Prohibido el paso
Era casi el fin del mes y había visitado a cada una de las hermanas de mi nueva lista como maestra visitante, excepto una. Nunca había conocido a Joan (se ha cambiado el nombre). No asistía a las reuniones y, hasta hacía poco, no había deseado tener contacto alguno con la Iglesia.
Durante el mes la había llamado por teléfono muchas veces a su casa, y no importaba a qué hora lo hiciera, siempre me salía el contestador automático. Le dejé varios mensajes grabados, presentándome como su nueva maestra visitante, diciéndole que tenía ganas de conocerla y pidiéndole que me llamara. Pero Joan nunca me llamó.
Como sólo quedaban algunos días para que acabara el mes, decidí ir a su casa, sin avisar, con un plato de bollos dulces. Pero al recorrer de arriba abajo la congestionada carretera cercana a su casa, me di cuenta de que ninguno de los números de las casas encajaba con la dirección que me habían dado de ella. Cada vez me sentía más y más frustrada y pensé: “¿Por qué hago esto? Probablemente no se encuentre en casa y si dejo los bollos en el porche, de seguro que se los comerá un perro”. Finalmente revisé el directorio del barrio y descubrí que la dirección que tenía de Joan en mi lista de maestras visitantes estaba equivocada. Con la dirección correcta, encontré su casa en unos minutos.
Con el plato de bollos en la mano, me encaminé hacia la casa de Joan. Dudé cuando vi un gran cartel que decía Prohibido el paso , pero continué con cautela hacia el porche. Toqué dos veces el timbre. Nadie contestó. Entonces pensé: “Bueno, al menos lo intenté”, y dejé los bollos y una nota cerca de la puerta de entrada.
Durante la cena, le conté a mi familia lo que parecía haber sido una pérdida de tiempo al intentar encontrar a esa hermana cuyo rostro ni voz conocía, y quien era imposible de localizar. Mientras comíamos, sonó el teléfono. Yendo en contra de nuestra costumbre de no contestar el teléfono durante las comidas, contesté. La mujer al teléfono se identificó como Joan. De repente, sintiendo como si me hubiera reencontrado con una amiga en vez de con una extraña, exclamé: “¡Joan! ¡desde hace mucho tiempo había querido escuchar su voz! ¡Estoy muy contenta de que haya llamado!”
Joan explicó que no me había llamado antes a causa de dificultades recientes en su vida. Continuó diciendo: “Hoy estaba en el juzgado, sintiéndome derrotada y humillada frente al juez y mi marido, de quien estoy separada. Cuando volvía a casa, oré: ‘Dios, me siento tan despreciada y abandonada’. Llorando, supliqué: ‘Si me amas, por favor, muéstramelo’.
“Cuando llegué a casa, allí, ante mis ojos, como un milagro de Dios, encontré el plato de bollos y la nota que decía: ‘Estaba pensando en usted. Con amor, su maestra visitante’. Era como si Dios me estuviera diciendo que me amaba. Sólo quería que supiera que sé que hoy Dios se valió de usted para contestar mi oración”.
Desde aquel día, Joan se ha convertido en mi amiga. Hemos leído las Escrituras y orado juntas, y me ha acompañado a la Iglesia. Ella ha sido un don para mí, enseñándome a no darme por vencida nunca al servir al Señor.
Linda Marx Terry es miembro del Barrio Sinclair View, Estaca Bremerton, Washington.