El único sobreviviente
Aún después de que se me salvara de ahogarme, seguía necesitando que me rescataran.
Era una mañana nublada de diciembre de 1973, pero el tiempo no reflejaba mi estado de ánimo. De pie en la cubierta de un carguero en compañía de mis padres y mis dos hermanos menores, estaba muy contento mientras nos alejábamos de nuestra pequeña isla del Pacífico Sur. El barco se llamaba Uluilakeba e iba rumbo a Suva, la capital de las islas Fiji.
Para un jovencito de 12 años de la isla de Ono-i-Lau, una de las más alejadas, viajar a la gran ciudad no era una experiencia cotidiana. Junto con mis padres y mis dos hermanos, había aguardado con ansiedad la llegada de ese día. Los cinco viajábamos a Suva para bautizarnos en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días.
La búsqueda de la verdad
La luz del Evangelio restaurado había brillado por primera vez en nuestro hogar de forma extraordinaria. Mi padre, Mosese, fue criado en la confesión metodista, pero tras años y años de estudio personal de la Biblia, había llegado a la conclusión de que la verdadera Iglesia de Jesucristo que se describía en las Santas Escrituras no se conocía en nuestra pequeña isla. Jamás permitió a su familia asistir a servicio religioso alguno, no obstante que cada día nos reuníamos a su alrededor mientras nos instruía de la Biblia. Con el paso de los años, mientras mi padre seguía escudriñando las Escrituras, cada vez se convenció más de que la verdadera Iglesia de Jesucristo no existía.
Permanecimos en esas tinieblas hasta que, finalmente, en 1971, nuestro primo Siga regresó para una breve visita. Él se había ido a vivir a Hawai, por lo que nos animó esa inesperada reunión. Inmediatamente, mi madre preparó té para nuestro visitante pero, para nuestra sorpresa, lo rechazó. Nos explicó que, estando en Hawai, se había bautizado en la Iglesia Mormona y ya no tomaba té. Mi padre, que nunca había oído hablar de esa religión, le preguntó: “¿Qué clase de iglesia es ésa?”. Siga sugirió que lo buscara en el diccionario, y en la entrada “Mormón”, mi padre leyó: “La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días”.
Inmediatamente, mi padre se puso de pie de un brinco y golpeó la mesa con el puño. En ese instante, el Espíritu Santo le había confirmado a su corazón que aquello era lo que él había estado buscando toda la vida. Su rostro cambió por completo al pedirle a Siga que le hablara de esa iglesia. Lo que siguió fue una larga conversación al empezar a leer del cuarto capítulo de Efesios y analizar “un Señor, una fe, un bautismo” (versículo 5) y la necesidad de tener profetas y apóstoles. Siga sugirió a mi padre que se pusiera en contacto con los misioneros para obtener más información.
Así fue como supimos, por primera vez, de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Mi padre comenzó a cartearse con el presidente Ebbie L. Davies, de la Misión Fiji Suva, quien nos envió un ejemplar del Libro de Mormón, al que le siguieron otros libros y folletos sobre la doctrina de la Iglesia. Mi padre los leyó de cabo a rabo y halló respuestas a sus preguntas. En breve, deseó de todo corazón que nuestra familia se bautizara; sin embargo, la Iglesia no se encontraba en nuestra isla y no tardamos en darnos cuenta de que, para bautizarnos, tendríamos que ir a donde estuviera la Iglesia, es decir, a Suva.
En un mar embravecido
Por fin, después de haber pasado casi dos años de planificación y preparativos, finalmente llegó el día y nos encontramos abordo del Uluilakeba . Nos sentíamos llenos de energía al embarcarnos con los demás pasajeros. Nuestro corazón rebosaba de esperanza y alegría mientras esperamos el momento de partir.
El barco zarpó a eso de las ocho de la mañana del lunes 10 de diciembre de 1973. Con todas las emociones de ese día, casi no me fijé en los vientos racheados ni en las nubes amenazadoras que se veían en lontananza. Sin embargo, a medida que el barco se adentraba lentamente en mar abierto, el tiempo empeoraba. Al rato se recibió el pronóstico de que se avecinaba una tormenta tropical. A pesar de las advertencias, nuestro capitán confiaba en que tendríamos un viaje tranquilo. Seguimos adelante, mientras a nuestro alrededor el mar se encrespaba más y más y la lluvia caía con más fuerza. Al poco rato, dieron instrucciones a todos los pasajeros de que se refugieran dentro del barco mientras la tripulación navegaba el rugiente mar.
El capitán era pariente de mi padre y nos ofreció su camarote personal para que descansáramos mientras durara la tormenta. Allí nos apiñamos toda la familia y aguardamos. A pesar del ahora fuerte balanceo del barco, mis hermanos y yo nos quedamos dormidos a los pocos minutos.
Tras lo que a mí me pareció un instante, nos despertó el grito de mi madre. El agua estaba entrando por la portilla. Me senté y me di cuenta de que mi padre no estaba con nosotros y, creyendo que habría ido a la cubierta, dejé a mi madre y a mis dos hermanos. El subir a la cubierta resultó algo difícil, aunque en mi estado de pánico no me di cuenta de por qué. No entendía que había entrado tanta agua en el barco que se estaba hundiendo. Al llegar a la cubierta, el Uluilakeba comenzó a volcarse y fui arrojado a un mar embravecido.
