2007
Hazlo ahora
Noviembre de 2007


Hazlo ahora

Ahora es el momento de reconciliarnos con Dios por conducto del misericordioso proceso de cambio que nos concede el Redentor.

Cuando nuestro hijo mayor (que ahora tiene tres hijos y se encuentra en esta congregación del sacerdocio) tenía 11 años, se le asignó como tarea, junto con los demás alumnos de sexto grado de su escuela, llevar su receta familiar predilecta. Los niños de sexto grado, como contribución a una gran feria de primavera, estaban preparando un recetario de cocina para distribuirlo entre la comunidad. Cuando la maestra anunció el proyecto y la fecha de entrega para el viernes siguiente, nuestro hijo Brett de inmediato sacó en conclusión que tenía suficiente tiempo para hacerlo más tarde, así que se despreocupó del asunto. Al comenzar la semana siguiente, cuando la maestra les recordó que la fecha de entrega sería el viernes, Brett pensó que fácilmente podría cumplir la asignación el jueves por la noche y, hasta entonces podría ocuparse de otras cosas más divertidas.

El señalado viernes por la mañana, la maestra pidió a los alumnos que pasaran sus recetas al frente de la clase. La desidia de Brett hizo que se olvidara de la tarea, cosa que lo tomó totalmente desprevenido. Agitado y nervioso, se volvió a un compañero que estaba sentado cerca de él y le contó su problema. Para ayudarlo, el compañero le dijo: “Traje una receta de más; si quieres, usa una de las mías”. Brett rápidamente tomó la receta, le puso su nombre y la entregó, pensando que había escapado de las consecuencias de su falta de preparación.

Una tarde, varias semanas después, llegué a casa después del trabajo para arreglarme antes de ir a las reuniones de la Iglesia que tenía por la noche. Hacía unos días, se me había llamado como presidente de estaca después de servir como obispo durante varios años. En la comunidad se nos reconocía como miembros de la Iglesia que se esforzaban por vivir los principios de nuestra religión. “Hay algo que debes ver”, dijo mi esposa Diane cuando entré a la casa. Me entregó un libro encuadernado con una página marcada; le di un vistazo a la portada, titulada Recetas Preferidas de la Escuela Noelani, 1985; di vuelta a la página marcada y leí “Familia Hallstrom—Receta predilecta: Pastel de Ron Bacardí”.

Muchos de nosotros nos ponemos en situaciones considerablemente más graves que un simple bochorno porque aplazamos el convertirnos plenamente al Evangelio de Jesucristo. Sabemos lo que es correcto, pero demoramos nuestra plena participación espiritual por pereza, miedo, racionalización o falta de fe. Nos convencemos a nosotros mismos de que “algún día lo haré”. Sin embargo, para muchos ese “algún día” nunca llega, y aún para aquellos que al final logran cambiar, hay una irrecuperable pérdida de progreso y seguramente un retroceso.

Una medida para que nosotros mismos podamos evaluar si somos espiritualmente desidiosos es la siguiente: ¿Qué actitud tenemos al asistir a las reuniones de la Iglesia? ¿Es la de aprender “tanto por el estudio como por la fe” (véase D. y C. 88:118), lo cual nos motiva a actuar de acuerdo con lo que aprendamos? ¿O tenemos la actitud de “ya he escuchado todo esto antes”, lo que inmediatamente bloquea el acceso del Espíritu a nuestra mente y corazón, y permite que la desidia llegue a ser una parte fundamental de nuestro carácter?

Se dijo lo siguiente de un investigador prominente en los comienzos de la Iglesia restaurada, que hizo convenio de que obedecería cualquier mandamiento que el Señor le diera: “Y recibió la palabra con alegría, pero en seguida lo tentó Satanás… y los afanes del mundo hicieron que rechazara la palabra” (D. y C. 40:2). Comparemos eso con la clara declaración del Señor: “El que recibe mi ley y la guarda, tal es mi discípulo” (D. y C. 41:5).

Con profunda emoción, Alma declaró: “Y ahora bien, hermanos míos, deseo desde lo más íntimo de mi corazón, sí, con gran angustia, aun hasta el dolor, que escuchéis mis palabras, y desechéis vuestros pecados, y no demoréis el día de vuestro arrepentimiento” (Alma 13:27).

Amulek, el amigo de Alma y compañero de enseñanza, amplió el mensaje al proclamar:

“Porque he aquí, esta vida es cuando el hombre debe prepararse para comparecer ante Dios; sí, el día de esta vida es el día en que el hombre debe ejecutar su obra.

