¡Oh, está todo bien!
La primera oportunidad que tuve de familiarizarme de verdad con el himno “¡Oh, está todo bien!” ( Himnos , Nº 17) fue en un pequeño tabernáculo de piedra situado en el sur de Idaho, donde me crié. Dentro de aquel pequeño tabernáculo construido con roca de lava por los miembros de la Iglesia del lugar, a finales de la década de 1880, había un estrado, un podio similar al de los centros de reuniones de la actualidad y un órgano de tubos al fondo, parecido al hermoso órgano de tubos que tenemos en el tabernáculo de la Manzana del Templo, aunque más pequeño. En ese pequeño tabernáculo, cuando cantábamos ese himno de William Clayton, “¡Oh, está todo bien!”, sentía que el espíritu y el poder de la música podían levantar el tejado. Se podía sentir debido al poder, a la fe y al testimonio de los miembros.
El padre de William Clayton era maestro y William había recibido una buena educación. Tenía aptitudes para escribir y era bueno con los números, así como para llevar registros. El grupo de misioneros de Heber C. Kimball le enseñó el Evangelio y lo bautizó durante los primeros días de la Iglesia en Inglaterra. Lo acogieron y aceptaron de inmediato debido a su educación y a su habilidad para escribir. Era un joven brillante, de 23 años de edad. Al poco tiempo empezó a prestar servicio como secretario, escribiente o tenedor de libros de la pequeña organización que formaba la Iglesia en ese entonces.
Él y su esposa deseaban viajar a Nauvoo, por lo que se embarcaron con destino a Estados Unidos. En Nauvoo conoció al Profeta y a otros líderes de la Iglesia, quienes utilizaron sus talentos de muchas formas interesantes debido a su hermosa caligrafía y correcta ortografía. Hacía falta un joven de esas características.
¡Oh, está todo bien!: Si hemos dado lo mejor de nosotros mismos
Después del martirio del Profeta, se fue con la compañía de Brigham Young. Partieron en febrero, y ya era abril. Atravesaron los campos de Iowa con los carromatos, los caballos, las yuntas, la lluvia y el barro; estaban desalentados. La jornada era difícil; muchos morían y había niños que nacían. Avanzaban lentamente, apenas unos pocos kilómetros al día.
Y así William Clayton escribió: “Santos venid, sin miedo, sin temor”. Era difícil. Estaban desalentados. “Mas con gozo andad. Aunque cruel jornada ésta es, Dios nos da Su bondad”. Él les infundía valor para seguir adelante, para que la situación mejorara.
Entonces escribió esas líneas maravillosas: “Hacia el sol, do Dios lo preparó, buscaremos lugar”. Aun cuando estemos atascados en el barro y desalentados, todo cambiará. Si tenemos valor y fe en que el Señor contestará nuestras oraciones, todo saldrá bien. Les dio esperanza y aliento. “Hacia el sol, do Dios lo preparó, buscaremos lugar do, libres ya de miedo y dolor”; palabras conmovedoras e inspiradoras.
Y luego la última estrofa: “Aunque morir nos toque sin llegar, ¡oh, qué gozo y paz!”. Así que, si morimos, habremos dado lo mejor de nosotros mismos. Como sabemos, todos vamos a morir algún día, así que: “¡Oh, qué gozo y paz!”.
“Mas si la vida Dios nos da, para vivir en paz allá”. Veremos si las ruedas permanecen en los carromatos; y si las de los pequeños carros de mano resisten y mantenemos esa valentía y fortaleza por medio de nuestras oraciones, llegaremos allá. “Mas si la vida Dios nos da, para vivir en paz allá”. Si llegamos allá, diremos: “¡Oh, está todo bien!”, si somos capaces de llegar allá y si tenemos el valor de salir adelante.
