Cómo hallar fe en el Señor Jesucristo
Cuando el Salvador nació, un ángel del Señor apareció a un grupo de humildes pastores, anunciándoles: “…No temáis; porque he aquí os doy nuevas de gran gozo, que será para todo el pueblo: que os ha nacido hoy, en la ciudad de David, un Salvador, que es CRISTO, el Señor” (Lucas 2:10–11).
Pero hay mucho más de la historia de Navidad que los trascendentes milagros de una estrella nueva en el cielo y el nacimiento del Cristo niño en Belén. Esos hechos maravillosos fueron la culminación de siglos de profecía y de testimonio de profetas de Dios; sin esas profecías, muchas personas quizás se sentirían justificadas en no creer los milagrosos acontecimientos. Sin embargo, de los profetas de cada dispensación hemos recibido muchos testimonios del nacimiento, de la vida y de la misión del Salvador. Los registros sagrados nos dan profecías de miles de años —no sólo de la primera venida de nuestro Salvador, sino también de la Segunda Venida—, de un día glorioso que ciertamente, sin duda alguna, llegará.
Creer en el Salvador y en Su misión es tan esencial que el primer principio del Evangelio es la fe en Jesucristo (véase Artículos de Fe 1:4). ¿Y qué es la fe? El apóstol Pablo enseñó que la fe es “la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve” (Hebreos 11:1). ¿Cómo obtenemos la convicción de la existencia de nuestro Salvador, a quien no hemos visto? Las Escrituras nos enseñan esto: “A algunos el Espíritu Santo da a saber que Jesucristo es el Hijo de Dios, y que fue crucificado por los pecados del mundo; a otros les es dado creer en las palabras de aquéllos, para que también tengan vida eterna, si continúan fieles” (D. y C. 46:13–14; cursiva agregada).
Creamos a los profetas
Desde el principio del mundo, los profetas han sabido que Jesucristo es el Hijo de Dios, de Su misión entre los seres mortales y de Su expiación por todo el género humano.
Si hubiéramos vivido en los tiempos de esos profetas, ¿habríamos creído sus palabras? ¿Habríamos tenido fe en la venida de nuestro Salvador?
En la antigua América, Samuel el lamanita profetizó que la noche del nacimiento del Salvador habría “grandes luces en el cielo… al grado de que a los hombres les parecer[ía] que [era] de día” (Helamán 14:3).
Muchos creyeron a Samuel y confesaron sus pecados, se arrepintieron y fueron bautizados; pero la mayor parte de los nefitas fueron ciegos a las señales “grandes y maravillosas” y, en lugar de prestarles atención, “empezaron a confiar… en su propia sabiduría, diciendo: Algunas cosas [los creyentes] pudieron haber adivinado acertadamente; mas he aquí… No es razonable que venga tal ser como un Cristo” (Helamán 16:15–18).
En aquellos días, y en los nuestros, algunos antagonistas llamados anticristos convencieron a otras personas de que no les hacía falta un Salvador ni Su expiación. Cuando la profecía de Samuel se cumplió y hubo “un día y una noche y un día, como si fuera un solo día” (Helamán 14:4), ¡qué gozo debió haber llenado el corazón de los que habían creído a los profetas! “Y habían acontecido, sí, todas las cosas, toda partícula, según las palabras de los profetas” (3 Nefi 1:20). Apareció una estrella nueva, de acuerdo con la promesa profética, y los que creyeron las palabras de los profetas reconocieron al Salvador y fueron bendecidos por seguirlo.
Las profecías de la primera venida de Cristo se cumplieron “sin faltar un ápice”. Como resultado, muchas personas por todo el mundo creen que el Salvador realmente vino y vivió en el meridiano de los tiempos. ¡Pero todavía quedan muchas, muchas profecías por cumplirse! Escuchamos a los profetas vivientes profetizar y testificar de la segunda venida de Cristo; también atestiguan de las señales y de los prodigios que nos rodean por todas partes, asegurándonos que Cristo ciertamente ha de venir. ¿Optamos por creer en sus palabras? O, a pesar de sus testimonios y advertencias, ¿andamos “en tinieblas al mediodía” (D. y C. 95:6), rehusando ver a la luz de las profecías modernas y negando que la Luz del Mundo ha de regresar a gobernar y reinar entre nosotros?
Cómo hallar la fe
En el curso de mi vida, he conocido a muchas personas buenas y generosas que se adhieren a los valores cristianos. Sin embargo, a algunos les falta la fe en que Cristo vive, que es el Salvador del mundo y que Su Iglesia ha sido restaurada; por no creer en las palabras de los profetas, se privan del gozo del Evangelio y de sus ordenanzas salvadoras.
Tengo un buen amigo que un día, en un momento de intimidad fraternal, me preguntó: “Élder Hales, yo quiero creer; siempre he querido creer, pero ¿cómo hago para lograrlo?”.
