemos que estar limpios.
Antes de venir a esta tierra participamos en un gran concilio2 como hijos e hijas de Dios en espíritu. Cada uno de nosotros prestó atención y ninguno se quedó dormido. En ese concilio nuestro Padre Celestial presentó un plan. Dado que el plan preservaba nuestro albedrío y requería que aprendiésemos de nuestra propia experiencia, y no solo de la Suya, Él sabía que íbamos a pecar. Además, sabía que el pecado nos haría impuros y nos impediría regresar a Su presencia, porque donde Él vive es mucho más limpio que la casa que limpió mi abuela.
Ya que nuestro Padre Celestial nos ama y Su propósito es “… llevar a cabo [nuestra] inmortalidad y… vida eterna”3, Su plan incluía el papel de un Salvador —alguien que pudiera ayudarnos a ser limpios sin importar cuánto nos hubiéramos ensuciado. Cuando nuestro Padre Celestial anunció la necesidad de un Salvador, creo que todos nos volvimos y miramos a Jesucristo, el Primogénito en el Espíritu, Aquel que había progresado al grado de llegar a ser como el Padre4. Creo que todos nosotros sabíamos que tenía que ser Él, que nadie más podría hacerlo, pero que Él sí podría, y lo haría.
En el Jardín de Getsemaní y en la cruz del Gólgota, Jesucristo sufrió tanto en cuerpo como en espíritu; tembló a causa del dolor; sangró por cada poro; le suplicó a Su Padre que pasara de Él la amarga copa5; y aun así, participó de ella6. ¿Por qué lo hizo? Él dijo que quería glorificar a Su Padre y acabar Sus “preparativos para con los hijos de los hombres”7. Quería guardar Su convenio y hacer posible que regresáramos a casa. ¿Qué nos pide que hagamos a cambio? Simplemente nos suplica que confesemos nuestros pecados y nos arrepintamos para que no tengamos que padecer como Él8. Nos invita a estar limpios para que no se nos deje fuera de la casa de nuestro Padre Celestial.
Si bien evitar el pecado es el modelo que se prefiere en esta vida, en lo que a la eficacia de la expiación de Jesucristo se refiere, no importa qué pecados hayamos cometido ni cuán profundo nos hayamos hundido en ese hoyo proverbial. No importa que nos sintamos avergonzados o apenados por pecados que, como dijo el profeta Nefi, “tan fácilmente [nos] asedian”9. Tampoco importa que en algún momento hayamos cambiado nuestra primogenitura por un guiso de lentejas10.
Lo que importa es que Jesucristo, el Hijo de Dios, sufrió “… dolores, aflicciones y tentaciones de todas clases… a fin de que según la carne sepa cómo socorrer a los de su pueblo”11. Lo que importa es que Él estuvo dispuesto a condescender12, a venir a esta tierra y descender “debajo de todo”13 y padecer “contradicciones más poderosas que cualquier hombre” jamás podría soportar14. Lo que importa es que Cristo está abogando nuestro caso ante el Padre, diciendo: “Padre, ve los padecimientos y la muerte de aquel que no pecó, en quien te complaciste… por tanto, Padre, perdona a estos mis hermanos que creen en mi nombre, para que vengan a mí y tengan vida eterna”15. Eso es lo que verdaderamente importa y lo que debe darnos a todos una esperanza y determinación renovadas para intentarlo una vez más, porque Él no nos ha olvidado16.
Testifico que el Salvador jamás se alejará de nosotros cuando lo buscamos con humildad para arrepentirnos; Él nunca nos considerará una causa perdida, ni nunca dirá: “Ay, no, ¡otra vez tú!”. Nunca nos rechazará porque no logramos entender cuán difícil es evitar el pecado. Él lo entiende todo perfectamente, incluso el sentimiento de pesar, de vergüenza y de frustración que es, inevitablemente, consecuencia del pecado.
El arrepentimiento es real y funciona. No es una experiencia ficticia ni el efecto de “… una mente desvariada”17. Tiene el poder de levantar cargas y reemplazarlas con esperanza. Puede conducir a un cambio poderoso en el corazón que ocasione que no tengamos “… más disposición a obrar mal, sino a hacer lo bueno continuamente”18. El arrepentimiento, por necesidad, no es fácil —las cosas de importancia eterna rara vez lo son—, pero el resultado merece la pena. Como testificó el presidente Boyd K. Packer en su último discurso a los Setentas de la Iglesia: “El pensamiento es el siguiente: la Expiación no deja huellas ni marcas. Lo que arregla, queda arreglado… La Expiación no deja huellas ni marcas. Solo sana; y lo que sana, permanece sanado”19.
De modo que, nuestra esperanza de vivir de nuevo con el Padre depende de la expiación de Jesucristo, de la disposición del único Ser sin pecado para tomar sobre Sí nuestros pecados, en claro contraste con las demandas de la justicia, el peso colectivo de las transgresiones de toda la humanidad, incluso los pecados que algunos hijos e hijas de Dios eligen, innecesariamente, padecer ellos mismos.
Como miembros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, atribuimos mayor poder a la expiación del Salvador que la mayoría de las personas, porque sabemos que si hacemos convenios, nos arrepentimos continuamente y perseveramos hasta el fin, Él nos hará coherederos con Él20 y, al igual que Él, recibiremos todo lo que el Padre tiene21. Esa es una doctrina transcendente y a la vez verdadera. La expiación de Jesucristo hace que la invitación del Salvador: “Sed, pues, vosotros perfectos, así como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto”22 sea perfectamente factible en vez de algo frustrante fuera de nuestro alcance.
En las Escrituras se enseña que cada persona debe “ser [juzgada] según el santo juicio de Dios”23. Ese día no habrá ocasión de ocultarse entre un grupo numeroso ni de señalar a otros como excusa por ser impuros. Afortunadamente, en las Escrituras también se enseña que Jesucristo, que padeció por nuestros pecados, que es nuestro Abogado ante el Padre, que nos llama amigos y nos ama hasta el fin será, en última instancia, nuestro juez. Una de las bendiciones de la expiación de Jesucristo que se suele pasar por alto es que “… el Padre… ha dado todo el juicio al Hijo”24.
Hermanos y hermanas, si se sienten desalentados o se preguntan si alguna vez podrán salir del hoyo espiritual que han cavado, recuerden quién se “[interpone] entre [nosotros] y la justicia”, quién está “lleno de compasión por los hijos de los hombres” y quién ha tomado sobre Sí nuestras iniquidades y transgresiones, y “satisfecho las exigencias de la justicia”25. En otras palabras, como hizo Nefi en un momento de duda personal, recuerden simplemente “en quién [han] confiado”26, a saber, Jesucristo; y entonces, arrepiéntanse y vuelvan a experimentar “un fulgor perfecto de esperanza”27. En el nombre de Jesucristo. Amén.