“Y… ya que habéis tenido tantos testimonios, os ruego, por tanto, que no demoréis el día de vuestro arrepentimiento hasta el fin” (Alma 34:32–33).

Cuando yo tenía la edad de un maestro en el Sacerdocio Aarónico, parecía que cada sábado por la mañana, durante varios meses, me despertaba con el ruido que mi padre hacía al trabajar en el jardín justo al lado de mi ventana. (Me tomó mucho tiempo entender por qué siempre comenzaba su labor al lado de mi ventana.) Después de tratar de pasar por alto aquel ruido, me levantaba y, junto con mi padre, cumplía con mis responsabilidades semanales del cuidado del jardín alrededor de la casa.

Quizás después de varias mañanas de no levantarme rápidamente o debido a otras situaciones similares en las que tuvo que insistir para que yo hiciera algo, un día mi padre se sentó conmigo y me enseñó una fotografía grande de un perezoso, un animal que se destaca por su pereza. Después, abrió Doctrina y Convenios y me pidió que leyera: “Porque he aquí, no conviene que yo mande en todas las cosas; porque el que es compelido en todo es un siervo perezoso y no sabio; por tanto, no recibe galardón alguno” (D. y C. 58:26; cursiva agregada). Desde aquel día, esa imagen y esa lección han sido de gran valor en mi vida.

Una de las alentadoras, eficaces y concisas palabras del presidente Spencer W. Kimball era: “Hazlo”. Después, añadió “Hazlo ahora” para enseñarnos enfáticamente la necesidad de hacer las cosas a tiempo.

El presidente Kimball también enseñó el profundo principio de que la demora conduce a la pérdida de la exaltación. Él declaró: “Uno de los más graves defectos humanos de todas las épocas es la [postergación], la falta de disposición a aceptar responsabilidades ahora mismo… muchos se han dejado desviar y se han convertido… en adictos a la indolencia mental y espiritual y a la búsqueda de placeres mundanos” (Enseñanzas de los Presidentes de la Iglesia: Spencer W. Kimball, 2006, págs. 4–5).

Muchos deseamos el camino fácil, el proceso que no requiera trabajo dedicado ni sacrificio. Y bien, una vez pensé que lo había encontrado. Al manejar por un verde valle que se elevaba por encima de la ciudad de Honolulu, levanté la vista, y allí estaba, ¡la calle Camino Fácil! Al soñar en los beneficios de mi descubrimiento, que cambiarían mi vida, tomé mi máquina fotográfica para grabar el momento de gran felicidad; sin embargo, al mirar por el lente, mi foco de atención se aclaró, en sentido literal y figurado. Una gran señal vial me hizo volver a la realidad: ¡Camino Fácil era un callejón sin salida!

Tal vez la desidia parezca ser el camino fácil, ya que elimina momentáneamente el esfuerzo requerido para lograr algo de valor. Irónicamente, con el tiempo, la desidia produce una pesada carga que conlleva culpa y una hueca falta de satisfacción. Las metas temporales y, lo que es más importante, las espirituales, no se lograrán por medio de la desidia.

Ahora es el momento de ejercer nuestra fe; ahora es el momento de comprometernos a la rectitud; ahora es el momento de hacer lo que sea necesario para resolver nuestras circunstancias indeseables; ahora es el momento de reconciliarnos con Dios por conducto del misericordioso proceso de cambio que nos concede el Redentor de la humanidad.

Hacemos un llamado:

  • A todo aquel que haya recibido un testimonio de la veracidad del Evangelio y de La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días y que no haya sido bautizado ni confirmado.

  • A cualquier poseedor del Sacerdocio Aarónico o de Melquisedec que, a causa de transgresión o desidia, no vive de acuerdo con un juramento y convenio sagrados (véase D. y C. 84:33–39).

  • A cualquier miembro investido de la Iglesia que actualmente no reúna los requisitos para tener la recomendación para el templo.

  • A cualquier miembro que se haya ofendido por las acciones de otra persona y que se haya apartado de la Iglesia.

  • A cualquiera que viva una vida de engaño y que esté agobiado por el peso del pecado sin resolver.

Testifico que ustedes y todos nosotros podemos cambiar, y que es posible hacerlo ahora mismo. Quizás no sea fácil, pero nuestras aflicciones pueden llegar a ser “consumidas en el gozo de Cristo” (Alma 31:38). De ello testifico, en el nombre de Jesucristo. Amén.