2004
Cuatro Piedras Angulares de Fe
febrero de 2004


Mensaje de la Primera Presidencia

Cuatro Piedras Angulares de Fe

Durante los últimos veinte años he tenido el privilegio de oficiar en la dedicación o rededicación de más de 80 templos. Estos edificios han estado abiertos al público antes de la dedicación, con lo que decenas y decenas de miles de personas han podido visitarlos. Al sentir el espíritu de esas estructuras sagradas y aprender los propósitos por los que se han construido, aquellos que han sido nuestros invitados han entendido la razón por la que, después de la dedicación, consideramos esos edificios como lugares santos, reservados para fines sagrados y cerrados al público.

Al tomar parte en esos servicios dedicatorios, se percibe la verdadera fortaleza de la Iglesia, una fortaleza que reside en el corazón de sus miembros, los cuales se hallan unidos por el vínculo de haber reconocido a Dios como nuestro Padre Eterno y a Jesucristo como nuestro Salvador. Sus testimonios individuales están firmemente establecidos en un cimiento de fe en cuanto a lo que es divino.

La antigua ceremonia de la piedra angular

En cada nuevo templo hemos realizado una ceremonia de colocación de la piedra angular, siguiendo una tradición que se remonta a tiempos antiguos. Antes de que se utilizara extensamente el hormigón, los muros de los cimientos se construían con piedras grandes. Se cavaba una zanja en la que se depositaban piedras para formar una base. Tomando de referencia un punto de inicio, se levantaba la pared en dirección hacia una piedra angular, donde se cambiaba el sentido y se continuaba la pared hasta la siguiente esquina, donde procedía a colocarse otra piedra angular para continuar con otra pared hasta la esquina siguiente y desde ésta hacia el punto de partida. En muchos casos, entre ellos la construcción de los primeros templos de la Iglesia, las piedras angulares se empleaban en cada punto de unión de las paredes y se procedía a su colocación con una ceremonia. A la piedra final se la denominaba la “piedra angular principal”, y su colocación se convirtió en motivo de celebración. Con esa piedra angular en su sitio, el cimiento estaba preparado para recibir la estructura superior. De ahí la analogía que Pablo empleó para describir la Iglesia verdadera:

“Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios,

“edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo,

“en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor” (Efesios 2:19–21).

Las piedras angulares de nuestra fe

Existen piedras angulares básicas sobre las que se sostiene esta gran Iglesia de los últimos días establecida por el Señor y edificada de una manera bien coordinada.

Éstas son absolutamente necesarias para esta obra: son su cimiento, los anclajes que la mantienen. Me referiré brevemente a cada una de estas cuatro piedras angulares básicas que sostienen a La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Menciono la primera piedra angular, a quien reconocemos y honramos como el Señor Jesucristo. La segunda es la visión concedida al profeta José Smith cuando se le aparecieron el Padre y el Hijo. La tercera es el Libro de Mormón, que habla como una voz desde el polvo con las palabras de antiguos profetas que declaran la divinidad y la realidad del Salvador de la humanidad. La cuarta es el sacerdocio con todos sus poderes y autoridad, por medio del cual el hombre puede obrar en el nombre de Dios y administrar los asuntos de Su reino. Quisiera comentar brevemente sobre cada una de éstas.

La principal piedra del ángulo

Un elemento absolutamente básico de nuestra fe es el testimonio de Jesucristo como el Hijo de Dios, que según el plan divino nació en Belén de Judea. Creció en Nazaret como hijo del carpintero, recibiendo los elementos de la mortalidad y la inmortalidad, respectivamente, de Su madre terrenal y de Su Padre Celestial. En el curso de Su breve ministerio terrenal, caminó por los polvorientos senderos de la Tierra Santa, sanando al enfermo, haciendo que los ciegos vieran, levantando a los muertos y enseñando doctrinas trascendentales y hermosas. Fue, como profetizó Isaías, “varón de dolores, experimentado en quebranto” (Isaías 53:3). Tendió Su mano a aquellos cuyas cargas eran pesadas y les invitó a descargarlas sobre Él, declarando: “porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:30). “…anduvo haciendo bienes” (Hechos 10:38) y lo odiaron por ello. Sus enemigos lo acosaron, lo apresaron, lo juzgaron con falsos cargos, lo declararon culpable para satisfacer los gritos de la turba y lo condenaron a morir en la cruz del Calvario.

Los clavos atravesaron Sus manos y pies mientras colgaba agonizante y adolorido, entregándose como rescate por los pecados de todos los hombres. Y murió exclamando: “…Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen” (Lucas 23:34).

Fue sepultado en una tumba prestada y al tercer día se levantó del sepulcro; salió triunfante, en una victoria sobre la muerte, primicias de los que durmieron. Con Su resurrección vino la promesa a todos los hombres de que la vida es eterna, que así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados (véase 1 Corintios 15:20–22). No hay nada en toda la historia de la humanidad que iguale la maravilla, el esplendor, la magnitud y los frutos de la incomparable vida del Hijo de Dios, que murió por cada uno de nosotros. Él es nuestro Salvador, nuestro Redentor. Como predijo Isaías: “…se llamará su nombre Admirable, Consejero, Dios Fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz” (Isaías 9:6).

