Para que no te olvides
Los animo a recordar, sobre todo en tiempos de crisis, cuando sintieron que el Espíritu y su testimonio eran fuertes; recuerden los cimientos espirituales que han edificado.
Buenas tardes, mis queridos hermanos y hermanas. Cuán bendecidos hemos sido durante esta conferencia. Mi primer año como miembro del Cuórum de los Doce Apóstoles me ha hecho sentir muy humilde. Ha sido un año de esfuerzos, crecimiento y súplicas constantes y fervientes a mi Padre Celestial. He sentido las oraciones de apoyo de mi familia, mis amigos y los miembros de la Iglesia en todo el mundo. Gracias por sus pensamientos y oraciones.
También he tenido el privilegio de reunirme con amigos preciados, algunos de años pasados y muchos que he conocido recientemente. Fue después de que me reuní con un querido amigo a quien he conocido y amado por muchos años, que sentí la impresión de preparar mis palabras de hoy.
Cuando nos reunimos, mi amigo me confió que había estado teniendo dificultades; sentía que estaba pasando por una “crisis de fe”, según sus palabras, y buscó mi consejo. Me sentí agradecido de que compartiera sus sentimientos y preocupaciones conmigo.
Expresó un gran anhelo por lo que una vez había sentido espiritualmente y lo que ahora pensaba que estaba perdiendo. Mientras hablaba, le escuché con atención y oré con fervor para saber lo que el Señor quería que le dijese.
Mi amigo, al igual que quizás algunos de ustedes, hizo la elocuente pregunta de la canción de la Primaria: “Padre Celestial, dime, ¿estás ahí?”1. Para los que tal vez se estén haciendo esa misma pregunta, me gustaría compartir con ustedes el consejo que le daría a mi amigo, con la esperanza de que se fortalezca la fe de cada uno y se renueve su determinación de ser un devoto discípulo de Jesucristo.
Para empezar, les recuerdo que son hijos o hijas de un Padre Celestial amoroso y que Su amor es constante. Sé que es difícil recordar esos sentimientos reconfortantes de amor cuando se está en medio de problemas o retos personales, decepciones o sueños rotos.
Jesucristo sabe lo que son las pruebas y tribulaciones intensas. Él dio Su vida por nosotros; Sus últimas horas fueron despiadadas, más allá de lo que incluso podamos comprender, pero Su sacrificio por cada uno de nosotros fue la expresión máxima de Su amor puro.
Ningún error, pecado o decisión cambiará el amor que Dios tiene por nosotros. Eso no significa que se consienta la conducta pecaminosa, ni se elimine nuestra obligación de arrepentirnos cuando pecamos. Pero, no olviden que el Padre Celestial los conoce y ama a cada uno de ustedes, y que Él siempre está dispuesto a ayudar.
Mientras meditaba en la situación de mi amigo, reflexioné en la gran sabiduría que se halla en el Libro de Mormón: “Y ahora bien, recordad, hijos míos, recordad que es sobre la roca de nuestro Redentor, el cual es Cristo, el Hijo de Dios, donde debéis establecer vuestro fundamento, para que cuando el diablo lance sus impetuosos vientos, sí, sus dardos en el torbellino, sí, cuando todo su granizo y furiosa tormenta os azoten, esto no tenga poder para arrastraros al abismo de miseria y angustia sin fin, a causa de la roca sobre la cual estáis edificados, que es un fundamento seguro, un fundamento sobre el cual, si los hombres edifican, no caerán”2.
Testifico que el “abismo de miseria y angustia sin fin” es un lugar en el que nadie desea estar; y mi amigo sentía que estaba al borde.
Cuando aconsejo a las personas como mi amigo, examino las decisiones que tomaron a lo largo de los años que los llevaron a olvidar experiencias sagradas, a debilitarse y a dudar. Los animo, como los animo a ustedes ahora, a recordar, sobre todo en tiempos de crisis, cuando sintieron que el Espíritu y su testimonio eran fuertes; recuerden los cimientos espirituales que han edificado. Les prometo que si lo hacen, evitando aquello que no edifica ni fortalece el testimonio o que ridiculiza sus creencias, ese tiempo preciado en que su testimonio prosperó volverá otra vez a su recuerdo mediante la humilde oración y el ayuno. Les aseguro que una vez más volverán a sentir la seguridad y el calor del evangelio de Jesucristo.
