El arrepentimiento: Una gozosa elección
El arrepentimiento no solo es posible, sino que también es gozoso gracias a nuestro Salvador.
Mis queridos hermanos y hermanas, cuando yo tenía doce años, mi familia vivía en Gotemburgo, una ciudad costera en el sur de Suecia. Como referencia, es la ciudad natal de nuestro querido colega el élder Per G. Malm1, que falleció este verano. Lo extrañamos. Estamos agradecidos por su nobleza, su noble servicio y por el ejemplo de su adorable familia; sin duda oramos para que reciban las más ricas bendiciones de Dios.
Hace cincuenta años, asistíamos a la Iglesia en una casa grande remodelada. Un domingo, mi amigo Steffan2, el único otro diácono de la rama, me recibió con gran emoción al llegar a la Iglesia. Fuimos a la zona de ampliación adjunta a la capilla, y él sacó un gran petardo y unos fósforos [cerillos]. En un acto de bravuconearía juvenil, tomé el petardo y encendí la mecha gris. Intenté apagar la mecha antes de que explotara, pero cuando me quemé los dedos al intentarlo, se me cayó el petardo. Steffan y yo mirábamos con horror cómo seguía ardiendo la mecha.
El petardo explotó, y el humo con azufre llenó la zona de ampliación y la capilla. Nos apresuramos a juntar los restos del petardo y abrimos las ventanas para tratar de eliminar el olor, esperando ingenuamente que nadie lo notara. Afortunadamente, nadie resultó herido ni hubo daños.
Cuando los miembros llegaron a la reunión, sí notaron el intenso olor; era imposible no notarlo. El olor fue una distracción de la naturaleza sagrada de la reunión. Debido a que había tan pocos poseedores del Sacerdocio Aarónico, y en lo que solo podría describirse como un pensamiento disociado, repartí la Santa Cena, pero no me sentí digno de tomarla. Cuando se me ofreció la bandeja de la Santa Cena, no tomé el pan ni el agua. Me sentía horrible; estaba avergonzado, y sabía que lo que había hecho había ofendido a Dios.
Después de las reuniones, el presidente de la rama, Frank Lindberg, un distinguido hombre mayor de cabello gris, me pidió ir a su oficina. Me senté; él me miró con bondad y dijo que se dio cuenta de que no había tomado la Santa Cena. Me preguntó por qué. Sospeché que él lo sabía; estaba seguro de que todos sabían lo que había hecho. Después de decírselo, me preguntó cómo me sentía. Mientras lloraba, le dije con voz entrecortada que lo sentía y que sabía que había decepcionado a Dios.
El presidente Lindberg abrió un ejemplar desgastado de Doctrina y Convenios y me pidió que leyera algunos versículos subrayados. Leí los siguientes en voz alta:
“He aquí, quien se ha arrepentido de sus pecados es perdonado; y yo, el Señor, no los recuerdo más.
“Por esto podréis saber si un hombre se arrepiente de sus pecados: He aquí, los confesará y los abandonará”3.
Nunca olvidaré la sonrisa compasiva del presidente Lindberg cuando levanté la vista después de haber terminado de leer. Con algo de emoción, me dijo que sentía que estaba bien que yo volviera a tomar la Santa Cena. Cuando salí de su oficina, sentía un gozo indescriptible.
Tal gozo es uno de los resultados inherentes del arrepentimiento. La palabra arrepentirse conlleva “darse cuenta después” e implica “cambiar”4. En sueco, la palabra es omvänd, que simplemente significa: “dar vuelta”5. El escritor cristiano, C. S. Lewis, escribió sobre la necesidad de cambiar y el método para ello. Observó que el arrepentimiento consiste en “regresar al camino correcto. Una suma equivocada se puede corregir”, dijo él, “pero solo es posible hacerlo volviendo atrás hasta encontrar el error y calcular de nuevo a partir de ese punto; nunca se logra simplemente siguiendo adelante”6. Cambiar el comportamiento y regresar al “camino correcto” son parte del arrepentimiento, pero solo una parte. El verdadero arrepentimiento también incluye entregar nuestro corazón y voluntad a Dios y abandonar el pecado7. Como se explica en Ezequiel, arrepentirse es “… [volver del]… pecado… [hacer] lo que es justo y recto… [restituir] la prenda… y [caminar] en los estatutos de la vida, sin cometer injusticia”8.