El apóstol Pablo escribió: “Así que la fe es por el oir, y el oir, por la palabra de Dios” (Romanos 10:17). El hecho mismo de que tú estés leyendo este mensaje, en la época navideña o en cualquier otro período del año, es evidencia de que estás oyendo la palabra de Dios. El primer paso para hallar la fe en Jesucristo es dejar que Su palabra —hablada por boca de Sus siervos, los profetas— te toque el corazón. Pero no es suficiente con simplemente dejar que esas palabras pasen sobre tu persona como si ellas solas pudieran transformarte. Tú debes hacer tu parte. El oír exige un esfuerzo activo: el de tomar seriamente lo que se enseñe y considerarlo con atención, estudiándolo en la mente. Como aprendió el profeta Enós, es dejar que los testimonios del Evangelio que tienen otras personas “penetr[en nuestro] corazón profundamente” (Enós 1:3). Repasemos la experiencia de Enós, profunda y promotora de la fe:
Primero, Enós oyó de su padre las verdades del Evangelio; segundo, dejó que las enseñanzas de éste sobre “la vida eterna y el gozo de los santos” penetraran su corazón profundamente (Enós 1:3). Tercero, estaba lleno del deseo de saber por sí mismo si esas enseñanzas eran verdaderas y cuál era su condición a los ojos de su Hacedor. Éstas son sus propias palabras: “…mi alma tuvo hambre” (Enós 1:4). Por sentir ese intenso apetito espiritual, se calificó para recibir el cumplimiento de la promesa del Salvador, que dice: “Y bienaventurados son todos los que padecen hambre y sed de rectitud, porque ellos serán llenos del Espíritu Santo” (3 Nefi 12:6). Cuarto, Enós escribió: “…me arrodillé ante mi Hacedor, y clamé a él con potente oración y súplica por mi propia alma; y clamé a él todo el día; sí, y cuando anocheció, aún elevaba mi voz en alto hasta que llegó a los cielos” (Enós 1:4). No fue fácil. La fe no surgió de inmediato; en realidad, Enós describe su experiencia con la oración como una “lucha que [tuvo] ante Dios” (Enós 1:2). Pero obtuvo la fe. Por el poder del Espíritu Santo, ciertamente recibió un testimonio por sí mismo.
Nosotros no podemos hallar una fe como la de Enós sin tener nuestra propia lucha ante Dios en la oración. Testifico que la recompensa hace que el esfuerzo valga la pena. Si haces esto sincera e incesantemente, verás que se cumplen para ti las palabras que Cristo dirigió a Sus discípulos: “Pedid, y se os dará; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá” (Mateo 7:7).
Por medio de la fe se obtiene fortaleza
Una vez que encontramos los comienzos de nuestra fe en Jesucristo, nuestro Padre Celestial permite que esa fe se fortalezca. Eso sucede de muchas maneras, incluso por medio de las experiencias con la adversidad. Nuestra fe se obtiene por la oración, con un deseo sincero de acercarnos a Dios y confiar en que Él lleve nuestras cargas y nos dé respuesta a los inexplicables misterios del propósito de la vida: ¿De dónde vinimos? ¿Por qué estamos en la tierra como seres mortales? Y ¿a dónde iremos después de nuestra jornada terrenal?
Cuando surgen las dificultades de esta vida, y a todos se nos presentan, quizás resulte difícil seguir creyendo. En esos momentos, sólo la fe en el Señor Jesucristo y en Su expiación puede brindarnos paz, esperanza y comprensión; solamente la fe en que Él sufrió por nuestro bien nos dará la fortaleza para continuar y perseverar hasta el fin. Cuando obtenemos esa fe, experimentamos un potente cambio de corazón y, como Enós, nos hacemos más fuertes y comenzamos a sentir el deseo por el bienestar de nuestros hermanos y hermanas. Oramos por ellos, para que también se fortalezcan por medio de la fe en la expiación de nuestro Salvador.
Consideremos algunos de esos testimonios proféticos de los efectos de la Expiación en nuestra vida. Al hacerlo, te exhorto a dejar que penetren profundamente en tu corazón y satisfagan cualquier hambre que tu alma pueda sentir.
“Y en ese día descendió sobre Adán el Espíritu Santo, que da testimonio del Padre y del Hijo, diciendo: Soy el Unigénito del Padre desde el principio… para que así como has caído puedas ser redimido…” (Moisés 5:9).
Amón testificó: “…he aquí, he visto a mi Redentor; y vendrá, y nacerá de una mujer, y redimirá a todo ser humano que crea en su nombre” (Alma 19:13).
Y finalmente, José Smith —siendo un muchacho de catorce años— ejerció una fe inalterable y siguió el consejo de Santiago de pedir a Dios (véase Santiago 1:5). Dios el Padre y Su Hijo, Jesucristo, aparecieron ante él y le dieron instrucciones. ¡Cuán gloriosa fue esa Primera Visión para el primer profeta de esta última dispensación! Dieciséis años más tarde, en el Templo de Kirtland, lo visitó otra vez el Salvador y él testificó lo siguiente: “Vimos al Señor… y su voz era como el estruendo de muchas aguas, sí, la voz de Jehová, que decía: Soy el primero y el último; soy el que vive, soy el que fue muerto; soy vuestro abogado ante el Padre” (D. y C. 110:2–4).
A todas las almas que tienen hambre de fe, las invito “a buscar a este Jesús de quien han escrito los profetas y apóstoles” (Éter 12:41). Que el testimonio que ellos han expresado de que el Salvador dio Su vida por ti se hunda profundamente en tu corazón. Procura con oración recibir el testimonio de esta verdad por medio del Espíritu Santo, y después observa cómo se fortalece tu fe al enfrentar con gozo las dificultades de esta vida y al prepararte para la vida eterna.
Jesucristo, efectivamente, vino y vivió en la tierra. Y vendrá otra vez. Ésta es una verdad maravillosa para llevar en nuestro corazón en Navidad y durante todo el año.