Mi único instinto era sobrevivir. Nadé desesperadamente con todas mis fuerzas para permanecer encima de aquellas olas monstruosas. A los pocos minutos, vi a un anciano agarrado a dos bolsas flotantes de cocos. Me las arreglé para llegar hasta él y le supliqué que me diera una bolsa y él, misericordiosamente, me la dio. Tomé la bolsa y me aferré a ella, pues mi vida dependía de ello.
Pasaban los minutos y de pronto vi a mi madre. Ella me vio también y nadó hasta mí y nos abrazamos. Con palabras que jamás olvidaré, me dijo que me aferrara a la bolsa a pesar de lo que pudiera pasar, pues así salvaría la vida. Luego, después de besarme en la mejilla, se fue en busca de mi hermano y de mi hermana. Fue la última vez que vi a mi madre.
Conforme la tormenta seguía rugiendo, yo no pensaba en lo sucedido. Lo único que hacía era luchar por mantenerme a flote. En el vaivén de las aguas, vi a muchas otras personas, pero no pude hallar a mi familia.
Las horas se alargaron como una pesadilla; pronto cayó la noche y nadamos en la oscuridad. Tras lo que pareció una eternidad, el sol volvió a salir y logré sobrevivir otro día y otra noche. Finalmente, a eso de las 5 de la tarde del miércoles, nos avistó un barco de rescate.
Habían pasado más de dos días enteros; de los aproximadamente 120 pasajeros que habíamos subido al funesto barco, 35 fueron encontrados con vida en el agua. Nos llevaron a Suva, donde nos ingresaron en un hospital; allí me enteré de los detalles de lo ocurrido. En menos de cuatro horas después de haber zarpado del puerto, nos asoló el ciclón Lottie, una tormenta de corta duración en el Pacífico. Jamás se encontró el Uluilakeba . También me comunicaron que de los cinco miembros de mi familia que iban a bordo, yo fui el único sobreviviente. Los planes de mi familia respecto a bautizarse en la Iglesia se habían hundido en las profundidades del océano.
Perdido y hallado
El tiempo pasó y yo me quedé en la isla de Viti Levu, la isla principal de Fiji. Me fui a vivir con mi hermana mayor, quien se había mudado del hogar paterno hacía años. En el caos de la tragedia, el presidente Davis perdió contacto conmigo y yo perdí todo contacto con la Iglesia. Sin embargo, cuando se enteró de que yo había sobrevivido, dio instrucciones a los misioneros para que me buscaran. Indagaron sobre mí durante meses, pero sin resultados. El llamamiento del presidente Davis llegó a su fin y dejó mi búsqueda en manos de su sucesor.
Pasaron los años, pero debido a los pobres sistemas de comunicación, no pudieron encontrarme. La familia con la que me alojaba no tenía interés en el Evangelio, con lo que abrigué muy pocas esperanzas de encontrar la Iglesia durante mi adolescencia. Me afectó mucho la pérdida de mi familia y me preguntaba por qué me había quedado solo, pero también conservaba en mi corazón las verdades que me habían enseñado mis padres. Aunque en ocasiones flaqueé y cedí a la tentación, siempre recordé el testimonio de mi padre sobre Jesucristo y Su verdadera Iglesia. Con el tiempo me casé y me asenté en Vanua Levu, la isla al norte de Fiji.
En marzo de 1985 trabajaba cortando la pulpa del coco, no muy lejos de la carretera principal, cuando un matrimonio mayor que conducía un auto pequeño se detuvo y se dirigió a mí. Me preguntaron si conocía a un hombre llamado Joeli Kalougata, pero antes de decirles que lo habían encontrado, les pregunté qué era lo que querían. Se presentaron como el élder y la hermana Kimber y me explicaron que eran misioneros de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. ¡Por fin me habían encontrado! Fue un momento glorioso. Luego de recibir seis charlas misionales en dos días, me bauticé el 18 de marzo de 1985, junto con mi esposa, Elenoa. Desde entonces nuestra vida no ha vuelto a ser la misma.
Veo las grandes bendiciones que mi Padre Celestial ha derramado sobre mí durante mi vida. Siempre estaré agradecido por mis amorosos padres y los principios y las verdades que aprendí de ellos. Debido al ejemplo de mis padres, mi esposa, mis hijos y yo ahora pertenecemos a la verdadera Iglesia de Jesucristo.
En 1998, Eleona y yo viajamos a Tonga para concertar convenios sagrados y eternos en el Templo de Nuku‘alofa, Tonga y efectuar las ordenanzas del templo por mis padres y hermanos. Unos años más tarde, nuestros hijos se sellaron a nosotros en el nuevo Templo de Suva, Fiji. Ahora contemplo a mi familia —a mi familia eterna— y doy gracias al Señor por acordarse de mí y traer el Evangelio nuevamente a mi vida.
Joeli Kalougata es miembro de la Rama Nabua, Distrito Labasa, Fiji.