Cada uno de nosotros debe primero fortalecerse espiritualmente a sí mismo y después fortalecer a los que nos rodean. Mediten en las Escrituras con regularidad y recuerden los pensamientos y sentimientos que experimentan al leerlas. Busquen además otras fuentes de verdad, pero den oído a esta advertencia de las Escrituras: “Pero bueno es ser instruido, si hacen caso de los consejos de Dios”3. Asistan a las reuniones de la Iglesia, en especial a la reunión sacramental, y participen de la Santa Cena y renueven sus convenios, entre ellos la promesa de recordar siempre al Salvador para que siempre tengan Su Espíritu con ustedes.
No importa los errores que hayamos cometido ni cuán imperfectos pensemos que somos, siempre podemos bendecir y elevar a los demás. El tenderles una mano en servicio cristiano puede ayudarnos a sentir el amor de Dios en lo profundo de nuestro corazón.
Es importante que recordemos el potente consejo que se encuentra en Deuteronomio: “…guarda tu alma con diligencia, para que no te olvides de las cosas que tus ojos han visto, ni se aparten de tu corazón todos los días de tu vida; sino que las enseñarás a tus hijos y a los hijos de tus hijos”4.
Las decisiones que tomemos repercutirán en las generaciones venideras. Compartan su testimonio con su familia; anímenlos a recordar cómo se sintieron cuando reconocieron el Espíritu en su vida y a anotar esos sentimientos en diarios e historias personales para que, cuando ellos lo necesiten, sus propias palabras puedan recordarles lo bueno que el Señor ha sido con ellos.
Recordarán que Nefi y sus hermanos regresaron a Jerusalén para obtener las planchas de bronce que contenían la historia de su pueblo, en parte para que no olvidaran su pasado.
Además, en el Libro de Mormón, Helamán dio a sus hijos el nombre de sus “primeros padres” para que no olvidaran la bondad del Señor:
“He aquí, hijos míos, quiero que os acordéis de guardar los mandamientos de Dios… os he dado los nombres de nuestros primeros padres que salieron de la tierra de Jerusalén; y he hecho esto para que cuando recordéis vuestros nombres, los recordéis a ellos; y cuando os acordéis de ellos, recordéis sus obras; y cuando recordéis sus obras, sepáis por qué se dice y también se escribe, que eran buenos.
“Por lo tanto, hijos míos, quisiera que hicieseis lo que es bueno, a fin de que se diga, y también se escriba, de vosotros, así como se ha dicho y escrito de ellos”5.
Muchos hoy en día tienen la misma tradición de dar a sus hijos el nombre de héroes de las Escrituras o de antepasados fieles como una forma de alentarlos a no olvidar su legado.
Cuando nací, me dieron el nombre de Ronald A. Rasband; mi apellido rinde honor a la línea ancestral paterna. Se me dio la inicial A para recordarme el honrar a los antepasados daneses Anderson por parte de mi madre.
Mi tatarabuelo Jens Anderson era de Dinamarca, y en 1861, el Señor condujo a dos misioneros mormones al hogar de Jens y Ane Cathrine Anderson, donde dieron a conocer el Evangelio restaurado a ellos y a su hijo de 16 años, Andrew. Así comenzó un legado de fe del cual mi familia y yo somos los beneficiarios. Los Anderson leyeron el Libro de Mormón y se bautizaron poco después. Al año siguiente, la familia Anderson dio oído al llamado de un profeta de cruzar el Atlántico para unirse a los santos en América del Norte.
Lamentablemente, Jens murió durante la travesía, pero su esposa y su hijo continuaron hasta el valle del Lago Salado, adonde llegaron el 3 de septiembre de 1862. A pesar de sus dificultades y sus penurias, su fe nunca flaqueó, y tampoco lo hizo la fe de muchos de sus descendientes.