¡Oh, está todo bien!: Si vivimos rectamente
William Clayton escribió en su diario: “He compuesto una nueva canción: ‘¡Oh, está todo bien!’ ” ( William Clayton’s Journal , 1921, pág. 19). Me gusta el título. “¡Oh, está todo bien!” explica nuestra vida, si la vivimos como debemos. Conocemos el plan, sabemos cómo proceder, tenemos la información necesaria y si llegamos allá, y si la vida Dios nos da, entonces podremos cantar “¡Oh, está todo bien!”. Este himno ha llegado a convertirse en el “himno nacional” de la Iglesia.
Mi abuelo, Horton David Haight, tenía 15 años cuando la segunda compañía llegó al valle, la compañía que seguía a la de Brigham Young, por lo que tuvo que caminar a través de las praderas. De modo que cuando cantamos sobre caminar “Con fe en cada paso”, sé que tengo un abuelo que lo hizo. A los 15 años de edad uno no iba sentado en el carromato, sino que quería estar donde se encontraba la acción, arreando a los caballos o a los bueyes y haciendo todo lo que fuera necesario. Y la jovencita con la que más tarde contrajo matrimonio, Louisa Leavitt, cumplió once años cuando su familia llegó al valle, de manera que mi abuela también tuvo que cruzar las praderas a pie.
Y así, con ese gran legado, les digo a todos ustedes: qué futuro tan maravilloso tiene la Iglesia, como lo ha señalado nuestro profeta. Pero todas esas cosas dependen de cómo vivamos, de cómo aceptemos las verdades que conocemos, de cómo vivamos los principios del Evangelio y de la clase de ejemplo que seamos para la gente con la que trabajemos o con la que nos relacionemos.
¡Oh, está todo bien!: Si crecemos firmes en la fe
Cuando yo era joven, tendría unos 12 años, me encantaba jugar al béisbol. En mi casa no había más material deportivo que un viejo guante de béisbol. Pensaba que el momento más grande de mi vida sería cuando jugara al béisbol en el equipo de los Yankees de Nueva York. Jugaría con ellos en las series mundiales, la serie empatada a tres, y finalmente, en el partido decisivo, ¿a quién se imaginan que le tocaría batear? El “pitcher” lanzaría la pelota exactamente donde yo quisiera; yo le pegaría con tanta fuerza que saldría del estadio de los Yankees y me convertiría en el héroe de las series mundiales. Yo pensaba que ése sería el momento más memorable de mi vida, pero quiero que sepan que no es verdad.
Hace algunos años me encontraba sentado con mi esposa Ruby en un pequeño cuarto de sellamientos del Templo de Los Ángeles, California. Nuestros hijos estaban allí con sus respectivas esposas; llevaban poco tiempo casados, y nuestra querida hija estaba arrodillada ante el altar, de la mano del joven al que se iba a sellar. Al mirar alrededor del cuarto, me di cuenta de que ése era el gran momento de mi vida, porque tenía en ese cuarto todo lo que era precioso para mí, todo. Mi esposa estaba allí, mi eterna y dulce compañera. Nuestros tres hijos con sus compañeras eternas estaban allí. Y pensé: “David, estabas totalmente equivocado cuando eras joven; creías que cualquier acontecimiento mundano podría ser lo mejor que te sucediera en la vida”. Sin embargo, ahora estaba siendo testigo de ese gran acontecimiento. Yo estaba allí, lo estaba sintiendo, formaba parte de él y supe en ese pequeño cuarto blanco de sellamientos —limpio, dulce y puro— con toda mi familia allí, que ése era el gran momento de mi vida.
Les dejo mi amor y mi testimonio de que esta obra es verdadera. Los Santos de los Últimos Días debemos ser fieles a la fe que profesamos; fieles a los conmovedores testimonios que se nos han transmitido; fieles a Aquel cuyo nombre hemos tomado, y fieles en vivir de modo que contribuyamos al crecimiento de esta obra.
Adaptado de un discurso de la Conferencia General de octubre de 1997.