Mensaje de la Primera Presidencia
Escuchemos la voz de los profetas
¡Cuán grandes son el gozo y el privilegio de ser parte de esta Iglesia mundial y de que nos enseñen y edifiquen los profetas, videntes y reveladores! Los miembros de esta Iglesia hablamos diversos idiomas y provenimos de muchas culturas diferentes, pero compartimos las mismas bendiciones del Evangelio.
Ésta es en verdad una Iglesia internacional, con miembros esparcidos por las naciones de la tierra proclamando a todo el mundo el mensaje universal del evangelio de Jesucristo, sea cual sea su idioma, raza o raíces étnicas. Todos somos hijos espirituales de un Dios viviente y amoroso, nuestro Padre Celestial, que desea que tengamos éxito en nuestra jornada de regreso a Él.
En Su bondad, Él nos ha dado profetas para que nos enseñen Sus verdades eternas y nos guíen para vivir Su evangelio. Este año nos hemos despedido de un amado profeta, el presidente Gordon B. Hinckley (1910–2008), que nos guió muchos años hasta que el Señor lo llamó de regreso al hogar. Ahora seguimos adelante bajo el liderazgo del nuevo profeta que el Señor ha llamado para dirigirnos, el presidente Thomas S. Monson. Por el gran amor que nuestro Padre nos tiene, nos ha dado profetas en nuestros tiempos, profetas que nos guían en una sucesión ininterrumpida desde principios del siglo diecinueve, cuando tuvo lugar la restauración de esta grandiosa obra por medio del profeta José Smith. Siempre conservaremos vivos los recuerdos de los primeros Santos de los Últimos Días, de sus sacrificios, sus penurias, sus lágrimas, pero también de su valor, su fe y su confianza en el Señor mientras seguían al profeta que Él había señalado para esa época.
Yo no tengo antepasados entre los pioneros del siglo diecinueve. Sin embargo, desde mis primeros días de miembro de la Iglesia, he sentido una gran afinidad con aquellos primeros pioneros que atravesaron las llanuras; son mi linaje espiritual, así como lo son de todo miembro de la Iglesia, sea cual sea su nacionalidad, su idioma o su cultura. Ellos no sólo establecieron un lugar a salvo en el Oeste, sino también los cimientos espirituales para la edificación del reino de Dios en todas las naciones del mundo.
Todos somos pioneros
Ahora que el mensaje del evangelio restaurado de Jesucristo se está aceptando por todo el mundo, todos somos pioneros en nuestra propia esfera de acción y circunstancias. Después de la Segunda Guerra Mundial, en medio de la confusión de la Alemania de posguerra, fue cuando mi familia conoció La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. En aquella época, el presidente era George Albert Smith (1870–1951). Yo era un niño pequeño, y en el término de sólo siete años habíamos perdido dos veces todas nuestras posesiones materiales; éramos refugiados con un futuro incierto. No obstante, en esos siete años obtuvimos mucho más de lo que cualquier cantidad de dinero puede comprar; encontramos un refugio supremo, un lugar que nos protegía de la desesperación: el evangelio restaurado de Jesucristo y Su Iglesia, dirigida por un profeta verdadero y viviente.
Las buenas nuevas de que Jesucristo ha llevado a cabo la Expiación perfecta a favor del género humano, redimiendo a todos del sepulcro y recompensando a cada uno según sus obras, fue el poder sanador que restableció la esperanza y la paz en mi vida.
Cualesquiera sean nuestras dificultades en esta existencia, nuestras cargas se harán más livianas si creemos no sólo en Cristo, sino además en Su capacidad y en Su poder para purificarnos y consolarnos; somos sanados cuando aceptamos Su paz.
El presidente David O. McKay (1873–1970) era el profeta en los años de mi adolescencia, y me parecía conocerlo personalmente; percibía su amor, su bondad y su dignidad, y él me dio confianza y valor en esa época. Aun cuando crecí en Europa, a miles de kilómetros de distancia, sentía que él confiaba en mí y no quería defraudarlo.
Otra fuente de fortaleza para mí fue una carta que escribió el apóstol Pablo mientras se hallaba prisionero, y que dirigió a Timoteo, el ayudante y amigo en quien más confiaba. Él dijo:
“Porque no nos ha dado Dios espíritu de cobardía, sino de poder, de amor y de dominio propio.
“Por tanto, no te avergüences de dar testimonio de nuestro Señor…” (2 Timoteo 1:7–8).
Esas palabras de uno de los antiguos Apóstoles de nuestro Salvador tuvieron una influencia muy importante en mí durante los tiempos de posguerra, así como la tienen en la actualidad. Sin embargo, ¿cuántos de nosotros dejamos que los temores controlen nuestra vida en esta época de tensión internacional, de incertidumbre económica y política y de dificultades personales?
Una voz que es constante
Dios nos habla con una voz que es constante. Él trata con igualdad a toda la familia humana. Podemos estar en un barrio grande o en una rama pequeña, nuestros respectivos climas y vegetación pueden diferir, los antecedentes culturales y el idioma pueden ser variados y el color de nuestra piel puede ser totalmente diferente; pero el poder y las bendiciones universales del Evangelio restaurado están disponibles para todos, independientemente de la cultura, de la nacionalidad, del sistema político, de las tradiciones, del idioma, del ambiente económico o de la educación.