En mi oficina tengo una pintura6 que capta con mucha belleza un recuerdo simbólico del primer encuentro de mis antepasados y esos primeros misioneros tan dedicados. Estoy decidido a no olvidar mi legado, y debido a mi nombre, siempre recordaré su legado de fe y sacrificio.
Nunca olviden, cuestionen ni ignoren las experiencias espirituales personales y sagradas. El propósito del adversario es distraernos de los testimonios espirituales, mientras que el deseo del Señor es iluminarnos y que participemos en Su obra.
Permítanme compartir un ejemplo personal de esta verdad. Recuerdo claramente un momento en el que recibí una impresión como respuesta a una oración ferviente. La respuesta fue clara y potente; sin embargo, no actué de inmediato según la impresión, y después de un tiempo empecé a preguntarme si lo que había sentido había sido real. Quizás algunos de ustedes también hayan sido objeto de ese engaño del adversario.
Varios días después me desperté con estos poderosos versículos de las Escrituras en mi mente:
“De cierto, de cierto te digo: Si deseas más testimonio, piensa en la noche en que me imploraste en tu corazón…
“¿No hablé paz a tu mente en cuanto al asunto? ¿Qué mayor testimonio puedes tener que de Dios?”7.
Era como si el Señor estuviese diciendo: “Y bien, Ronald, ya te dije lo que tenías que hacer. ¡Ahora hazlo!”. ¡Cuán agradecido estoy por esa amorosa rectificación y dirección! De inmediato sentí el consuelo de aquella impresión y pude seguir adelante, ya que sabía en mi corazón que mi oración había sido contestada.
Comparto esa experiencia, queridos hermanos y hermanas, para demostrar la rapidez con que nuestra mente puede olvidar y cómo las experiencias espirituales nos sirven de guía. He aprendido a apreciar esos momentos, para evitar olvidarme.
A mi amigo, y a todos los que desean aumentar su fe, les hago esta promesa: a medida que vivan el evangelio de Jesucristo con fidelidad y observen sus enseñanzas, su testimonio será protegido y crecerá. Guarden los convenios que han hecho, independientemente de cómo actúen quienes los rodean. Sean padres, hermanos y hermanas, abuelos, tías, tíos y amigos diligentes que fortalecen a sus seres queridos con un testimonio personal y que comparten experiencias espirituales. Permanezcan fieles y firmes, aun cuando las tormentas de la duda lleguen a su vida a través de las acciones de los demás. Procuren aquello que los edifique y fortalezca espiritualmente. Eviten las falsas dádivas de las llamadas “verdades” que abundan por doquier, y acuérdense de registrar sus sentimientos de “amor, gozo, paz, longanimidad, benignidad, bondad, fe, mansedumbre [y] templanza”8.
En medio de las grandes tormentas de la vida, no se olviden de su herencia divina como hijo o hija de Dios, o de su destino eterno de volver un día a vivir con Él, lo cual superará cualquier cosa que el mundo tenga para darnos. Recuerden las tiernas y dulces palabras de Alma: “Y ahora os digo, hermanos míos, si habéis experimentado un cambio en el corazón, y si habéis sentido el deseo de cantar la canción del amor que redime, quisiera preguntaros: ¿Podéis sentir esto ahora?”9.
A todo el que sienta la necesidad de que su fe se fortalezca, le suplico: ¡no olviden! Por favor, no olviden.
Testifico que José Smith fue un profeta de Dios; sé que vio a Dios el Padre y a Su Hijo, Jesucristo, y que habló con ellos tal como lo registró en sus propias palabras. Estoy muy agradecido de que no se olvidara de escribir esa experiencia, para que todos conozcamos su testimonio.
Dejo mi solemne testimonio del Señor Jesucristo: Él vive; sé que Él vive y está a la cabeza de esta Iglesia. Sé estas cosas por mí mismo, independientemente de cualquier otra voz o testigo, y ruego que ustedes y yo nunca olvidemos las sagradas verdades eternas: que ante todo, somos hijos e hijas de Padres Celestiales vivientes y amorosos que solo desean nuestra felicidad eterna. Testifico de estas verdades en el nombre de Jesucristo, amén.