Las bendiciones de la adoración
La adoración es esencial y central en nuestra vida espiritual; es algo que debemos anhelar, procurar y esforzarnos por sentir.
Su visita
Una de las experiencias más extraordinarias y tiernas registradas en las Santas Escrituras es el relato de la visita del Salvador al pueblo del continente americano después de Su muerte y resurrección. El pueblo había sufrido una destrucción tan grande que causó que “[quedara] desfigurada la superficie de toda la tierra”1. El registro de esos acontecimientos narra que tras la catástrofe hubo llantos continuamente entre todo el pueblo2, y que en medio de su profundo dolor, el pueblo tuvo hambre de sanación, paz y liberación.
Cuando el Salvador descendió del cielo, el pueblo cayó dos veces a Sus pies. La primera vez ocurrió después de que Él pronunció con autoridad divina:
“He aquí, yo soy Jesucristo, de quien los profetas testificaron que vendría al mundo.
“Y he aquí, soy la luz y la vida del mundo”3.
Luego invitó a los presentes y dijo: “Levantaos y venid a mí, para que metáis vuestras manos en mi costado, y para que también palpéis las marcas de los clavos en mis manos y en mis pies, a fin de que sepáis que soy el Dios de Israel, y el Dios de toda la tierra, y que he sido muerto por los pecados del mundo…
“Y cuando todos hubieron ido y comprobado por sí mismos, exclamaron a una voz, diciendo:
“¡Hosanna! ¡Bendito sea el nombre del Más Alto Dios!”4.
Después, por segunda vez, “cayeron a los pies de Jesús”; pero esta vez con un propósito, porque vemos que “lo adoraron”5.
La época actual
A principios de este año, se me asignó visitar una estaca en el oeste de los Estados Unidos. Era un domingo normal, una reunión normal con miembros normales de la Iglesia. Observé a las personas entrar en la capilla y acomodarse con reverencia en los asientos disponibles. Por todo el salón se oía el eco de apresuradas conversaciones en susurros. Madres y padres, a veces en vano, trataban de controlar a sus inquietos hijos. Lo normal.
Sin embargo, antes de iniciar la reunión, acudieron a mi mente palabras inspiradas por el Espíritu.
Esos miembros no habían ido solo a cumplir un deber o a escuchar a los discursantes.
Habían ido con un motivo más profundo y mucho más significativo.
Habían ido a adorar.
Conforme avanzó la reunión, observé a varios miembros de la congregación; tenían una expresión casi celestial, con una actitud de reverencia y paz; había algo en ellos que me conmovió el corazón. La experiencia que estaban teniendo ese domingo era sumamente extraordinaria.
Estaban adorando.
Estaban sintiendo el cielo.
Lo podía ver en su semblante.
Me regocijé y adoré con ellos, y al hacerlo, el Espíritu le habló a mi corazón. Ese día, aprendí algo de mí, de Dios y de la función que tiene la verdadera adoración en nuestra vida.
La adoración en nuestra vida cotidiana
Los miembros de la Iglesia son excepcionales cuando se trata de servir en llamamientos, pero a veces quizás lo hagamos de forma rutinaria, como si solo se tratara de un trabajo. Es posible que a veces, al asistir a las reuniones y al servir en el reino, nos haga falta el elemento divino de la adoración. Sin él, nos perdemos un incomparable encuentro espiritual con el infinito, al cual tenemos derecho por ser hijos de un Padre Celestial amoroso.
La adoración, lejos de ser un hecho accidental y feliz, es esencial y fundamental en nuestra vida espiritual; es algo que debemos anhelar, procurar y esforzarnos por sentir.
¿Qué es la adoración?
Cuando adoramos a Dios, nos acercamos a Él con amor, humildad y veneración reverentes; lo reconocemos y lo aceptamos como nuestro Rey soberano, el Creador del universo, nuestro amado e infinitamente amoroso Padre.
Lo respetamos y lo veneramos.
Nos sometemos a Él.
Elevamos el corazón en ferviente oración, atesoramos Su palabra, nos regocijamos en Su gracia y nos comprometemos a seguirlo con dedicada lealtad.
Adorar a Dios es un elemento tan esencial en la vida de un discípulo de Jesucristo que, si no lo recibimos a Él en el corazón, lo buscaremos en vano en nuestros consejos, edificios y templos.
Los verdaderos discípulos son inspirados a “[adorar] a aquel que ha hecho el cielo, la tierra, el mar y las fuentes de las aguas, invocando el nombre del Señor día y noche”6.
Podemos aprender mucho sobre la verdadera adoración al examinar cómo otras personas —que quizás no eran tan distintas a nosotros— se reunían, se comportaban y adoraban en presencia de lo divino.
Admiración, gratitud y esperanza
En la primera parte del siglo XIX, el mundo cristiano había casi abandonado la idea de que Dios aún hablaba al hombre; sin embargo, en la primavera de 1820, eso cambió para siempre cuando un humilde muchacho granjero fue a una arboleda y se arrodilló a orar. Desde ese día, un caudal de extraordinarias visiones, revelaciones y apariciones divinas han llenado la tierra e investido a sus habitantes con valioso conocimiento en cuanto a la naturaleza y el propósito de Dios, y Su relación con el hombre.
Oliver Cowdery describió esos días como “inolvidables… ¡Qué gozo! ¡Qué admiración! ¡Qué asombro!”7.