Él es la principal piedra del ángulo de la Iglesia que lleva Su nombre: La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. No hay otro nombre dado a los hombres por el que puedan ser salvos (véase Hechos 4:12). Él es el autor de nuestra salvación, el dador de la vida eterna (véase Hebreos 5:9). No hay nadie como Él. Nunca lo ha habido y nunca lo habrá. Demos gracias a Dios por la dádiva de Su Hijo Amado que dio Su vida para que pudiéramos vivir y que es la piedra angular principal e inamovible de nuestra fe y de Su Iglesia.

La Primera Visión de José Smith

La segunda piedra angular es la Primera Visión del profeta José Smith. Fue en el año 1820, en primavera. Un joven que tenía preguntas entró en una arboleda en la granja de su padre y allí, estando a solas, suplicó en oración por la sabiduría que Santiago promete que se dará liberalmente a todo el que pida a Dios con fe (véase Santiago 1:5). Allí, en circunstancias que él ha descrito con gran detalle, contempló al Padre y al Hijo, al gran Dios del universo y al Señor resucitado, y ambos le hablaron.

Esa experiencia trascendental introdujo la maravillosa obra de la restauración e inició la largamente esperada dispensación del cumplimiento de los tiempos.

Durante más de siglo y medio, enemigos, críticos y algunos que se consideran eruditos han malgastado su vida intentando desacreditar la validez de aquella visión. Claro que no pueden entenderla. Las cosas de Dios se entienden por el Espíritu de Dios. No había habido nada de semejante magnitud desde que el Hijo de Dios había caminado sobre la tierra durante Su vida terrenal. Sin ello como piedra angular de nuestra fe y de nuestra organización, no tenemos nada. Con ello, lo tenemos todo.

Se ha escrito mucho y aún mucho se escribirá en un esfuerzo por desmentir esa visión. La mente finita no puede entenderla, mas el testimonio del Espíritu Santo, que han experimentado gran cantidad de personas desde que ocurrió, testifica que es verdad, que sucedió tal como José Smith dijo que sucedió, que fue tan real como el amanecer sobre Palmyra, que es una piedra fundamental esencial, una piedra angular, sin la cual la Iglesia no podría estar bien cimentada.

El Libro de Mormón

La tercera piedra angular es el Libro de Mormón. Es real; tiene peso y sustancia que pueden medirse físicamente. Abro sus páginas y leo, y tiene un idioma hermoso y edificante. El antiguo registro del que se tradujo salió de la tierra como una voz que habla desde el polvo. Llegó como testimonio de generaciones de hombres y mujeres que vivieron sobre la tierra, que lucharon contra la adversidad, que discutieron y pelearon, que en varias ocasiones vivieron la ley divina y prosperaron, y en otras ocasiones olvidaron a su Dios y descendieron al abismo de la destrucción. Contiene lo que se ha descrito como el quinto Evangelio, un conmovedor testamento del Nuevo Mundo acerca de la visita del Redentor resucitado en este hemisferio.

La evidencia de su veracidad y validez en un mundo que tiende a exigir evidencias, no yace en la arqueología ni en la antropología, aunque el conocimiento de estas ciencias podría ser de ayuda para algunos, ni en la investigación lingüística ni el análisis histórico, aunque éstos podrían servir para confirmarla. La evidencia de su veracidad y validez yace dentro del libro mismo. La prueba de su veracidad yace en la lectura del libro mismo. Es un libro de Dios. Los hombres razonables pueden sentir dudas sinceras con respecto a su origen, pero aquellos que lo han leído con oración han llegado a saber, por un poder que sobrepasa sus sentidos naturales, que es verdadero, que contiene la palabra de Dios, que traza las verdades salvadoras del Evangelio sempiterno, que apareció “por el don y el poder de Dios… para convencer al judío y al gentil de que Jesús es el Cristo” (Portada del Libro de Mormón).

Aquí está, y es imposible negar su existencia. La única explicación posible de su origen es la que relató su traductor. Es un tomo compañero de la Biblia, y se yergue como otro testimonio a una generación incrédula de que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Es una piedra angular irrefutable de nuestra fe.

La restauración del sacerdocio

La piedra angular número cuatro es la restauración en la tierra del poder y la autoridad del sacerdocio. Esa autoridad se concedió a los hombres en la antigüedad. La autoridad menor fue dada a los hijos de Aarón para ministrar en las cosas temporales así como en algunas ordenanzas eclesiásticas sagradas. El sacerdocio mayor lo dio el Señor mismo a Sus apóstoles, en consonancia con la declaración de Pedro: “Y a ti te daré las llaves del reino de los cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos” (Mateo 16:19).