Sin embargo, incluso esta es una descripción incompleta; no identifica adecuadamente el poder que hace posible el arrepentimiento, el sacrificio expiatorio de nuestro Salvador. El verdadero arrepentimiento debe implicar fe en el Señor Jesucristo, fe en que Él nos puede cambiar, fe en que puede perdonarnos y fe en que nos ayudará a evitar más errores. Este tipo de fe hace que Su expiación sea eficaz en nuestra vida. Cuando nos “damos cuenta después” y nos “damos vuelta” con la ayuda del Salvador, podemos sentir esperanza en Sus promesas y en el gozo del perdón. Sin el Redentor, la esperanza y el gozo inherentes se evaporan, y el arrepentimiento se convierte simplemente en una modificación de conducta lamentable, pero al ejercer fe en Él, nos convertimos en creyentes de Su capacidad y disposición de perdonar el pecado.
El presidente Boyd K. Packer reafirmó las esperanzadoras promesas del arrepentimiento en abril de 2015, en su última conferencia general. Describió el poder de la expiación del Salvador para sanar, en lo que considero la síntesis de la sabiduría adquirida en cincuenta años de servicio apostólico. El presidente Packer dijo: “La Expiación no deja huellas ni rastros. Lo que arregla está arreglado… sencillamente sana, y lo que sana permanece sanado”9.
Él continuó:
“La Expiación, que puede rescatar a cada uno de nosotros, no deja cicatrices. Eso significa que no importa lo que hayamos hecho, ni dónde hayamos estado ni cómo haya ocurrido, si verdaderamente nos arrepentimos, [el Salvador] prometió que lo expiaría; y al hacerlo, queda resuelto…
“… La Expiación… puede limpiar toda mancha, sin importar cuán difícil sea, ni cuánto haya durado ni cuántas veces se haya repetido”10.
El alcance de la expiación del Salvador es infinita en amplitud y profundidad, para ustedes y para mí; pero nunca se nos impondrá. Como explicó el profeta Lehi, después de que seamos “suficientemente instruidos” para “discernir el bien del mal”11, somos “libres para escoger la libertad y la vida eterna, por medio del gran Mediador de todos los hombres, o escoger la cautividad y la muerte”12. En otras palabras, el arrepentimiento es una elección.
Podemos tomar —y a veces tomamos— diferentes decisiones. Tales elecciones tal vez no parezcan intrínsecamente incorrectas, pero nos impiden llegar a arrepentirnos de verdad y detienen nuestra búsqueda del verdadero arrepentimiento. Por ejemplo, podemos elegir culpar a los demás. Cuando era un joven de doce años en Gotemburgo, podía haber culpado a Steffan. Al fin y al cabo, él fue quien trajo el gran petardo y los fósforos a la Iglesia,; pero culpar a los demás, aun cuando sea razonable, nos permite justificar nuestro comportamiento. Al hacerlo, traspasamos a los demás la responsabilidad de nuestras acciones. Cuando se traspasa la responsabilidad, minimizamos tanto la necesidad como la capacidad de actuar. Nos convertimos en las víctimas desafortunadas, en lugar de ser agentes capaces de actuar de forma independiente13.
Otra elección que impide el arrepentimiento es minimizar nuestros errores. En el incidente del petardo en Gotemburgo, nadie resultó herido, no ocurrió daño permanente y la reunión se llevó a cabo. Hubiera sido fácil decir que no existía razón para arrepentirse; pero, minimizar nuestros errores, incluso si no se advierten consecuencias inmediatas, elimina la motivación de cambiar. Esa manera de pensar impide que veamos que nuestros errores y pecados tienen consecuencias eternas.
Incluso otra manera es creer que nuestros pecados no importan porque Dios nos ama independientemente de lo que hagamos. Es tentador creer lo que el engañoso Nehor enseñó a la gente de Zarahemla: “… que todo el género humano se salvaría en el postrer día, y que no tenían por qué temer ni temblar… y al fin todos los hombres tendrían vida eterna”14. Pero esa idea seductora es falsa. Dios sí nos ama, sin embargo, a Él le importa lo que hagamos y a nosotros también. Nos ha dado directrices claras sobre cómo debemos comportarnos; los llamamos mandamientos. Su aprobación y nuestra vida eterna dependen de nuestro comportamiento, incluso nuestra disposición de buscar con humildad el arrepentimiento verdadero15.