Las palabras de Oliver transmiten los primeros elementos que acompañan la verdadera adoración de lo divino: un sentido de majestuosa reverencia y de profunda acción de gracias.
Todos los días, en particular en el día de reposo, tenemos la extraordinaria oportunidad de sentir asombro y reverencia por el cielo, y de ofrecer alabanzas a Dios por Su bendita bondad e increíble misericordia.
Eso nos conduce a la esperanza. Esos son los primeros aspectos de la adoración.
Luz, conocimiento y fe
En el bendito día de Pentecostés, el Santo Espíritu entró en el corazón y la mente de los discípulos de Cristo, y los llenó de luz y conocimiento.
Hasta ese día, hubo ocasiones en que no sabían qué hacer. Jerusalén se había convertido en un lugar peligroso para los seguidores del Salvador y seguramente se preguntaban qué les iba a suceder.
Sin embargo, cuando el Santo Espíritu les llenó el corazón, la duda y la renuencia desaparecieron. Por medio de la sublime experiencia de la verdadera adoración, los santos de Dios recibieron luz celestial, conocimiento y un testimonio fortalecido, y eso condujo a la fe.
A partir de ese momento, los Apóstoles y los santos estaban resueltos a lograr su propósito; predicaron de Cristo Jesús con osadía a todo el mundo.
Cuando adoramos en espíritu, invitamos a la luz y la verdad a nuestra alma, lo cual fortalece nuestra fe. Esos también son elementos necesarios de la verdadera adoración.
Discipulado y caridad
En el Libro de Mormón aprendemos que desde el momento en que Alma, hijo, fue librado de sufrir las consecuencias de su propia rebeldía, nunca fue el mismo. Con intrepidez “[viajó] por toda la tierra… y entre todo el pueblo… esforzándose celosamente por reparar todos los daños que [había] causado a la iglesia”8.
Su constante adoración al Dios Todopoderoso tomó la forma de un activo discipulado.
La verdadera adoración nos transforma en discípulos sinceros y fervientes de nuestro amado Maestro y Salvador, Jesucristo. Cambiamos y llegamos a ser más como Él.
Nos volvemos más comprensivos y bondadosos; perdonamos más y somos más amorosos.
Comprendemos que es imposible decir que amamos a Dios y al mismo tiempo aborrecemos, desestimamos o despreciamos a los que nos rodean9.
La verdadera adoración conduce a una firme determinación de andar por el camino del discipulado, lo cual conduce inevitablemente a la caridad. Esos también son elementos necesarios de la adoración.
Entrar por Sus puertas con acción de gracias
Al reflexionar sobre lo que empezó como un domingo normal, en un centro de reuniones normal, en una estaca normal, incluso hoy me conmueve esa extraordinaria experiencia espiritual que bendecirá mi vida para siempre.
Aprendí que aun si somos administradores excepcionales del tiempo, de los llamamientos y de las asignaciones, incluso si cumplimos con todos los requisitos de nuestra lista como persona individual, como familia o como líder “perfecto”, si no adoramos a nuestro misericordioso Libertador, Rey Celestial y Dios glorioso, nos perdemos mucho del gozo y de la paz del Evangelio.
Al adorar a Dios, lo reconocemos y lo recibimos con la misma reverencia que lo hicieron aquellos antiguos habitantes del continente americano. Nos aproximamos a Él con sentimientos incomprensibles de admiración y veneración; nos maravillamos con gratitud de la bondad de Dios; y de esa manera, obtenemos esperanza.
Meditamos la palabra de Dios, y eso llena nuestra alma de luz y verdad; comprendemos panoramas espirituales que se pueden ver solo mediante la luz del Espíritu Santo10, y de esa manera adquirimos fe.
A medida que adoramos, nuestra alma se refina y nos comprometemos a seguir los pasos de nuestro amado Salvador, Jesucristo; y con esa resolución, adquirimos caridad.
Al adorar, nuestros corazones rebosan en alabanza a nuestro bendito Dios, mañana, tarde y noche.
Lo santificamos y lo honramos continuamente en nuestros centros de reuniones, hogares, templos y en todas nuestras labores.
Al adorar, abrimos nuestro corazón al poder sanador de la expiación de Jesucristo.
Nuestra vida se convierte en el símbolo y la expresión de nuestra adoración.
Mis hermanos y hermanas, las experiencias espirituales no tienen tanto que ver con lo que sucede a nuestro alrededor y tienen mucho que ver con lo que sucede en nuestro corazón. Testifico que la verdadera adoración transformará las reuniones habituales de la Iglesia en extraordinarios banquetes espirituales; enriquecerá nuestra vida, ampliará nuestro entendimiento y fortalecerá nuestro testimonio. Porque al inclinar nuestro corazón a Dios, como el salmista de antaño, “[entramos] por sus puertas con acción de gracias, por sus atrios con alabanza, [lo alabamos y bendecimos] su nombre.
“Porque Jehová es bueno; para siempre es su misericordia, y su fidelidad por todas las generaciones”11.
Mediante la adoración sincera y ferviente, florecemos y maduramos en esperanza, fe y caridad; y, mediante ese proceso, adquirimos luz celestial en nuestra alma que llena nuestra vida de sentido divino, paz perdurable y gozo eterno.
Esa es la bendición de la adoración en nuestra vida. De ello testifico humildemente en el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.