La restauración total del sacerdocio incluyó la venida de Juan el Bautista —precursor del Cristo, quien fue decapitado para satisfacer los caprichos de una mujer malvada— y de Pedro, Santiago y Juan —quienes anduvieron fielmente con el Maestro antes de Su muerte y proclamaron Su resurrección y divinidad tras la misma. Incluyó a Moisés, Elías y Elías el profeta, cada uno de los cuales restauró ciertas llaves del sacerdocio para completar la restauración de todos los hechos y ordenanzas de las dispensaciones anteriores a ésta, la gran y última dispensación del cumplimiento de los tiempos.

El sacerdocio está aquí; se nos ha conferido y actuamos bajo esa autoridad. Hablamos como hijos de Dios en el nombre de Jesucristo y como poseedores de este don divino. Conocemos el poder de este sacerdocio, pues hemos sido sus testigos, al ver sanar a los enfermos y caminar a los cojos, y al ver la luz, el conocimiento y la comprensión que invaden a los que antes vivían en la oscuridad.

Pablo escribió respecto del sacerdocio: “…nadie toma para sí esta honra, sino el que es llamado por Dios, como lo fue Aarón” (Hebreos 5:4). No lo hemos adquirido por compra ni por regateo; el Señor se lo ha otorgado a hombres que se han probado dignos de recibirlo, sin importar su posición social, el color de su piel o la nación en la que vivan. Es el poder y la autoridad para gobernar los asuntos del reino de Dios. Se confiere solamente por ordenación, por la imposición de manos por aquellos que tienen la autoridad para hacerlo. El requisito para ser digno de él es la obediencia a los mandamientos de Dios.

No hay poder en la tierra semejante a él. Su autoridad se extiende más allá de esta vida, atraviesa el velo de la muerte y perdura en las eternidades. Sus consecuencias son sempiternas.

Refugio de las tormentas

Estos cuatro dones de Dios constituyen las inamovibles piedras angulares que afianzan La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días, así como los testimonios y convicciones personales de sus miembros: 1) la realidad y la divinidad del Señor Jesucristo como el Hijo de Dios; 2) la sublime visión en la que el profeta José Smith vio al Padre y al Hijo, la cual introdujo la dispensación del cumplimiento de los tiempos; 3) el Libro de Mormón como la palabra de Dios, el cual declara la divinidad del Salvador; y 4) el sacerdocio de Dios divinamente conferido, el cual se ejerce en rectitud para la bendición de los hijos de nuestro Padre.

Cada una de estas piedras angulares se relaciona con las otras, conectada mediante el fundamento de apóstoles y profetas, todas unidas a la principal piedra angular, que es Jesucristo. Sobre estas bases se ha establecido Su Iglesia, “bien coordinada” para la bendición de todos los que participen de Su ofrenda (véase Efesios 2:20–21).

Esta fundación está ceñida por debajo y bien coordinada por arriba, y es la creación del Todopoderoso. Es un refugio contra las tormentas de la vida, un santuario de paz para los que sufren, una casa de auxilio para los afligidos, una casa de socorro para los necesitados, la conservadora de la vida eterna, el maestro de la voluntad divina. Es la Iglesia verdadera y viviente del Maestro.

De estas cosas doy solemne testimonio, afirmando a todos los que estén dentro del alcance de mi voz que Dios ha hablado de nuevo para iniciar esta gloriosa dispensación final, que Su Iglesia está aquí, la iglesia que lleva el nombre de Su Hijo Amado, que de la tierra ha salido el registro de un pueblo antiguo que da testimonio a esta generación de la obra del Todopoderoso, que el sacerdocio sempiterno se encuentra entre los hombres para bendecirlos y para gobernar Su obra, que somos miembros de la Iglesia verdadera y viviente de Jesucristo, la cual ha salido a la luz para bendición de todo el que reciba su mensaje, que está inamoviblemente establecida sobre el fundamento de apóstoles y profetas, con piedras angulares firmes, colocadas en su lugar por el Señor mismo para lograr Sus propósitos eternos, siendo Jesucristo su principal piedra angular.

Ideas Para los Maestros Orientadores

Una vez que se prepare por medio de la oración, comparta este mensaje empleando un método que fomente la participación de las personas a las que enseñe. A continuación se encuentran algunos ejemplos.

  1. Entregue a un miembro de la familia un tablero pequeño y un cubo infantil de construcción. Luego pídale que mantenga el tablero en equilibrio sobre el cubo. Pídale que lo haga con dos cubos, luego con tres y después con cuatro para que la familia pueda ver la estabilidad que ofrece el tener cuatro piedras angulares debajo del tablero. Rotulen los cubos con los títulos que el presidente Hinckley ha dado a las piedras angulares de su mensaje.

  2. Pida a los miembros de su familia que piensen en el concepto de que su testimonio es un templo y después en lo fuerte que son las piedras angulares de ese testimonio. ¿Qué podrían hacer para fortalecer sus piedras angulares?

  3. Pida a los miembros de la familia que piensen en las piedras angulares de su fe. ¿Son éstas iguales a las del presidente Hinckley? ¿Cómo influirán esas piedras angulares en la vida cotidiana de ellos?