Además, nos privamos del verdadero arrepentimiento cuando elegimos separar a Dios de Sus mandamientos. Después de todo, si la Santa Cena no fuese sagrada, no importaría que el olor de un petardo perjudicara esa reunión sacramental en Gotemburgo. Debemos tener cuidado de ignorar un comportamiento pecaminoso al desautorizar o desestimar la autoría de Dios sobre los mandamientos. El verdadero arrepentimiento requiere que se reconozca la divinidad del Salvador y la veracidad de Su obra de los últimos días.
En vez de poner excusas, elijamos el arrepentimiento. Mediante el arrepentimiento, uno puede “volver en sí”, como el hijo pródigo de la parábola16, y reflexionar en la importancia eterna de nuestras acciones. Cuando comprendemos cómo nuestros pecados pueden afectar nuestra felicidad eterna, no solo nos arrepentimos de verdad, sino que también nos esforzamos por ser mejores. Cuando afrontamos tentaciones, es más probable que nos preguntemos, según las palabras de William Shakespeare:
¿Mas qué gano si obtengo aquello que deseo?
Soñar, un soplo, espuma de un mal furtivo gozo.
¿Por gozar un minuto, llorar una semana?
¿Vender la eternidad por lograr un juguete?17.
Si hemos perdido de vista la eternidad por un juguete, podemos elegir arrepentirnos. Gracias a la expiación de Jesucristo, tenemos otra oportunidad. Metafóricamente, podemos cambiar el juguete que en primera instancia imprudentemente compramos y recibir de nuevo la esperanza de la eternidad. Como el Salvador explicó: “… porque he aquí, el Señor vuestro Redentor padeció la muerte en la carne; por tanto, sufrió el dolor de todos los hombres, a fin de que todo hombre pudiese arrepentirse y venir a él”18.
Jesucristo puede perdonar porque Él pagó el precio por nuestros pecados19.
Nuestro Redentor elige perdonar debido a Su compasión, misericordia y amor incomparables.
Nuestro Salvador desea perdonar porque ese es uno de Sus atributos divinos.
Además, como el Buen Pastor que Él es, está gozoso cuando elegimos arrepentirnos20.
Aun al sentir la tristeza que es según Dios por nuestras acciones21, cuando elegimos arrepentirnos, de inmediato invitamos al Salvador a nuestra vida. Como enseñó Amulek: “Sí, quisiera que vinieseis y no endurecieseis más vuestros corazones; porque he aquí, hoy es el tiempo y el día de vuestra salvación; y por tanto, si os arrepentís y no endurecéis vuestros corazones, inmediatamente obrará para vosotros el gran plan de redención”22. Podemos sentir la tristeza que es según Dios por nuestras acciones y, al mismo tiempo, experimentar el gozo de tener la ayuda del Salvador.
El hecho de que podamos arrepentirnos ¡son las buenas nuevas del Evangelio!23. La culpa se puede “expurgar”24. Podemos ser llenos de gozo, recibir la remisión de nuestros pecados y tener “paz de conciencia”25. Podemos ser liberados de los sentimientos de desesperación y de la esclavitud del pecado. Podemos estar llenos de la maravillosa luz de Dios y “no [sentir] más dolor”26. El arrepentimiento no solo es posible, sino que también es gozoso, gracias a nuestro Salvador. Todavía recuerdo los sentimientos que experimenté en la oficina del presidente de rama, después del episodio del petardo. Sabía que había sido perdonado; mis sentimientos de culpa desaparecieron, mi ánimo sombrío se borró y mi corazón sintió la luz.
Hermanos y hermanas, al concluir esta conferencia, los invito a sentir más gozo en su vida: gozo en el conocimiento de que la expiación de Jesucristo es verdadera; gozo en la capacidad, disposición y deseo de perdonar del Salvador; y gozo al elegir arrepentirse. Sigamos la instrucción del Salvador de “… [sacar] aguas con gozo de las fuentes de la salvación”27. Es mi ruego que elijamos arrepentirnos, abandonar nuestros pecados, cambiar completamente el corazón y la voluntad para seguir a nuestro Salvador. Testifico de Su realidad viviente; Soy testigo y receptor reiterado de Su compasión, misericordia y amor incomparables. Ruego que reciban las bendiciones redentoras de Su expiación ahora —y otra vez, otra vez y otra vez a lo largo de su vida28—, como me ha sucedido a mí. En el nombre de Jesucristo. Amén.