De todo corazón
Si deseamos que el Salvador nos eleve hacia el cielo, entonces nuestro compromiso con Él y Su evangelio no puede ser casual ni ocasional.
Una ofrenda para Él
Unos días antes de dar Su vida por nosotros, Jesucristo estaba en el templo de Jerusalén observando a las personas hacer donaciones al arca del templo; “muchos ricos echaban mucho”, pero entonces “vino una viuda pobre y echó dos blancas”. Era una cantidad tan pequeña que apenas valdría la pena registrarla.
Sin embargo, ese donativo, en apariencia intrascendente, captó la atención del Salvador. De hecho, le impresionó tanto que, “llamando a sus discípulos, les dijo: De cierto os digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado al arca,
“porque todos han echado de lo que les sobra; pero esta, de su pobreza echó todo lo que tenía, todo su sustento”1.
Con esta sencilla observación, el Salvador nos enseñó de qué forma se miden en Su reino las ofrendas, la cual es muy diferente de la manera en que por lo general se miden las cosas. Para el Señor, el valor del donativo no se midió por el efecto que tuvo en el arca, sino por el efecto que tuvo en el corazón de la donante.
Al elogiar a esta viuda fiel, el Salvador nos dio una norma para medir nuestro discipulado en todas sus muchas expresiones. Jesús enseñó que nuestra ofrenda puede ser grande o pequeña, pero, de cualquier manera, debe ser de todo corazón.
Este principio se repite en la súplica del profeta Amalekí del Libro de Mormón: “quisiera que vinieseis a Cristo, el cual es el Santo de Israel, y participaseis de su salvación y del poder de su redención. Sí, venid a él y ofrecedle vuestras almas enteras como ofrenda”2.
Pero ¿cómo es posible esto? Para muchos de nosotros, tal norma de compromiso de ofrecer el alma entera parece estar fuera de nuestro alcance, porque de por sí sentimos que no damos abasto. ¿Cómo podemos equilibrar las muchas exigencias de la vida con nuestros deseos de ofrecer el alma entera al Señor?
Tal vez nuestro desafío sea que pensemos que el equilibrio significa dividir nuestro tiempo de forma equitativa entre intereses contrapuestos. Visto de esa manera, nuestro compromiso con Jesucristo sería una de las muchas cosas que debemos colocar en nuestras ocupadas agendas; pero quizás se pueda considerar desde otro punto de vista.
Equilibrio: Igual que andar en bicicleta
A mi esposa Harriet y a mí nos encanta pasear juntos en bicicleta. Es una manera maravillosa de hacer algo de ejercicio y también de pasar tiempo juntos. Mientras andamos en bicicleta y, si a mí no me falta el aire, disfrutamos del hermoso mundo que nos rodea e incluso entablamos una conversación agradable. Rara vez tenemos que prestar mucha atención a mantener el equilibrio sobre la bicicleta. Hemos andado tanto tiempo en ella que es algo en lo que ni siquiera pensamos; se ha convertido en algo normal y natural para nosotros.
Sin embargo, cada vez que veo a alguien aprender a andar en bicicleta por primera vez, me hace recordar que no es fácil mantener el equilibrio sobre esas dos ruedas angostas. Se requiere tiempo, práctica, paciencia e incluso caerse una o dos veces.
Sobre todo, aquellos que logran mantener el equilibrio en la bicicleta aprenden estos importantes consejos:
No miren a los pies.
Miren hacia adelante.
Mantengan la vista en el camino que está frente a ustedes, céntrense en su destino y sigan pedaleando. Para mantener el equilibrio, lo importante es moverse hacia adelante.
Varios principios similares se aplican cuando se trata de encontrar el equilibrio en nuestra vida como discípulos de Jesucristo. La forma de distribuir el tiempo y la energía entre muchas tareas importantes variará de una persona a otra y de una etapa de la vida a otra, pero nuestro objetivo común y general es seguir el camino de nuestro Maestro, Jesucristo, y regresar a la presencia de nuestro amado Padre Celestial. Este objetivo debe seguir siendo constante y regular, seamos quien seamos y pase lo que pase en nuestra vida3.
Elevarse: Igual que hacer volar un avión
Ahora bien, para aquellos que son ávidos ciclistas, comparar el discipulado con andar en bicicleta puede ser una analogía útil; pero para los que no lo son, no se preocupen, tengo otra analogía con la que estoy seguro de que todo hombre, mujer y niño podrá identificarse.
El discipulado, como la mayoría de las cosas en la vida, se puede comparar también con hacer volar un avión.
¿Se han detenido alguna vez a pensar cuán asombroso es que un enorme avión de pasajeros pueda realmente despegar del suelo y volar? ¿Qué es lo que hace que estas máquinas voladoras se eleven elegantemente por el cielo y crucen océanos y continentes?
En pocas palabras, un avión solo vuela cuando el aire se mueve por encima de sus alas. Ese movimiento crea diferencias en la presión del aire, lo cual eleva el avión. ¿Y cómo se logra que suficiente aire se mueva sobre las alas para hacer que se eleve? La respuesta es el empuje hacia delante.
El aeroplano no gana altura si está parado en la pista. Incluso en un día ventoso, no se genera la elevación suficiente a menos que el avión avance, con suficiente fuerza para contrarrestar las fuerzas que lo retienen.
