Tengan anhelo por Cristo
Tenemos anhelo por Cristo cuando servimos fielmente, aceptamos con humildad, perseveramos con valentía, oramos con fervor y participamos dignamente.
Mis amados hermanos y hermanas, hoy quiero hablarles a los jóvenes de la Iglesia, entre ellos nuestros maravillosos misioneros. Por supuesto, los hermanos y hermanas de corazón joven están cordialmente invitados a escuchar.
El pasado 21 de agosto, el presidente Russell M. Nelson dedicó el hermoso Templo de Sapporo, el tercer templo de Japón. El Templo de Sapporo se edificó al norte de Japón, en un lugar llamado Hokkaido. Al igual que Utah, Hokkaido fue establecida por pioneros industriosos y trabajadores.
En 1876, a un prominente educador llamado Dr. William Clark1 se le invitó ir a Hokkaido a enseñar. Aunque vivió en Japón solo ocho meses, su espíritu cristiano dejó una impresión perdurable en sus jóvenes estudiantes que no eran cristianos. Antes de irse, dio a sus alumnos un mensaje de despedida que ha quedado inmortalizado en esta estatua de bronce2. Dijo: “Muchachos, ¡tengan anhelo!”—“Tengan anhelo por Cristo”3. Su mandato de “tener anhelo por Cristo” puede ayudar a dirigir las decisiones cotidianas de los Santos de los Últimos Días de hoy.
¿Qué significa “tener anhelo por Cristo”? Tener anhelo por Cristo significa estar motivados, centrados y dedicados a Su obra; tener anhelo por Cristo rara vez significará que se nos selecciona para recibir honor público; tener anhelo por Cristo significa que servimos fiel y diligentemente en nuestros barrios y ramas, sin quejarnos y con corazones alegres.
Nuestros misioneros que prestan servicio en todo el mundo son bellos ejemplos de personas que en verdad tienen anhelo por Cristo. Hace unos años, la hermana Yamashita y yo prestamos servicio en la Misión Japón Nagoya. Nuestros misioneros tenían gran anhelo por Cristo; uno de ellos fue un joven llamado élder Cowan.
Al élder Cowan le faltaba la pierna derecha por un accidente de bicicleta que había tenido en su niñez. Pocas semanas después de que entró en la misión, recibí una llamada de su compañero; la prótesis de pierna del élder Cowan se había roto mientras iba en su bicicleta. Lo llevamos a un buen establecimiento de reparaciones y allí, en una habitación privada, le vi la pierna por primera vez y caí en la cuenta de cuánto dolor había estado padeciendo. Le repararon la prótesis y regresó a su área.
No obstante, con el paso de las semanas, la prótesis volvió a romperse una y otra vez. El asesor médico de Área recomendó que el élder Cowan regresara a casa para que quizá lo reasignaran a otra misión. Yo me opuse a esa recomendación, ya que el élder Cowan era un excelente misionero y tenía un profundo deseo de quedarse en Japón; pero poco a poco, el élder Cowan se fue acercando a su límite físico; a pesar de eso, no murmuró ni se quejó.
De nuevo se me aconsejó que al élder Cowan se le debería permitir servir en un lugar donde no tuviera que andar en bicicleta. Medité sobre la situación; pensé en el élder Cowan y su futuro, y oré al respecto. Sentí la impresión de que, sí, el élder Cowan debía regresar a casa y esperar que lo reasignaran. Lo llamé por teléfono, le expresé mi amor y preocupación, y le comuniqué mi decisión. No dijo nada, solo lo oía sollozar del otro lado del teléfono. Le dije: “Élder Cowan, no tiene que darme una respuesta ahora; lo llamaré mañana. Por favor, considere mi recomendación con ferviente oración”.
Cuando lo llamé a la mañana siguiente, con humildad dijo que seguiría mi consejo.
Durante la última entrevista que tuve con él, le pregunté: “Élder Cowan, en la solicitud misional, ¿pidió que lo enviaran a una misión en la que no tuviera que usar bicicleta?”.
“Sí, presidente, lo hice”, respondió.
