Bendice a los abuelos
Todo comenzó con la primera carta que recibí de mi madre. Ella y mi padre acababan de llegar a la Misión Florida Tallahassee. En su carta me habló de una conferencia reciente a la que habían asistido. Cuando ya estaban despidiéndose al final de las reuniones, se percató de que había perdido a su compañero. Oyó risas de hombres y decidió seguir el sonido hasta un aula, donde se halló en medio de una lucha de piernas que mi padre había organizado. “Llegué justo a tiempo”, escribió, “para ver cómo un élder de 20 años lanzaba a tu padre al otro lado del cuarto”. Y yo preocupado de que la misión convirtiera a mi padre en un hombre apagado.
Al leer esa carta empecé a descubrir las maravillas y las bendiciones de ser el hijo de unos padres misioneros. Cuando serví mi misión de joven, entendía hasta cierto punto que mi familia apreciara las cartas que le escribía; pero a esa edad algo egoísta, no logré apreciar lo ansioso que estaban por mi éxito ni la gran cantidad de oraciones y preocupación que invirtieron en mi misión.
Ahora se habían vuelto los papeles. Me hallaba gratamente sorprendido de verme buscar entre la correspondencia noticias de los misioneros, devorando cada línea de sus cartas. Pronto me di cuenta de que nuestras oraciones familiares cobraron un nuevo sentimiento de urgencia. Nuestros hijos ya no oraban por cosas genéricas: “Por favor, bendice a los misioneros”. Ahora oraban por cosas específicas: “Por favor, bendice a los abuelos en la misión”.
Cuando mis padres fueron llamados a servir aquella primera misión, ambos contaban con más de 50 años y aún no se habían jubilado. Pero dada la naturaleza estacional de las labores de una granja, pudieron pasar el invierno al servicio del Señor. Su misión fue de seis meses, tiempo que se pasó volando.
¡Qué gran sorpresa fue verlos cuando volvieron a casa! Mis padres se habían convertido en personas fuertes. Los mismos cambios sorprendentes que la mayoría de los padres observan en sus hijos misioneros habían tenido lugar en mamá y papá. El cambio más significativo era que rebosaban de energía. El entusiasmo es un remedio extraordinario. Parecían más jóvenes y actuaban como tales. Mi madre pasaba por alto algunos de los problemas crónicos de salud que la habían achacado durante años y, es posible que haya sido mi imaginación, pero ambos parecían estar más enamorados. En cierta ocasión, en un momento que siempre atesoraré, mi madre me habló de varias veces en las que mi padre enseñó el Evangelio con gran poder. Con amor y admiración en la voz, dijo: “Tu padre es el hombre más maravilloso”. También me di cuenta de que la experiencia de la misión había sido divertida. Cualquier conversación al respecto solía verse interrumpida con risas frecuentes y persistentes.
Mis padres prestaron servicio no sólo en una misión. El invierno siguiente volvieron a Florida y durante los años posteriores llegaron a servir ocho misiones de seis meses, completando un total de diez. Se perdieron muchos momentos familiares —nacimientos, otorgamientos de nombre, bautismos, diez días de Acción de Gracias y diez Navidades— pero ninguno parece ser un gran sacrificio. Las bendiciones recibidas a cambio son magníficas.
Me siento enormemente agradecido por padres que pusieron el ejemplo. Tratamos de enseñar a nuestros hijos que tienen la obligación de compartir el Evangelio, y nada ejemplifica mejor esa enseñanza que queridos abuelos que hacen a un lado las comodidades de la jubilación para servir al Señor. Este ejemplo es una fuerza sumamente poderosa entre nuestros familiares.
Hace unos años, nuestro hijo mayor, Matt, se hallaba sirviendo en una misión en California mientras mis padres servían en Virginia. Me di cuenta de que Matt nunca escribió una carta quejándose de lo dura que era la obra misional. El mérito se lo concedo a sus abuelos. ¿Cómo puede un joven élder en plena forma física pensar en quejarse cuando su abuela —cerca ya de los 70, con problemas pulmonares, dolor de espalda y numerosas alergias— está tocando puertas en otro estado?
Las misiones de mis padres me han convencido de la noción errónea de que una vez criado el hijo, la labor de los padres ha concluido. A pesar de lo maravillosa que fue la educación que recibí, creo que las enseñanzas más grandes de mis padres las he recibido en la edad adulta. Y aunque han ayudado a bautizar o a activar a muchas personas, creo que su ministerio más profundo ha sido para con sus propios nietos.
Las cartas de mis padres nos enseñaron innumerables lecciones sobre el Evangelio. Relatos sobre el servicio en una rama de los suburbios de Washington, D.C.; descensos hasta el fondo del Gran Cañón para enseñar a unos investigadores; trabajar con madres solteras sin recursos, ejecutivos adinerados, pescadores, alfareros, granjeros, drogadictos, alcohólicos, pastores de otras religiones, agentes de policía y ancianos… ¿qué mejor forma de enseñar a sus nietos el valor de un alma?
Lo más grande que mis padres han hecho por su posteridad es dejarla en manos del Señor y aceptar los llamados para servir como misioneros.
Mark Crane es miembro del Barrio Morgan 9, Estaca Morgan, Utah.