Un vuelo en la nieve
Cierta noche de invierno, durante una tormenta de nieve especialmente fuerte, se produjo un grave accidente automovilístico en un pequeño pueblo del estado de Idaho, no muy lejos de la frontera con Utah. Una niña pequeña resultó gravemente herida. Yo era piloto de una ambulancia aérea del área de Salt Lake City y se me envió en una avioneta a recogerla y llevarla a Salt Lake.
El aeropuerto más cercano al lugar del accidente estaba en Pocatello, Idaho, y aunque el vuelo desde Salt Lake City hasta Pocatello sólo nos llevaría 45 minutos, al personal de la ambulancia le tomaría unas tres horas trasladar a la niña desde el lugar del accidente hasta Pocatello debido a las peligrosas condiciones del camino. Aunque el equipo de transporte aéreo llegaría mucho antes que el personal de la ambulancia, el médico al mando quería que estuviésemos allí lo antes posible para transferir a la pequeña de la ambulancia a la avioneta sin ningún retraso a fin de llevarla a un hospital especializado en atender a personas gravemente heridas.
Hacía muy mal tiempo y contábamos con apenas las condiciones mínimas para poder aterrizar. Un pequeño avión de pasajeros se aproximaba también a Pocatello e iba unos 10 minutos delante de nosotros. Presté mucha atención a las comunicaciones por radio del otro piloto, pues sabía que encontraríamos las mismas condiciones atmosféricas que él. Su acercamiento era cuestión de rutina hasta el momento en que ya debía de haber avistado la pista; sin embargo, no era visible, y tuvo que abortar el aterrizaje e intentarlo de nuevo.
Ahora nos tocaba a nosotros. Yo estaba muy preocupado; ¿y si no lo lográbamos y teníamos que regresar sin la niña herida? Rápidamente ofrecí una oración en silencio y le dije a mi Padre Celestial que si deseaba que recogiésemos a la pequeña, iba a necesitar Su ayuda.
Inicié el descenso. Pareció durar una eternidad. No podía ver nada, excepto una nube gris y la nieve, que soplaba en dirección horizontal por delante del parabrisas. Me acercaba rápidamente al punto en el que, al igual que el otro avión, tendría que cancelar el aterrizaje. Aguardé hasta el último momento posible y de pronto vi las luces de la pista. Eran algo tenues, pero tenían luz suficiente. Reduje la potencia y aterricé; entonces ofrecí una oración de gratitud en silencio por el milagro que acababa de presenciar.
Mientras dirigía la avioneta a nuestro lugar de espera, dos aspectos se hicieron obvios: la tormenta no iba a amainar y la compañía que generalmente ofrecía los servicios de retirada de hielo y de hangar para proteger el aeroplano de las inclemencias del tiempo ya había cerrado tras terminar su jornada laboral.
A los pocos minutos el otro avión de pasajeros aterrizó sin novedad. De inmediato, la torre de control cerró y los controladores se fueron a sus casas. Una vez que los pasajeros y la tripulación del avión se hubieron ido, el personal de tierra cerró la terminal del aeropuerto y también se fue a casa. Allí nos quedamos mis compañeros y yo, sin forma de retirar el hielo de la avioneta y sin poder llevarla a un hangar; y la nieve caía cada vez con más fuerza. Era muy posible que no pudiéramos salir sino hasta la mañana siguiente.
El equipo de transporte y yo decidimos que era mejor que esperásemos a ver qué condiciones había cuando llegara la ambulancia. Al echar un vistazo a través de las ventanillas, vi que la nieve comenzaba a acumularse en el avión de pasajeros, el que estaba detenido no muy lejos de nosotros. Como sabía que sería peligroso tratar de despegar con cualquier cantidad de nieve o hielo en la avioneta, me fui afuera. Nevaba copiosamente y la nieve comenzaba a acumularse en las alas. Me alejé hasta donde no pudieran verme y ofrecí otra oración.
Aquella noche las horas parecían pasar muy lentamente. De vez en cuando echaba un vistazo a la nieve, que seguía acumulándose en el avión de pasajeros, pero evité salir otra vez para comprobar el estado de las alas de nuestro aparato.
Después de casi dos horas, llegó la ambulancia con la niña. Abrí la puerta de la cabina del piloto y salí. El avión de pasajeros estaba cubierto de hielo y nieve; me volví para ver en qué condición estaba nuestra avioneta; aunque había intentado tener fe y ser optimista, me da vergüenza decir que me quedé atónito con lo que vi. Lágrimas de gratitud bañaron mis ojos mientras caminaba alrededor de la avioneta: estaba limpia y seca; no había absolutamente nada de hielo ni nieve en ella. Parecía que acababa de salir de un hangar con calefacción. Había dejado de nevar y la visibilidad había mejorado al grado de que era posible despegar.
Nuestro Padre Celestial nos había brindado los milagros que precisábamos aquella noche para llevar a una niñita al hospital. Fue un piloto que sentía mucha humildad el que esa noche inclinó la cabeza con gratitud por las grandes bendiciones que había recibido.
El vuelo de regreso a Salt Lake fue completamente habitual. Sin ninguna duda, mis oraciones, así como las oraciones de los familiares y los amigos de aquella niña, fueron contestadas. Nunca supe lo que pasó después con la pequeña, pero mi testimonio del inmenso amor y compasión de nuestro Padre Celestial por Sus hijos se fortaleció aquella noche de invierno.
W. Ward Holbrook es miembro del Barrio San Diego 13, Estaca San Diego Norte, California.