Así como el impulso hacia adelante mantiene una bicicleta equilibrada y recta, avanzar hacia adelante ayuda a que un avión supere la fuerza de gravedad y la resistencia aerodinámica.
¿Qué significa esto para nosotros como discípulos de Jesucristo? Quiere decir que si deseamos hallar equilibrio en la vida y si deseamos que el Salvador nos eleve hacia el cielo, entonces nuestro compromiso con Él y Su evangelio no puede ser casual ni ocasional. Al igual que la viuda de Jerusalén, debemos ofrecerle nuestra alma entera. Nuestra ofrenda puede ser pequeña, pero debe provenir de nuestro corazón y alma.
Ser discípulos de Jesucristo no es solo una de las muchas cosas que hacemos. El Salvador es el poder motivador detrás de todo lo que hacemos. Él no es una parada para descansar en nuestro viaje. No es una carretera panorámica, ni siquiera un punto de referencia importante en el camino. Él es “el camino, y la verdad y la vida; nadie viene al Padre sino por [Jesucristo]”4. Ese es el Camino y nuestro destino final.
El equilibrio y la elevación se producen si “segui[mos] adelante con firmeza en Cristo, teniendo un fulgor perfecto de esperanza y amor por Dios y por todos los hombres”5.
El sacrificio y la consagración
¿Y qué sucede con las muchas tareas y responsabilidades que hacen que nuestra vida esté tan ocupada? Pasar tiempo con los seres queridos, ir a la escuela o prepararse para un empleo, ganarse la vida, cuidar de la familia y servir en la comunidad, ¿dónde encaja todo? El Salvador nos tranquiliza de este modo:
“[V]uestro Padre Celestial sabe que tenéis necesidad de todas estas cosas.
“Mas buscad primeramente el reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas os serán añadidas”6.
Sin embargo, eso no quiere decir que sea fácil7; requiere tanto sacrificio como consagración.
Requiere dejar que algunas cosas desaparezcan y dejar que otras crezcan.
El sacrificio y la consagración son dos leyes celestiales que hacemos convenio de obedecer en el santo templo. Estas dos leyes son similares, pero no idénticas. Sacrificar quiere decir renunciar a algo a favor de algo más valioso. En la antigüedad, el pueblo de Dios sacrificaba los primogénitos de sus rebaños en honor al Mesías que vendría. A lo largo de la historia, los santos fieles han sacrificado deseos personales, comodidades e incluso su vida por el Salvador.
Todos tenemos cosas, grandes y pequeñas, que debemos sacrificar a fin de seguir a Jesucristo más plenamente8. Nuestros sacrificios demuestran lo que valoramos realmente. Los sacrificios son sagrados y el Señor los honra9.
La consagración es diferente del sacrificio al menos de una manera importante. Cuando consagramos algo, no dejamos que se consuma sobre el altar. Más bien, le damos uso en el servicio del Señor; lo dedicamos a Él y a Sus santos propósitos10. Recibimos los talentos que el Señor nos ha dado y nos esforzamos por aumentarlos, en gran medida, para llegar así a ser aún más útiles en la edificación del Reino del Señor11.
A muy pocos de nosotros se nos pedirá alguna vez que sacrifiquemos nuestra vida por el Salvador, pero a todos se nos invita a consagrarle nuestra vida.
Una obra, un gozo, un propósito
A medida que procuramos purificar nuestra vida y miramos hacia Cristo en todo pensamiento12, todo lo demás comienza a alinearse, y la vida ya no parece ser una lista larga de esfuerzos aislados que se mantienen en un equilibrio tenue.
Con el tiempo, todo se convierte en una sola obra.
Un gozo.
Un santo propósito.
Es la obra de amar y servir a Dios. Es amar y servir a los hijos de Dios13.
Cuando contemplamos nuestra vida y vemos cien cosas para hacer, nos sentimos abrumados. Cuando vemos una sola cosa —amar y servir a Dios y a Sus hijos, de cien maneras diferentes—, entonces podemos trabajar en esas cosas con gozo.
Así es como ofrecemos nuestra alma entera, al sacrificar todo lo que nos impida progresar y al consagrar el resto al Señor y a Sus propósitos.
Una palabra de aliento y testimonio
Mis queridos hermanos y hermanas y mis queridos amigos, habrá momentos en que deseen poder hacer más. Su amoroso Padre Celestial conoce su corazón. Él sabe que no pueden hacer todo lo que su corazón desea hacer, pero ustedes pueden amar y servir a Dios. Pueden esforzarse al máximo por guardar Sus mandamientos; pueden amar y servir a Sus hijos. Sus esfuerzos purifican su corazón y los preparan para un futuro glorioso.
Esto es lo que la viuda del arca del templo parecía entender. Seguramente sabía que su ofrenda no cambiaría la fortuna de Israel, pero sí podía cambiarla y bendecirla a ella porque, aunque la ofrenda era pequeña, era todo lo que tenía.
Por ello, mis queridos amigos y amados condiscípulos de Jesucristo, no nos “cans[emos] de hacer lo bueno, porque est[amos] poniendo los cimientos de una gran obra” y de las cosas pequeñas proceden las grandes”14.
Testifico que esto es verdad y además testifico que Jesucristo es nuestro Maestro, nuestro Redentor y nuestro único Camino de regreso a nuestro amado Padre Celestial. En el sagrado nombre de Jesucristo. Amén.