Actualmente tenemos otra vez apóstoles, videntes y reveladores que son atalayas en la torre, mensajeros de la verdad divina y sanadora. Dios nos habla por intermedio de ellos, que tienen una profunda percepción de las diversas circunstancias en las que vivimos los miembros; están en este mundo pero no son del mundo. Nos indican el camino y nos ofrecen ayuda en las dificultades que enfrentamos, no con la sabiduría del mundo, sino con la que proviene de una Fuente eterna.
Hace unos años, el presidente Thomas S. Monson dijo lo siguiente en un mensaje de la Primera Presidencia: “Los problemas de hoy se ciernen amenazadores sobre nosotros. Rodeados por la sofisticación de la vida moderna, recurrimos a los cielos para recibir esa orientación constante que nos hace posible marcar y seguir un rumbo sabio y adecuado. Aquél a quien llamamos nuestro Padre Celestial no dejará sin contestar nuestras justas y sinceras peticiones”1.
Nuevamente tenemos un profeta viviente en la tierra, el presidente Thomas S. Monson. Él conoce nuestras dificultades y temores, y tiene respuestas inspiradas; no tenemos por qué temer. Podemos tener paz en el corazón y paz en nuestro hogar. Cada uno de nosotros puede ser una influencia para bien en este mundo si sigue los mandamientos de Dios y se apoya en el verdadero arrepentimiento, en el poder de la Expiación y en el milagro del perdón.
Los profetas nos hablan en el nombre del Señor y con una sencillez de origen divino, como nos lo confirma el Libro de Mormón: “…Porque el Señor Dios ilumina el entendimiento; pues él habla a los hombres de acuerdo con el idioma de ellos, para que entiendan” (2 Nefi 31:3).
Tenemos la responsabilidad no sólo de escuchar, sino también de actuar de acuerdo con Su palabra a fin de que podamos reclamar las bendiciones que proceden de las ordenanzas y los convenios del Evangelio restaurado. Él dijo: “Yo, el Señor, estoy obligado cuando hacéis lo que os digo; mas cuando no hacéis lo que os digo, ninguna promesa tenéis” (D. y C. 82:10).
Habrá épocas en que nos sintamos abrumados, heridos o al borde del desaliento en nuestros esfuerzos por ser miembros perfectos de la Iglesia. Tengan la seguridad de que hay bálsamo en Galaad. Escuchemos a los profetas de nuestros días a medida que tratan de ayudarnos a concentrarnos en los elementos centrales del plan del Creador para el destino eterno de Sus hijos. El Señor nos conoce, nos ama, quiere que tengamos éxito y nos alienta, diciendo: “Y mirad que se hagan todas [las] cosas con prudencia y orden; porque no se exige que [hombres ni mujeres] corra[n] más aprisa de lo que sus fuerzas… permiten… [Pero] conviene que sea[n] diligente[s]” (Mosíah 4:27).
Sigamos sus consejos
¿Somos diligentes en vivir los mandamientos de Dios sin correr más de lo que nuestras fuerzas lo permitan, o nos limitamos a ir caminando plácidamente? ¿Empleamos con prudencia nuestro tiempo y nuestro talento así como nuestros medios? ¿Nos concentramos en las cosas que tienen mayor importancia? ¿Seguimos los consejos inspirados de los profetas?
Un ejemplo de gran importancia para la humanidad es el fortalecimiento de nuestra familia. En 1915 se nos dio el precepto de la noche de hogar. En 1964, el presidente David O. McKay volvió a recordar a los padres que “ningún éxito puede compensar el fracaso en el hogar”2. En 1995, los profetas de nuestros días exhortaron a los habitantes del mundo entero a fortalecer a la familia como la unidad fundamental de la sociedad3. Y en 1999, la Primera Presidencia y el Quórum de los Doce Apóstoles nos dijeron con amor estas palabras: “Aconsejamos a los padres y a los hijos que den prioridad absoluta a la oración familiar, a la noche de hogar, al estudio y a la instrucción del Evangelio y a las actividades familiares sanas. Por muy dignas y apropiadas que puedan ser otras exigencias o actividades, no se les debe permitir que desplacen los deberes asignados por Dios que sólo los padres y las familias pueden llevar a cabo en forma adecuada”4.
Con humildad y fe, renovemos nuestra determinación y dedicación de seguir diligentemente a los profetas, videntes y reveladores. Escuchémoslos y dejémonos instruir y elevar por aquellos que poseen todas las llaves del reino. Que al escucharlos y seguirlos, nuestro corazón cambie y tengamos un gran deseo de hacer el bien (véase Alma 19:33). De ese modo seremos pioneros en la edificación de un cimiento espiritual que establezca la Iglesia en todas partes del mundo, a fin de que el evangelio de Jesucristo se convierta en una bendición para todo hijo de Dios, y sirva para unir y fortalecer a nuestra familia.