Un real sacerdocio
El tiempo y las circunstancias pueden cambiar, pero los atributos de un verdadero poseedor del sacerdocio de Dios permanecen constantes.
Hermanos, al mirar de un lado al otro de este edificio majestuoso, sólo puedo decir, que es una inspiración verles. Es increíble pensar que, en miles de capillas por todo el mundo, otros como ustedes —poseedores del Sacerdocio de Dios— están recibiendo este programa mediante una transmisión vía satélite. Las nacionalidades varían y los idiomas son muchos, pero nos une algo en común: Se nos ha confiado poseer el sacerdocio y actuar en el nombre de Dios. Se nos ha conferido una sagrada responsabilidad y es mucho lo que se espera de nosotros.
Nosotros, los que poseemos el Sacerdocio de Dios y lo honramos, estamos entre aquellos que han sido reservados para esta época especial de la historia. El apóstol Pedro nos describió en el segundo capítulo de Pedro, en el noveno versículo: “Mas vosotros sois linaje escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las virtudes de aquel que os llamó de las tinieblas a su luz admirable”.
¿Cómo podemos, ustedes y yo, reunir los requisitos para ser dignos de ese título especial: “un real sacerdocio”? ¿Cuáles son las características de un verdadero hijo del Dios viviente? Esta noche quisiera que consideráramos algunas de esas características.
El tiempo y las circunstancias pueden cambiar, pero los atributos de un verdadero poseedor del sacerdocio de Dios permanecen constantes.
Sugiero, antes que nada, que todos cultivemos el atributo de la previsión. Un escritor dijo que la puerta de la historia gira sobre pequeñas bisagras y lo mismo sucede con la vida de las personas. Si fuésemos a aplicar ese adagio a nuestra vida, podríamos decir que somos el resultado de muchas decisiones pequeñas; en realidad, somos el producto de nuestras decisiones. Debemos desarrollar la capacidad de recordar el pasado, de evaluar el presente y de ver hacia el futuro a fin de lograr en la vida lo que el Señor desea que hagamos.
Ustedes, los jovencitos que poseen el Sacerdocio Aarónico, deben tener la facultad de mirar hacia el futuro al día en que poseerán el Sacerdocio de Melquisedec y luego prepararse en calidad de diáconos, maestros y presbíteros para recibir el santo Sacerdocio de Melquisedec de Dios. Al recibirlo, ustedes tienen la responsabilidad de estar preparados para responder al llamado de servir en calidad de misioneros, de aceptar el llamamiento y después cumplirlo. Ruego sinceramente que todo joven y todo hombre tenga el atributo de la previsión.
El segundo principio que me gustaría recalcar como característica de un verdadero poseedor del sacerdocio de Dios es el atributo del esfuerzo. No basta tener el deseo de hacer un esfuerzo y decir que lo intentaremos, sino que en realidad debemos hacerlo. La forma de lograr nuestras metas está en el hacer y no sólo en el pensar. Si constantemente postergamos nuestras metas, nunca las veremos realizadas. Una persona lo explicó de esta manera: Vive sólo para el mañana y hoy tendrás muchos ayeres vacíos1.
En julio de 1976, el corredor Garry Bjorklund tenía la determinación de calificar para integrar el equipo olímpico de los Estados Unidos para la carrerea de mil metros que se llevaría a cabo en los Juegos Olímpicos de Montreal. No obstante, a la mitad de la difícil carrera eliminatoria, se le salió el zapato deportivo izquierdo. ¿Qué hubiéramos hecho ustedes y yo si nos hubiese pasado eso? Supongo que él podría haberse dado por vencido y detenerse; podría haber culpado a la mala suerte y hubiera perdido la oportunidad de participar en la carrera más importante de su vida; sin embargo, ese fantástico atleta no lo hizo, sino que corrió sin el zapato. Él sabía que tenía que correr más rápido de lo que había corrido antes en su vida; sabía que sus contrincantes contaban con una ventaja que no habían tenido al iniciar la carrera. Corrió a lo largo de la pista, con un pie descalzo y el otro con zapato; terminó en tercer lugar y calificó para competir en la carrera de la medalla de oro. Ese fue el mejor tiempo que había registrado en ninguna de sus carreras; él hizo el esfuerzo necesario para alcanzar su meta.
Como poseedores del sacerdocio, a veces nos afrontamos con momentos de flaqueza al estar cansados o fatigados, o cuando sufrimos una decepción o pena. Cuando eso suceda, espero que perseveremos con esfuerzo aún mayor hacia nuestra meta.
Alguna vez, se nos llamará a cada uno de nosotros a cumplir con un llamamiento, ya sea como presidente del quórum de diáconos, secretario del quórum de maestros o como asesor de los presbíteros, maestro de clase u obispo. Podría mencionar más, pero creo que comprenden la idea. Yo tenía tan sólo 22 años cuando se me llamó a servir como obispo del Barrio Seis-Siete de Salt Lake City. Con mil ochenta miembros en el barrio, se requería gran esfuerzo para cerciorarse de que se atendiera cada asunto y de que todo miembro del barrio se sintiera incluido y protegido. Aunque era una tarea monumental, no permití que esa asignación me abrumara; me puse a trabajar e hice todo lo posible por servir y dar lo mejor de mí. Cada uno de nosotros puede hacer lo mismo, no importa el llamamiento ni la asignación.