“Élder Cowan”, dije, “se le llamó a la Misión Japón Nagoya, donde tendría que andar en bicicleta. ¿Se lo dijo a su presidente de estaca?”.
Su respuesta me sorprendió. Me dijo: “No, no lo hice. Tomé la decisión de que si allí era donde el Señor me llamó, iría al gimnasio y entrenaría mi cuerpo para poder montar en bicicleta”.
Al final de nuestra entrevista, con lágrimas en los ojos, me preguntó: “Presidente Yamashita, ¿por qué vine a Japón? ¿Por qué estoy aquí?”.
Sin vacilar, le respondí: “Élder Cowan, sé una de las razones por las que vino aquí: vino para beneficio mío. He llegado a comprender que he estado prestando servicio junto a un gran joven, y es una bendición conocerlo”.
Me alegra informarles que el élder Cowan regresó a su amado hogar y fue reasignado para servir en una misión donde podía usar un auto para movilizarse. Estoy orgulloso no solo del élder Cowan, sino de todos los misioneros del mundo que sirven voluntariamente sin murmurar ni quejarse. Gracias, élderes y hermanas, por su fe, su concentración y por tener un firme anhelo por Cristo.
El Libro de Mormón contiene muchos relatos de personas que tenían anhelo por Cristo. Alma, hijo, perseguía a la Iglesia y a sus miembros cuando era joven. Más tarde, experimentó un impresionante cambio de corazón y fue un potente misionero; buscó la guía del Señor y bendijo a sus compañeros al prestar servicio junto a ellos. El Señor lo fortaleció y él venció las pruebas a las que hizo frente.
Ese mismo Alma le dio el siguiente consejo a su hijo Helamán:
“… quienes pongan su confianza en Dios serán sostenidos en sus tribulaciones y sus dificultades y aflicciones…
“[Guarda] los mandamientos de Dios…
“Consulta al Señor en todos tus hechos, y él te dirigirá para bien”4.
Nuestro segundo hijo vivió gran parte de su juventud alejado de la Iglesia. Cuando cumplió veinte años, tuvo una experiencia que lo llevó a querer cambiar su vida. Con el amor, las oraciones y la ayuda de su familia y los miembros de la Iglesia, y sobre todo mediante la compasión y la gracia del Señor, regresó a la Iglesia.
Más tarde fue llamado a prestar servicio en la Misión Washington Seattle. Al principio padeció un gran desánimo; cada noche, durante los primeros tres meses, se iba al baño a llorar. Como el élder Cowan, procuraba entender “¿Por qué estoy aquí?”.
Tras servir durante un año, recibimos un correo electrónico que fue la respuesta a nuestras oraciones. Decía: “Ahora realmente siento el amor de Dios y de Jesús. Voy a esforzarme por llegar a ser como los profetas de la antigüedad. Aunque también estoy pasando muchas dificultades, soy verdaderamente feliz. Servir a Jesús sí que es lo mejor de lo mejor. No hay nada más maravilloso que esto. Soy tan feliz”.
Él sentía lo mismo que Alma: “Y, ¡oh qué gozo, y qué luz tan maravillosa fue la que vi! Sí, mi alma se llenó de un gozo tan profundo como lo había sido mi dolor”5.
En la vida pasamos por pruebas, pero, si tenemos anhelo por Cristo, podemos centrarnos en Él y sentir gozo incluso en medio de ellas. Nuestro Redentor es el ejemplo supremo; Él entendía Su misión sagrada y fue obediente a la voluntad de Dios el Padre. Qué bendición única es la de recordar Su maravilloso ejemplo cada semana al participar de la Santa Cena.
Mis queridos hermanos y hermanas, tenemos anhelo por Cristo cuando servimos fielmente, aceptamos con humildad, perseveramos con valentía, oramos con fervor y participamos dignamente.
Tengamos anhelo por Cristo al aceptar nuestras dificultades y pruebas con paciencia y con fe, y hallemos gozo en el sendero de nuestros convenios.
Testifico que el Señor los conoce; conoce sus luchas y preocupaciones; conoce sus deseos de servirlo con devoción y, sí, con anhelo. Que Él los guíe y los bendiga al hacerlo. En el nombre de Jesucristo. Amén.