En Lo Profundo de las Montañas
Mi madre creyó que la visita de dos misioneros a nuestro remoto pueblo de Guatemala era una respuesta a sus
Mi familia pertenece a una tribu maya: los Cakchiquel. La vida no es fácil en lo profundo de las montañas, cerca de San Juan Comalapa, en el sur de Guatemala. Los hombres van al campo y trabajan todo el día en sus plantaciones cultivando maíz y frijoles (habichuelas, porotos). Las mujeres preparan la comida y la cena; entonces llevan los alimentos a sus esposos en el campo. Después de un día de trabajo duro y una larga caminata para volver a casa, la mayoría de los hombres y algunas de las mujeres beben alcohol y pronto se quedan dormidos. Al día siguiente, la rutina se vuelve a repetir.
En mi tribu, la expectativa de vida de un hombre es de 48 años. El trabajo arduo cotidiano, combinado con la malnutrición y el alcoholismo, acaba con sus energías físicas. Las mujeres dan a luz muchos hijos, pero más de la mitad de esos niños mueren en la infancia. La maternidad, el trabajo duro, la malnutrición y, algunas veces, el consumo de alcohol disminuyen la expectativa de vida de las mujeres de mi tribu.
Debido a las dificultades a las que hacíamos frente, mi madre deseaba una vida mejor para sus hijos y a menudo oraba pidiendo ayuda.
Los misioneros y las tortillas
Nuestras circunstancias no cambiaron sino hasta que ocurrió un milagro en nuestras vidas. Yo era tan sólo un niño cuando los misioneros fueron a nuestra aldea, pero lo recuerdo todo. Mi madre, mi padre, mi hermano y yo estábamos almorzando en el campo. Todavía recuerdo el olor de las tortillas que estaban sobre el fuego, cuando dos hombres blancos de pelo claro atravesaron el campo. Me quedé totalmente sorprendido y me aferré a mi madre, dispuesto a patear a aquellos hombres si había que defendernos. Sin embargo, cuando los hombres preguntaron: “¿Les importaría si calentáramos nuestras tortillas en su fogata?”, sentí paz. Me embargó la curiosidad. ¿Por qué tenían un acento tan gracioso? ¿Por qué llevaban camisas blancas y corbatas? ¿Por qué eran tan altos?
“Claro que pueden calentar sus tortillas en nuestra fogata”, les dijo mi padre. No sé cómo ocurrió, pero lo que recuerdo es que después los misioneros estaban enseñándonos ilustraciones del profeta José Smith en la Arboleda Sagrada. ¡Mi madre se quedó muy impresionada! Siempre había creído que nuestro Padre Celestial y Jesucristo eran seres con los que podíamos hablar y a los que se podía hacer preguntas, pero nunca había escuchado a nadie enseñar eso. Mientras escuchábamos la historia de la Primera Visión, mi madre recibió la confirmación del Espíritu Santo de que era cierto. La visita de esos dos misioneros era la respuesta a sus oraciones. Mi madre los invitó a pasar por la casa cuando quisieran.
Más tarde, cuando los misioneros nos visitaron y nos enseñaron sobre la Palabra de Sabiduría, mi madre estaba radiante de felicidad. Con mi padre fue algo diferente. Recuerdo que intentaba sonreír, pero sus ojos estaban húmedos, tenía la frente blanca y el resto de la cara roja.
En nuestra tribu se mantienen las tradiciones, pase lo que pase. El cambiar de religión se considera como un acto de deserción. Los amigos te abandonan y tus parientes te desprecian, especialmente si eres el primero en cambiar.
Mi madre estaba sorprendida de que los misioneros tardaran tanto en preguntar: “¿Se bautizará en la Iglesia?”. Estaba preparada. Mi padre sentía en su corazón que el mensaje que nos traían los misioneros era cierto, pero le preocupaban las consecuencias que tendría para la familia el ir en contra de las tradiciones de nuestra tribu. Necesitaba más tiempo para decidirse.
Al final, mi padre fue en contra de todo lo que conocía y escogió el Evangelio. Sus amigos lo abandonaron; nuestros parientes le dijeron que estaba loco y le preguntaron cuánto dinero le habían pagado los misioneros para bautizarse. Nadie nos invitó a las fiestas nunca más. La vida social de mi familia desapareció durante un tiempo. Esos cambios fueron algunos de los más difíciles que mi familia tuvo que hacer.
La vida como Santos de los Últimos Días
El Evangelio de Jesucristo efectuó un potente cambio en mi familia, por lo cual estoy agradecido. Mi padre nos dedicaba más tiempo. Mi madre preparaba comidas mejores. Ambos utilizaron sus ingresos con sabiduría. Incluso pudimos asistir a la escuela primaria. Mi padre nos dijo algo que nunca olvidaré: “De ahora en adelante, no dejarán la escuela sino hasta que se reciban”.
Éramos una familia diferente. La noche de hogar se convirtió en una ocasión para fijar metas personales y familiares. Mi padre preparaba lecciones sobre el Evangelio y compartía las experiencias de su vida con nosotros, algo que no había hecho antes. Mis hermanos y yo sabíamos que nuestros padres nos amaban. Ya no había alcohol en nuestro hogar; las peleas entre mis padres se tornaron en conversaciones con las que intentaban entenderse. De algún modo, parecíamos ser materialmente ricos, aunque en realidad éramos pobres. Éramos una familia feliz y, con el tiempo, a mi padre se le respetaba por su nuevo estilo de vida; la gente confiaba en él porque ya no bebía; sus amigos acudían a él en busca de consejo y cualquiera que se relacionaba con él parecía prosperar. El vivir el Evangelio era contagioso. Mi padre incluso organizó a un grupo de granjeros para aprender nuevos y mejores métodos de cultivo.
Mi amor por el Libro de Mormón
De niño, comencé mis lecturas religiosas con la Biblia, pero el Antiguo Testamento me resultó muy difícil de entender a esa tierna edad. El siguiente intento lo realicé con el Libro de Mormón. Luego de leer un par de páginas, no podía dejar de leer. Nefi se convirtió en mi nuevo héroe. Cada día, después de algunas horas de escuela y de muchas de trabajo en la granja, volvía a la lectura del Libro de Mormón. Al leer, sentía un vínculo especial entre la gente del Libro de Mormón y mi tribu. Sentía que el Libro de Mormón explicaba de dónde provenía mi pueblo y quiénes eran nuestros antepasados.
Al leer el Libro de Mormón y aprender sobre el Evangelio verdadero de Jesucristo, sentía que era parte del cumplimiento de las promesas que Dios hizo a Lehi, Nefi y a otros profetas del Libro de Mormón, de que sus hijos serían preservados. Me siento eternamente agradecido por las personas fieles del Libro de Mormón y por los misioneros que nos dieron a conocer el libro que cambió el curso de nuestras vidas.
Mi familia terminó por mudarse a Ciudad de Guatemala, donde mis padres han servido en el barrio durante muchos años. Mis dos hermanos, mis dos hermanas y yo somos fieles Santos de los Últimos Días. Mis hermanos y yo hemos servido como misioneros de tiempo completo. Mi hermano, mi hermana y yo estudiamos en la universidad.
El relato de la conversión de mi familia refleja el amor y la misericordia que Dios tiene por Sus hijos. Me siento agradecido por el amor que tiene por Sus hijos dondequiera que estén, incluso en lo más profundo de las montañas de Guatemala.
Hugo Miza pertenece al Barrio Provo 33 (hispano), Estaca Provo Este, Utah.