El año pasado decidí ver cuantas viviendas del tiempo en el que fui obispo, desde 1950 a 1955, existían todavía. Manejé lentamente alrededor de cada cuadra que en ese entonces eran los límites del barrio. Durante mi búsqueda, me sorprendió ver que de todas las casas y apartamentos donde habían vivido los mil ochenta miembros, sólo había tres viviendas que seguían en pie. En una de ellas había mucha maleza, los árboles estaban sin podar y me di cuenta de que nadie vivía allí. De las otras dos, una estaba deshabitada, con tablones sobre las ventanas, y la otra parecía ser una modesta oficina de negocios.
Estacioné el vehículo, lo apagué y me quedé sentado allí por un momento. En mi mente podía ver cada casa, cada apartamento, cada miembro que vivía allí. Aunque las casas y los edificios ya no existían, los recuerdos de las familias que allí vivían continuaban siendo muy vívidos. Pensé en las palabras del autor James Barrie, quien escribió que Dios nos dio recuerdos para que tengamos rosas primaverales en el invierno de nuestra vida2. Cuán agradecido me sentí por la oportunidad de servir en esa asignación. Esa bendición está disponible a cada uno de nosotros si damos de nuestro mejor esfuerzo en nuestras asignaciones.
El atributo del esfuerzo se requiere de todo poseedor del Sacerdocio.
El tercer principio que me gustaría recalcar es el atributo de la fe. Debemos tener fe en nosotros mismos y en la capacidad que nuestro Padre Celestial tiene para bendecirnos y guiarnos en nuestros esfuerzos. Hace muchos años, el autor de un salmo escribió una bella verdad; él dijo: “Mejor es confiar en Jehová que confiar en el hombre. Mejor es confiar en Jehová que confiar en príncipes”3. En otras palabras, depositemos nuestra confianza en la capacidad que tiene el Señor para guiarnos. Como sabemos, las amistades pueden variar o cambiar, pero el Señor es constante.
En la obra La vida del rey Enrique VIII, Shakespeare enseñó esta verdad por conducto del Cardenal Wolsey, un hombre que disfrutaba de gran prestigio y orgullo por motivo de su amistad con el rey. Al terminar esa amistad, al cardenal Wolsey se le despojó de su autoridad, lo que resultó en una pérdida de prominencia y prestigio. Él fue uno que lo había ganado todo para después perderlo todo. En el pesar de su corazón, él le dijo una auténtica verdad a su criado Cromwell:
¡Oh Cromwell, Cromwell!
De haber servido a mi Dios con sólo
la mitad de celo
que he puesto en servir a mi rey,
no me hubiera entregado éste, a mi vejez,
desnudo, al furor de mis enemigos4.
Tengo la seguridad de que el atributo de la fe se encuentra en el corazón de cada uno de los que están presentes esta noche.
A mi lista añado el atributo de la virtud. El Señor indicó que debemos dejar que la virtud engalane nuestros pensamientos incesantemente5.
Recuerdo una reunión del sacerdocio que se efectuó en el Tabernáculo de Salt Lake City cuando yo era poseedor del Sacerdocio Aarónico. El Presidente de la Iglesia se dirigía al sacerdocio e hizo una afirmación que nunca he olvidado. Él dijo, en esencia, que los hombres que cometen pecados sexuales u otros pecados no los cometen en un abrir y cerrar de ojos. Recalcó que nuestros pensamientos preceden a nuestras acciones, y que cuando cometemos un pecado, es porque de antemano hemos pensado cometer ese pecado en particular. Dijo que la manera de evitar el pecado es mantener puros nuestros pensamientos. En las Escrituras se nos dice que, cual es nuestro pensamiento en el corazón, tal somos6. Debemos poseer el atributo de la virtud.
Si vamos a ser misioneros en el reino de nuestro Padre Celestial, debemos ser merecedores de la compañía del Espíritu Santo, y se nos ha dicho en forma precisa, que Su Espíritu no morará en tabernáculos impuros o inmundos.
Por último, permítanme añadir el atributo de la oración. El deseo de comunicarnos con nuestro Padre Celestial es la cualidad de un verdadero poseedor del sacerdocio de Dios.
Al ofrecerle al Señor nuestras oraciones tanto en familia como en forma individual, hagámoslo con fe y confianza en Él. Recordemos el mandato del apóstol Pablo a los hebreos: “Porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan”7. Si alguno de nosotros se ha demorado en escuchar el consejo de orar siempre, no existe mejor momento para comenzar que ahora mismo. William Cooper declaró: “Satanás tiembla cuando ve de rodillas al más débil de los santos”8. Quienes crean que la oración denota debilidad física, deben recordar que un hombre nunca es más alto que cuando está de rodillas.
Recordemos siempre:
La oración del alma es
el medio de solaz
que surge en el corazón
y da eterna paz.
Al cultivar el atributo de la oración recibiremos las bendiciones que nuestro Padre Celestial tiene para nosotros.
Para concluir, que podamos tener previsión; que hagamos un esfuerzo; que demostremos fe y virtud, y que la oración siempre sea una parte importante de nosotros. Entonces seremos en verdad un real sacerdocio. Esa es mi oración, en el nombre de Jesucristo. Amén.